Hace un par de años ya, la Editorial Fulgencio Pimentel editó finamente un integral que recopilaba los cinco álbumes de Las cosas de la vida, serie de historietas satíricas y costumbristas que Gerard Lauzier publicó en la mítica revista Pilote a lo largo de la segunda mitad de los setenta. Lauzier era uno de los muchos y brillantes humoristas que granaron la historieta francesa de aquella época (Gotlib, Claire Bretécher, Vuillemin, Martin Veyron, Rene Pétillon…), pero que, como muchos de ellos, se encuentra hoy pelín olvidado si exceptuamos a los aficionados más veteranos o más cascarrabias (un cariñoso saludo a Ramón de España). El mercado español de principios de los noventa, cada vez más americanizado y japonizado (tendencia que hay que reconocer que ha cambiado muchísimo, quizá no en ventas, pero sí en oferta, como demuestra esta edición), condenó al olvido a muchos de estos autores, si sobre todo, como es el caso de Lauzier, acabó abandonando los tebeos por el cine. Yo mismo sólo había leído una historia suya hace un porrón de años, ya no recuerdo si en un Cairo, un Cimoc, un Tótem o en el Comix Internacional. Se titulaba “Cenando fuera”, una historieta sobre un tipo que lleva a su mujer a una fiesta organizada por su jefe con el objeto de trepar en la empresa El sarao resulta ser una orgía de intercambio de parejas y para no quedar mal, el protagonista no tiene reparos en animar a su esposa a tirarse a algún desconocido. Como tierno adolescente, aquello me perturbó bastante, es decir, “¿son los adultos, es la vida adulta así?”, me pregunté entre perplejo y escandalizado. “Pues anda que no te queda nada, chaval”, podría haberme contestado el propio Lauzier con una amable sonrisa.
Se afirma en el extenso e informativo prólogo, refiriéndose a las inclinaciones políticas de Lauzier, que el autor francés no era de izquierdas ni derechas y atizaba por igual a todo el mundo. Yo discrepo humildemente y leyendo diversas críticas para contrastar mi opinión, no entiendo la razón para disimular este hecho, como no queriendo asumir que nos puedan hacer gracia unas historietas que harían las delicias del Vizcaíno Casas de Hijos de papá y sus modernos herederos, Salvador Sostres o Cristian Campos. En mi opinión, y tras la lectura de este tomo, Lauzier es un moralista conservador al estilo de Houellebecq, quien comparte, o ha tomado de Lauzier, varias ideas (o quizá ambos beben de otro autor que desconozco). Principalmente, la crítica feroz del progresismo y la hipocresía, la decadencia de la democracia liberal y la muerte del afecto, que el popular showman y escritor pondría sobre el papel en Ampliación del campo de batalla y, sobre todo, Las partículas elementales.
En Las cosas de la vida se satirizan ciertos arquetipos de la sociedad francesa post-Mayo del 68, prestando especial atención a dos grupos sociales; los nuevos burgueses por un lado, y las izquierdas por otro. En el primer grupo encontramos ejecutivos y mandos intermedios de grandes empresas, directores comerciales y otros ejemplares de la industria vendehumos de la época, como el márketing y la publicidad (Lauzier fundó una empresa de publicidad a mediados de los años cincuenta, en los que estuvo viviendo en Brasil). Se trata de personas mediocres, hedonistas inmaduros y banales en bancarrota emocional, que buscan el placer entre amantes y constantes salidas a discotecas y restaurantes. Vacíos, atrapados por la ilusión de la sofisticación urbana, y sin otra obsesión que el dinero y sus carreras, son incapaces de amar ni experimentar ninguna emoción verdadera, profunda o espiritual. A las mujeres que rodean a estos elementos se les dispensa un trato más amable, pero Lauzier no puede contener su vitriolo, aparte de ser igual de banales y vacías que ellos, además resultan vengativas, envidiosas, materialistas e incapaces de dar y recibir afecto. Por no hablar de unos hijos aferrados a un indiferente cinismo. Nadie se salva en el retrato de esta incipiente nueva burguesía de principios de los 70.
Por otro lado tenemos a la izquierda, desde los viejos comunistas acabados y amargados incapaces de asumir que su época ha pasado, entragada su vida a “la ideología más inhumana de la historia”, hasta los hijos de la vieja burguesía, que fueron idealistas en la juventud y se entregaron a la carrera de ratas en la madurez. Pasando por los jóvenes de familia acomodada que juegan a ser de izquierdas, la extrema izquierda universitaria, destructiva y autodestructiva, las feministas, el hipócrita intelectual (de izquierdas, claro), la inmigración, el tío raro que rechaza la sociedad y no sale de su habitación, las comunas hippies y los punkis. Para todos estos Lauzier se guarda sus mejores y más certeras puñaladas, que bordean el sadismo. Incluso si uno sustituye el Mayo del 68 por el 15M es muy fácil reconocer las actitudes de ciertas fuerzas de izquierdas, muy de moda hasta el año pasado, cruelmente retratadas cuarenta años antes. Para Lauzier el progresista o el izquierdista revolucionario, tanto da, es un caradura que, desde una incomprensible e injustificable superioridad moral cultivada mediante discursos construidos a base de consignas que están más cerca de la superstición o la fe que otra cosa, culpa a la sociedad de su propia mediocridad y falta de agallas y cuya ideología “revolucionaria” sólo esconde la ansiedad de medrar. El mito de “la Revolución” que a nadie salvo ellos interesa, es solo es una excusa, incluso inmoral, cuando los arrabales de París son hoteles de cinco estrellas comparados con las favelas de Brasil. Incluso las manifestaciones de rebeldía juvenil son tratadas como sarpullidos del sistema, repeticiones cansinas del pasado (todavía hay quien traza paralelismos entre los surrealistas y los punks) rápidamente homogeneizadas, controladas y comercializadas para unos jóvenes pudientes que, ya talluditos, recordarán desde su despacho de director de márketing aquella vez que se fumaron un porro en su juventud.
Otro rasgo transversal común a todos los personajes y que aparece muchas veces en las historias de Lauzier, es el mediocre que se ha dado cuenta de su propia condición, un hipócrita verborréico que, frustrado por su fracaso vital, es incapaz de reconocer que es infeliz por cobardía y falta de talento, por miedo a la vida. No es de extrañar que el personaje mejor parado del volumen sea un delincuente nietzscheano y lumpen, que actúa según su peculiar código moral, tomando lo que quiere sin pensar en el mañana ni en el prójimo. El resto de la masa social no aparece apenas en las historietas de Las cosas de la vida, salvo en algún caso como recurso cómico. La gente normal es una especie de ausencia, una mayoría silenciosa e ignorada, que se dedica a cumplir el contrato social y mantener el tinglado republicano en pie, ignorada por estos estas nuevas élites económicas e intelectuales de la época, corruptas e insolventes en lo moral, que se aprovechan materialmente del esfuerzo de los primeros y cuestionan un sistema que según Lauzier les mantiene como niños mimados, caprichosos y sobreprotegidos. Tampoco aparecen en las historietas de Lauzier los poderes fácticos, políticos, financieros, represivos o religiosos, en algún caso se ve cierta simpatía por el empresario “de toda la vida”, acosado por políticos, banqueros y sindicatos, como ocurre en “Una cena en la ciudad”, esa historieta que se anticipa en algunos años al clásico de Mariano Ozores, ¡Que vienen los socialistas! (en este caso de Miterrand).
Dicho esto, y disculpándome por la larguísima disgresión que se ha comido toda la reseña como me pasa siempre, las historietas de Lauzier están muy bien y son muy graciosas, quizá no de carcajada, pero sí de esa sonrisa interior, un poco amarga a veces. Me gusta mucho una técnica que emplea constantemente, la de dejar hablar a sus personajes (y hablan muchísimo), logrando que se pongan en ridículo ellos solos, y como el discurso, o mejor dicho, las consignas, ya sean de izquierdas, feministas, del departamento de márketing o del Partido Comunista Chino, se convierten en recursos cómicos involuntarios para los personajes, pero muy graciosos para el lector, simplemente por la lógica enrevesada y las contradicciones constantes que devienen en una acumulación de absurdeces interiorizada por los personajes como un acto de fe. En ese sentido es muy brillante “La Pantifla”, quizá la mejor del volumen, sobre el mundo de la publicidad, o la graciosísima (y misógina) historia ambientada en la China comunista. Lauzier se revela como un gran observador de la gente y sus cosas y un habilidoso dialoguista. Y aunque sus historias son básicamente “gente hablando”, seguir sus conversaciones no resulta en absoluto cansado o aburrido, siempre son agudas e ingeniosas, aún resultando absolutamente naturales.
Por otro lado, aunque a primera vista el dibujo de Lauzier parezca descuidado y que la narrativa se haya entregado cautiva y desarmada al diálogo y los bocadillos kilométricos, cuando te metes en harina te das cuenta de lo buen dibujante que es, aunque el propio Lauzier se minusvalorara como artista. Domina las expresiones faciales, los gestos y la figura humana con enorme soltura y eficacia, eliminando todo lo superfluo y dando la engañosa sensación de que se ha dibujado la historia en cinco minutos después de desayunar; la narración fluye de una manera envidiable y con precisión asombrosa, en las historietas de Lauzier no sobra ni falta una sola línea.
Finalmente, creo necesario señalar que quizá estas historias funcionen mejor en pequeñas dosis, historietas de diez páginas insertadas en una revista, tal como fueron publicadas en Pilote o como álbumes independientes en el formato clásico. Primero porque a Lauzier le ocurre lo que a otros artistas que mantienen una serie durante un largo período de tiempo, que algunos argumentos, personajes y situaciones acaban por resultar repetitivos. Pero, sobre todo, por su temática. Lauzier lleva uno de los aspectos más problemáticos de la sátira, el desprecio por los personajes, a sus últimas consecuencias; resulta un poco asfixiante el desfile de cretinos despreciables siendo vapuleados con crueldad. Varias veces a lo largo de la lectura de Las cosas de la vida, la exhibición de hipocresía, estupidez y cinismo me hicieron regresar al momento de la adolescencia en que me topé con aquella “Cenando fuera”, inocentemente escandalizado por lo que estaba leyendo. En cierto modo, me alivia comprobar que no he cambiado tanto.
Las cosas de la vida, de Gérard Lauzier (Tranches de vie, L´Integrale. Dargaud 2014)
Ed. Fulgencio Pimentel – Diciembre 2014.
Cartoné. 296 págs. Color, 34,20 €
Me gana que hables/hablen de la muerte del afecto que retratan los autores.
Alguien, a quien no recuerdo, creo que un entrevistado por Werner Herzog en “Lo and behold”, habla de que lo que nos puede salvar de la autodestrucción como humanidad sería una nueva religión que “nos re-humanizara”. Le creo.
Pero en el fondo, creo más aún, que el gran problema del SXX y este XXI que recién empieza es efectivamente la muerte del afecto.
Las ideologías totalitarias primero y el consumo después, lo están matando.
Seguro que algún otro culpable que se me pasa hay también.
Excelente reseña.