Capturar el espíritu de un tiempo y un lugar de la historia de EE.UU.; reflejar el modo de vida de unos personajes, vehículo de las ideas de ese momento concreto; condensar las transformaciones que se produjeron y cómo catalizaron la sociedad hacia una nueva etapa;… Escribir la gran novela americana. Una de esas etiquetas a las que se acude para describir cualquier historia en dos patadas y, para qué negarlo, uno de los propósitos de Jonathan Lethem en La fortaleza de la soledad. Evocar el Brooklyn de los setenta, un hervidero de minorías mayoritarias en plena vorágine del cambio sociocultural. La época en la cuál la heroína y la cocaína tomaron las calles de la ciudad y el soul y el rhythm & blues dieron paso a la música disco y el funk. En la primera mitad de La fortaleza de la soledad suena, se huele, se siente ése Brooklyn antes de que fuera sepultado por las toneladas de dólares y gente “de bien” tras su gentrificación. Particularmente en una serie de fragmentos en presente donde el lenguaje utilizado por Jonathan Lethem, expresivo, colorista, atrapa un microcosmos tan expresivo como auténtico.
No obstante, por encima de este nivel de lectura se alza el relato de crecimiento personal de Dylan Ebdus. El chaval mediante el cuál Lethem observa todo lo anterior y cuya vida queda moldeada por las calles de Brooklyn y acontecimientos como la huída de su madre, Rachel, cuando apenas era un niño; una ausencia convertida en presencia a través de unas postales sin sentido que recibe por correo. Ahí queda cristalizada la relación con su padre, Abraham, un pintor al que la necesidad de sacar adelante a su hijo le fuerza a buscar el sustento como ilustrador de cubiertas de libros de ciencia ficción; un sacrificio que no le lleva a abandonar la creación de una película que colorea manualmente fotograma a fotograma. Día tras día, mes tras mes, año tras año.
También es necesario resaltar al segundo protagonista de La fortaleza de la soledad: Mingus Rude. El mejor amigo de Dylan, hijo de un cantante de fugaz éxito en el panorama del R&B. Dylan y Mingus comparten gustos aunque de puertas hacia fuera conserven su vínculo con discreción, sobre todo el segundo; un chico blanco y otro negro en el Brooklyn de los 70 tienen unas apariencias que proteger. Se reúnen para leer sus tebeos de Los 4 Fantásticos, marcan su territorio con los mismos graffitis, escuchan la música del momento… pero llevan vidas separadas en la escuela. Dylan se siente atraído por Mingus como un planeta errante que se acerca a una estrella fuente de luz y calor, atesora los momentos de esplendor durante sus encuentros, y se distancian de manera irreversible hasta la siguiente ocasión. Sin embargo a medida que pasan los años su relación se modifica y alcanza nuevos equilibrios, en especial cuando encuentran un anillo que dota de poderes a quien lo usa.
Ninguna de estas claves es tan importante como una idea que impregna mi lectura: el cambio. De hecho, cuando la novela parecía haber encontrado un curso estable y nos había guiado hasta los primeros pasos de Dylan en el mundo universitario, y su ruptura definitiva con su infancia a través de una escena sobrecogedora, Lethem da un salto de dos décadas y nos sitúa ante un Dylan ya maduro en la otra costa del país bajo los efectos de una serie de fantasmas que remiten a su etapa en Brooklyn. Su preferencia por las mujeres afroamericanas; su obsesión por la música negra de los años 60 y 70; la distante relación con su padre; el desaparecido vínculo con Mingus… Aunque recuerda su pasado como si fuera tierra quemada, todo él es una consecuencia de su niñez, algo que en parte terminará asumiendo en un genial capítulo donde se rinde homenaje a Abraham Ebdus en una convención de aficionados a la ciencia ficción.
Además, en el paso a este segundo acto, Lethem altera la estructura narrativa y da la voz a Dylan, que pasa a relatar en primera persona sus vivencias, recuerdos y sentimientos. Este es quizás el único pero que tengo. Aunque con el nuevo enfoque es más fácil profundizar en él, el narrador omnisciente también permitía penetrar en Dylan, con una introspección menos directa pero más sugerente, guardando un mayor equilibrio entre mundo exterior y mundo interior.
La novela continúa su devenir sereno hacia su desenlace donde cobra de nuevo relevancia el anillo; el único vínculo que Dylan mantenía con su infancia, la herramienta que permite su reencuentro con Mingus y, según su narrador, el elemento fantástico de la historia. Esta circunstancia, generalmente en segundo plano cuando se describe La fortaleza de la soledad, dio pie a una aguda reflexión de Ismael Martínez Biurrun publicada en el número 7 de la Revista Hélice y cuya lectura recomiendo. Lethem pertenece a una generación para la cual las fronteras entre géneros son flexibles y, por tanto, no tiene inconveniente en hacer uso de cualquier elemento para potenciar sus historias sin preocuparse de si sigue o no unas convenciones comúnmente establecidas en narraciones que no tienen nada que ver con el efecto que él busca en la suya.
En un texto reciente publicado en la revista L y más, Javier Cercas decía que la literatura es un intento imposible de cartografiar por completo la geografía de lo humano. Una encarnizada tentativa de entenderlo, desde lo más noble hasta lo más abyecto. No se me ocurre mejor definición para lo que Lethem logra en La fortaleza de la soledad: un mapa de una serie de personajes y la época que vivieron abordado desde una óptica vívida. Un libro rico y hermoso sobre el cambio y la madurez que nos pone en contacto con una serie de verdades a las que quizá seamos más sensibles con el paso de los años.
La fortaleza de la soledad (Mondadori, col. Literatura Mondadori nº244, 2004)
Fortress of Solitude (2003)
Traducción: Cruz Rodríguez
Rústica. 528pp.