Seguimos recuperando más reseñas “from the vaults”.
Hace mucho tiempo atravesé una época en la que, cuando veía una nueva novela de William Gibson en la librería, sabía que debería posponer todos mis planes para esa tarde. Trastorno mental que comenzó desde el mismo momento en el que me leí Neuromante de una sentada a lo largo de una tarde de domingo, después de adquirirla cegado por la ditirámbica crítica y posterior entrevista que Jacinto Antón le realizó al ídolo en El País. Por cierto, que grande Jacinto Antón, no sólo me descubrió a Gibson sino también a Gene Wolfe. Por no hablar de sus maravillosos artículos sobre arqueología o viajes decimonónicos.
El caso es que cuando cerré la novela, fue como si cayese desde el borde de un mundo que realmente existía, las neuronas felizmente intoxicadas por esa prosa de alta densidad poética en la que la acumulación de detalles te sumergía en un futuro naufragado donde la naturaleza había sido sustituida por una tecnología que, en las manos de Gibson, se convertía en algo mágico y misterioso. Luego vinieron las secuelas, perfeccionamiento y pulido de los conceptos manejados en Neuromante; Conde Cero, leída de una sentada durante toda una noche, hasta el amanecer. Y Quemando cromo y Mona Lisa acelerada, que adquirí yendo con la idea de comprar una entrada para los Buzzcocks. En fin, que se estarán explicando ustedes muchas cosas…
Pero toda historia de amor entre un lector y su autor favorito tiene un final. Y este final se estampó contra mi cara con la desastrosa Luz virtual. La supernova deslumbrante de cromo que supuso la trilogía del Sprawl había degenerado hasta convertirse en la ratonera sintonía de un programa televisivo de tercera, como muy bien escribía Albert Solé en su crítica de la novela para la revista Gigamesh. Rutinaria, vulgar, plana, aburrida a pesar de los fallidos toques de humor, no podía creer que aquel fuera Gibson, mi Gibson, el Gibson que había escrito Neuromante o Conde Cero. Más tarde aparecieron Idoru y Todas las fiestas del mañana que redondeaban la maltrecha trilogía del Puente. Aunque mejoraban con respecto a Luz virtual (sobre todo Todas las fiestas…, formalmente una de las mejores novelas de ciencia ficción de los noventa), Gibson lo había perdido, los argumentos eran ya demasiado repetitivos, irrelevantes y mal rematados. Y sobre todo se había perdido la energía, la melancolía por un futuro devastado, la magia que galvanizaba la trilogía del Sprawl.
Llegué a la conclusión de que se acabó Gibson para mí. Pero como sé que escribir un libro, grabar un disco o pintarse un tebeo es una empresa dificilísima sólo al alcance de unos pocos elegidos que han tenido la suerte de que los ángeles les susurren al oído, y a los que, personalmente, les tengo que agradecer más de la mitad de los momentos felices de mi vida (el resto me los he pasado durmiendo) me lo tomé con filosofía. Evidentemente lo de Gibson era la consecuencia lógica de su amplia fama mediática; los devaneos con Hollywood y sus guiones espléndidamente pagados pero nunca rodados, con el star system pop (vampirizado por U2 o Bowie por ejemplo) y un amplio reconocimiento como gurú y miembro del “quién es quien” de una nueva cultura “ciber” (un abanico que iba desde la revista “Wired” hasta Chris Cunningham) habían perjudicado su capacidad creativa. Hasta cierto punto es lógico y normal, una persona feliz, reconocida, rica y famosa no puede escribir Neuromante.
Así que cuando supe de la edición de Pattern Recognition (reconocimiento de pautas, retitulado en la edición española como Mundo espejo) no me apresuré en absoluto a comprarla. Simplemente, pasado un tiempo, me lo pillé por curiosidad, como si fuera el disco de reunión de un grupo que te ha apasionado en la adolescencia, para ver si, perdida ya la magia de antaño, al menos conservan la dignidad. Y sí, Gibson, aunque no volverá a ser el de antes, al menos mantiene el tipo y sabe perfectamente donde está y hacia donde se dirige.
En fin, pasemos por el trámite de contarles el argumento. Cayce Pollard, una trabajadora freelance (autónoma, vamos) que reacciona a las marcas comerciales de éxito con brutales ataques de ansiedad, trabaja reconociendo las pautas de las modas con viabilidad comercial para ponerlas en manos de las compañías que sacarán el oportuno beneficio económico. A la vez, se ocupa de valorar si los logos e imágenes corporativas funcionarán en la psique del público tras pasar por su delicado sensorio, como si se tratase de un papel tornasolado infalible para el éxito mediático. Pero además Cayce es fanática del Metraje, una serie de cortes cinematográficos de una película de autor desconocido que alguien va colgando por la red. Dicho metraje ha generado un culto de aficionados en internet que, por supuesto, discuten en un foro las posibilidades de la película (esto es antes de Perdidos). Y entonces, durante una estancia de trabajo en Londres, contratada por la empresa de marketing Blue Ant y después de una serie de inquietantes casualidades, Hubertus Bigend, el dueño de Blue Ant, le encarga a Cayce que encuentre al creador de dicho Metraje, interesado en las posibilidades que le ofrece al mundo del marketing esa nueva vía de distribuir y publicitar una película.
Lo primero que hay que matizar es que con Mundo espejo, Gibson dejó de escribir ciencia ficción. La acción transcurre en el presente de 2002. Pero aún así, durante el primer tercio de la novela uno no deja de percibir cierta sensación de extrañeza ante un panorama de nuevas (y casi incomprensibles) profesiones surgidas al calor de las nuevas tecnologías, la omnipresencia global de las marcas comerciales y las franquicias, las subculturas obsesionadas con los más absurdos artefactos y aficiones que encuentran en la red, aglutinante global de información, el lugar ideal donde prosperar. Por no hablar de los terremotos geopolíticos y la desagradable sensación del presente como un lago de arenas movedizas en el que, en cualquier momento, podemos desaparecer sin dejar rastro. Y aquí está uno de los temas fundamentales de la novela, quizá la clave que impulsó a Gibson a abandonar la cf en su sentido más clásico y a buscar una nueva ciencia ficción para el siglo XXI. Como explica el propio Hubertus Bigend en la novela;
Por supuesto, -dice-, ahora no tenemos ni idea de quiénes o qué podrían ser los habitantes de nuestro futuro. No en el sentido en que nuestros abuelos tenían futuro, o creían tenerlo. Imaginar un futuro completo es cosa de otro tiempo, un tiempo en el que el “ahora” tenía una duración mayor. Para nosotros, por supuesto, las cosas pueden cambiar tan bruscamente, tan violentamente, tan profundamente, que futuros como los de nuestros abuelos, tienen un “ahora” que no basta como base. No tenemos futuro porque nuestro presente es demasiado inestable (…). Sólo tenemos la administración del riesgo. Los cambios de escenario de cada momento. El reconocimiento de pautas.
Para cualquier lector no familiarizado con la ciencia ficción, este sería un acertado charlón sobre la situación vital del habitante de principios del nuevo milenio, un lugar de cambio constante, volátil, donde asirse para sentirse seguro. Pero para los aficionados es también una importante declaración sobre el género. Está claro, para Gibson, ya no tiene objeto especular con un futuro más o menos plausible si es muy probable que cuando queramos mirar ya nos hayan retirado el presente de debajo de nuestros pies (con el talegazo consiguiente).
Es el culmen de un progreso iniciado en Neuromante y la trilogía del Sprawl, novelas enfocadas en el concepto de “cambio”. En aquellas, un hecho importante, la unión de dos IAs, transformaba el ciberespacio, es decir, el mundo, en algo totalmente distinto a lo conocido hasta entonces. En Pattern Recognition el cambio ya es un hecho continuo, diario, impredecible, que ha convertido el presente en un lugar caótico. Donde sólo nos queda el reconocimiento de pautas para poder entender ese sindiós. Así, la ciencia ficción sufre un cambio sustancial; ya no extrapolamos un futuro desde un presente, sino que se observa el presente desde el extrañamiento, el análisis cienciaficcionístico para entenderlo mejor.
Este reconocimiento de pautas es constante en la obra incluso a nivel formal. Es la primera novela, después de Neuromante, en la que se utiliza un único punto de vista. En varias ocasiones Gibson se molesta en aclararnos que Cayce se pronuncia “Caise”, al igual que Case, el antihéroe de Neuromante. Incluso en un momento de la novela, Bigend piensa que Cayce se escribe como “Case”. Por otra parte, la trama es calcada a una de las líneas argumentales de Conde Cero donde Marly Kruskhova era contratada por el magnate Virek para encontrar a un artista anónimo que había puesto en circulación cajas de Cornell apócrifas. Pero en este caso Cayce sufre un cambio personal en su aventura y reconoce una pauta importantísima y fundamental a la que asirse; la del sufrimiento humano que une al autor del metraje con Cayce y millones de seres humanos en su misma situación.
Después de todo este rollazo incomprensible, incluso gratuito, y si no se ha pirado usted a leer algo más entretenido, por no decir más breve, estará preguntándose, ¿bueno y la novela está bien o es un coñazo o qué?.
Pues como decirlo…, está bien con reparos. La intriga, siguiendo la pauta de la novela de espías global con múltiples cambios de escenario al estilo de Le Carré, es entretenida y se sigue con agrado e interés. Las ideas vertidas, como hemos visto antes, son de calado, la inventiva de Gibson, la intensidad y agudeza de su mirada y el ritmo de su prosa te guía a través de cuestiones claves de la cultura contemporánea en la que estás inmerso como si fuera un tren atravesando ciudades inmensas, abarrotadas de información. Uno se ve reflejado en un mundo de foros, correos electrónicos, información al instante, lugares distantes al alcance de meras horas, subculturas otakus, artistas locos… La resolución del misterio del Metraje es satisfactoria y emotiva, al contrario de lo que venía ocurriendo en los anticlimáticos finales de la trilogía del Puente. Y uno de los fuertes de Gibson, su amplio y agudo conocimiento de la cultura popular es tan acertado como siempre (por fin alguien le da su merecido a la horrorosa ropa de Tommy Hilfiger o Ralph Laurent. Y uno no puede evitar sonreír ante esos entrañables Sinclair ZX81 que aparecen).
Sin embargo la clásica técnica termita de Gibson, consistente en ocuparse de los detalles en vez de buscar una visión de conjunto con el objeto de lograr esa sensación de inmersión y a la vez de extrañeza de ese mundo que está ahí pero que no nos paramos a contemplar, puede llegar a ser cansina. Seguir a Cayce en un continuo deambular por países, aeropuertos, tiendas, restaurantes, cafeterías, franquicias, calles, hoteles, haciendo cosas como comprarse sandwiches o cortarse el pelo puede crispar a muchos lectores. La misma Cayce no es un personaje demasiado interesante, ni con demasiado carisma, repitiendo jugada con aquel Case (case, casey = caja, estuche, entre otras acepciones), un personaje baúl, casi vacío, como si fuera la pieza ausente en el rompecabezas de la novela, el hueco en un mundo que les resulta ajeno. Por eso mismo los intentos de darle profundidad, como el recuerdo de ese padre muerto en el 11/S, que revolotea insistentemente por la novela no acaban de cuajar. El resto de personajes resultan igualmente faltos de carisma, de cierta locura que los hiciera más interesantes, al contrario de lo que ocurría con los personajes de la trilogía del Sprawl, que quizá parecían sacados de un pulp barato pero resultaban más divertidos. Paradójicamente el personaje más interesante es el autor del Metraje, que no aparece en ningún momento. Por otro lado el estilo continúa abundando en una alta densidad de información típica de este estilo termita, pero ahora despojado de la lírica de sus primeras novelas, consciente Gibson de que ya es innecesaria. Ahora es el estilo de un concienzudo observador, eficaz y preciso, lejos ya de aquel estilo mágico que condensaba el misterio y la melancolía de un futuro devastado.
Así, liberada de todo ropaje nostálgico por un futuro que ya no existe, el auténtico poder de la ciencia ficción queda al desnudo; una útil herramienta para analizar el presente, la realidad que nos rodea y, por supuesto, en que situación queda la condición humana en medio de todo este mogollón. Que esta declaración de intenciones la haga Gibson escribiendo una novela de “literatura general”, fuera de las colecciones de la ciencia ficción, debería hacernos pensar sobre cuál sería el futuro (el presente) más deseable para el género.
Mundo espejo (Minotauro, 2004)
Pattern Recognition (Berkley, 2002)
Traducción: Marta Heras
Rústica. 352 pp. 18 € (si lo encuentran)
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