No recuerdo ahora donde leí una comparación según la cual la narrativa sería como un inmenso museo de arte donde los géneros y estilos ocuparían las diferentes salas. La mayor parte de nosotros deambulamos casi todo el tiempo entre los cuadros de los grandes maestros de la composición, el dibujo, la anatomía y la perspectiva, las “buenas historias bien contadas” de toda la vida y como dios manda. A veces nos aventuramos por alguna estancia donde el color es algo más extravagante, o la composición un poco más atrevida. Pero a veces, es como si los lectores se negaran a aventurarse más allá del ala figurativa. Bueno, hay unos pocos ahí por el fantástico, unos que siguen folletines disfrazados de fantasía o romance científico, contemplando cuadros de Frank Frazetta, otros miran por encima del hombro a los anteriores mientras se deleitan con Chirico o Borges, Bacon y Burroughs y, claro, ni se dirigen la palabra. Sin embargo el museo es inmenso y las obras se pierden en las sombras, en una zona confusa entre el surrealismo y el terror fantástico. Los que deambulan por allí en la penumbra, pueden encontrarse con Bruno Schulz, Aickman, Ligotti. O Michael Cisco.
The San Veneficio Canon, recopila la primera y premiada novela (corta) de Michael Cisco, “The Divinity Student”, publicada como un único volumen en 1999, junto a su continuación, “The Golem”. En ellas se narran las peripecias del Estudiante de Teología por la misteriosa urbe de San Veneficio, como si del alucinado protagonista del western Dead Man se tratase, vagando por una Las Vegas reseca y aplastada por el sol, sin casinos ni furcias, imaginada por un Lord Dunsany que abusara de la absenta para sobrellevar un dolor de muelas.
El subtexto de The San Veneficio Canon es el poder de las palabras. Asunto que aparece tanto en el argumento (el Estudiante de Teología, enviado por su claustro a San Veneficio como buscador de palabras, ha de encontrar el diccionario secreto con el que Dios crea el mundo, y con toda la intención escribo “crea” y no “creó”), como en el estilo. Porque esta es una historia en la que, aparentemente, el cómo se cuenta devora lo que se cuenta, pero en realidad el estilo se ajusta perfectamente al meollo central de la obra; el lenguaje como herramienta casi todopoderosa (el Estudiante de Teología muere al principio de “The Divinity Student” y es revivido por los monjes de su claustro que lo abren, lo vacían de entrañas palpitantes y lo remiendan rellenándole de páginas y páginas escritas), que permite desentrañar el tejido de la realidad en la que uno habita. Dicho conocimiento conduce a algo muy similar a la locura y culmina con la ascensión e integración con el Demiurgo. Y por otro lado, las palabras son también un veneno (“Veneficio” significa veneno en latín) capaz de embriagar la mente del lector, desconectar los procesos lógicos del pensamiento y sumirle en un estado alucinatorio, un cauce al subconsciente donde, gracias a las palabras, la ciudad de San Veneficio toma forma, se disuelve, desaparece, surge de nuevo, un proceso en el que dejar de leer es como despertar a otra realidad. Porque, insisto, el lenguaje divino que aprende el Estudiante es el lenguaje con el que Cisco, el demiurgo, ha creado su mundo. Los personajes no son más que marionetas manejadas con palabras, pero reales en la mente del escritor y el lector. Y en “The Golem”, el efecto se multiplica como en un juego de espejos. El Golem, animado por un libro sagrado, resulta ser un experimento (fallido, pues el personaje no es capaz de amar y ser amado) del Estudiante de Teología, que, a su vez, es un experimento del demiurgo (Cisco), monstruos fruto del sueño de la razón, que regresan a la divinidad una vez terminado el relato, introduciendo un nuevo nivel de reflexión sobre la palabra y la creación literaria.
Y para lograr este objetivo, Cisco acude a sus acusadísimos recursos estilísticos, a saber; escasez argumental que discurre lánguidamente en meandros sin destino aparente, personajes vacíos sin motivaciones reconocibles, lógica onírica (y burroughsiana) y atmósferas irreales y pesadas, construidas a base de descripciones exhaustivas de puntuación peculiar, que se extienden como monótonas peroratas narrativamente innecesarias, creando el necesario ritmo hipnótico (como un “om”) que nos ayudaría a entrar en trance.
No es, por tanto, una decisión estilística gratuita, la obra es coherente en sus objetivos y ejecución. Pero el camino no es fácil y resulta sencillo perderse en los vericuetos del estilo (sobre todo leyéndola en el original inglés). Como ocurre con los clásicos de William Burroughs, en los peores momentos puede resultar pesada y cansina (muchos tramos de la persecución de Christine por parte del Golem, por ejemplo), generando ese conocido efecto de quedarse “in albis” y verse el lector obligado a releer párrafos enteros que han pasado ante sus ojos como jirones de niebla, y la falta de un argumento reconocible (vamos, que pasen cosas) puede desanimar a continuar con la lectura. Sin embargo, en los mejores momentos resulta embriagadora y alucinatoria, capaz de conjurar momentos poderosos e inquietantes de esos que quedan tatuados en la memoria para siempre (los múltiples usos del formol, los niños endemoniados, los robos de cadáveres, el fascinante viaje del Golem en el interior de un pez), simplemente llenándonos de palabras.
¡Ya era hora de que alguien revindicara al bueno de Cisco por estos pagos! Aunque, viendo la suerte que ha terminado corriendo Ligotti en España, me extrañaría que nuestras editoriales estén peleándose por sus derechos. Lástima, personalmente me encanta su prosa.
Me sumo al comentario de Manuel. Sólo he leído The Narrator y me dejó grillao. Tengo aquí a mano Celebrant, la última que ha publicado, y me da miedo abrirla: Cisco crea vórtices con palabras; una vez dentro es imposible escapar, sólo cuando llegas al final del túnel empiezas a darte cuenta de lo que te acaba de pasar.
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