Jitanjáfora, de Sergio Parra

Jitanjáfora

Jitanjáfora

En estos tiempos de publicación masiva las novelas, si desean mantenerse fieles al espíritu de este término, tienen que aportar alguna novedad –conceptual, formal, retórica, tonal,… – que justifique su toma consideración. Ante esta premisa, no me cabe la menor duda que Sergio Parra ha conseguido con Jitanjáfora algo al alcance de muy pocos: convertir su lectura en una experiencia fresca y estimulante; un genuino punto de ruptura con el discurso dominante en el fantástico español, por no decir europeo o estadounidense, que la aleja de sus corrientes principales para abrir su propio camino. La cuestión a dilucidar es si las licencias que se toma a lo largo y ancho de sus 260 páginas, a veces de forma justificada para favorecer la coherencia interna de la obra, otras me temo que no tanto, son o no razonables y recomiendan su lectura. Vayamos a ello.

Jitanjáfora arranca al más puro estilo el héroe de las mil caras: un perdedor, Conrado Marchale, toxicómano al borde del arroyo sin excesivas esperanzas de rehabilitación, accede a responder, por una módica cantidad de dinero, un cuestionario que le propone  una carta sorprendente. Las preguntas, un presunto sondeo de mercado, resultan tan extravagantes como ¿Qué edad cree tener?, ¿Quién de estos personajes históricos cree que fue una persona inteligente? o ¿Cuál ha sido, a su parecer, la experiencia más traumática que ha padecido en su vida? Y no lo hace nada mal pues casi al instante le ofrecen participar durante un mes en una prueba a realizar en una granja en el campo y que se convierte en un punto de inflexión: pasar dos meses y medio conviviendo con los diferentes animales de corral, metido en sus mismos habitáculos, compartiendo su comida, manteniendo su misma higiene,… alteran la vida de cualquiera. Todo forma parte de un proceso de desprogramación controlado por una sociedad secreta de magos que pretende modificar su percepción de la realidad y explotar sus cualidades singulares.

El grueso de Jitanjáfora transcurre entre las cuatro paredes de la Escuela Mágica de Salzburgo, centro en el que Marchale asiste a clases tan variopintas como Cinesología, Mnemología positiva y negativa, Dialéctica y Control de Hilos o Pócimas. Una serie de disciplinas que, junto a la manera de enfocar la magia que ha ideado Parra, se convierten en el motor de la novela. Un periplo educativo inspirado en los primeros días de cada curso de Harry Potter en Hogwarts en el que limita bastante la interacción con el resto de los alumnos o los profesores y relata la introducción de cada una de las materias y su relación con el nexo que supone esa nueva visión del mundo: la temperación.

La temperación es un método para desentrañar la realidad y progresar no sólo en su conocimiento sino también en su perfecto dominio; una manera de proceder ante las personas, de valorar sus acciones, de definir un patrón de comportamiento,… fundamentado en una profunda deshumanización en la que el individuo tiene que dejar a un lado sus sentimientos y emociones, tal y como los vivía previamente, para que su intelecto le gobierne por completo. Una capacidad de control y manipulación del entorno en el que se debe analizar cualquier situación desde múltiples puntos de vista para progresar y acercarse a un nuevo grado de humanidad que poco tiene que ver con lo que nosotros entendemos.

El concepto se despliega a través de los diferentes profesores que moldean a Marchale o los compañeros que lo rodean y se encuentra indisolublemente unido al estilo narrativo con el que Parra desarrolla sus progresos. El protagonista da vueltas y vueltas a cada situación, analizando si ha actuado correctamente, si las actitudes de sus compañeros y profesores son por tal o cuál motivo,… generando un funcionamiento –y movimiento– en espiral que se convierte en una de las claves del libro junto a una prosa, a ratos torrencial, a ratos alambicada, un tanto descuidada –¡esos comentarios entre paréntesis! – pero plena de energía.

Lo más vibrante está, sin duda, en la aportación que Jitanjáfora supone a la fantasía que tiene su caballo de batalla en el aprendizaje del poder. Frente a una imaginación puesta al servicio de la ensoñación, la creación de un nuevo mundo o el choque entre el nuestro y lo maravilloso, contrapone una interpretación hiperreal en la que lo sobrenatural no tiene razón de ser y lo fantástico emana de la aplicación absolutamente racional de la imaginación. Hecho que alcanza su punto culminante en el torneo Mencorp, el típico enfrentamiento entre aspirantes a mago –verbigracia Quidditch– convertido en una vibrante pelea a «muerte» en un entorno demencial que lejos de ser un divertimento ajeno al argumento de la narración se convierte en la puesta en práctica de su tesis, el aldabonazo casi definitivo que se ve consumado con la revelación de las últimas páginas.

Sergio Parra

Sergio Parra

Ahora bien, no es menos cierto que ante esta propuesta aconvencional, llena arrojo e intensidad, hay tres detalles que me han impedido disfrutar del todo de la propuesta y que, según se posicione uno como lector, puede desencadenar en el total gatillazo. Primero, en sus 260 páginas apenas pasa nada. Desde que Marchale llega a la Escuela, página 50, hasta que comienza el torneo Mencorp, página 215, salvo un breve interludio, asistimos a una clase sobre la temperación y su aplicación. Apenas hay más peripecia que desplegar uno tras otros los saberes en los que se basa, y eso en una narración no me parece demasiado acertado.

Segundo, salvo el caso de Marchale, y éste con limitaciones, los personajes no muestran una personalidad relevante –al menos yo he sido incapaz de disfrutarla–. Quizás porque el autor ha puesto toda la carne en el asador a la hora de describir las enseñanzas y los escasos conflictos que podrían sacar a la luz sus sentimientos, pasiones, matices, aparte de estar estereotipados –el amigo sabiondo, el inalcanzable objetivo amoroso, el guía–, pierden relevancia. También porque, a la postre, los personajes viven un progreso en el que la emoción queda supeditada y no hay ningún campo de trabajo sobre el cual crear los conflictos que van a definirlos o hacerlos evolucionar.

Y tercero, Jitanjáfora carece de la continuidad que hubiese sido deseable. Cogiendo una de sus partes, el divertidísimo y metafórico torneo Mencorp, cuando más interesante se presentaba y después de haber asistido a la primera jugada de Marchale en la que se disfruta mucho de la acción, se pone la directa y en dos plumazos –literalmente–, se cierra el torneo comentando quién ganó y cómo lo hizo para encadenar, sin solución de continuidad, con un final por un lado sobresaliente –a través de su propuesta hiperreal se llega a una lucha entre el bien y el mal coherente con el resto de la historia– pero que queda aislada. Una sensación de escasa conexión presente en otros puntos, como los textos fuera de la continuidad de la historia que nos alejan de la historia de Marchale para acercarnos a algo que no le terminé de ver ningún sentido.

Y ahora llega el momento en el que se suele emitir ese juicio taxativo sobre si el libro es bueno o malo, si merece la pena comprarlo, pedirlo prestado o pasar a otro. Va a parecer que no quiero mojarme, pero todo depende de las afinidades que manifieste cada uno. Para aquéllos que busquen aire fresco en fantasía, que deseen acercarse a la magia, el poder, la búsqueda del conocimiento y la ambición bajo una nueva óptica, éste es su libro. Un derroche de imaginación y análisis coherente al que se le pueden perdonar los excesos. Sin embargo si gustan las narraciones más comedidas y homogéneas que además de presentar un tema cuenten una historia, ponga en acción personajes que interaccionen entre sí y evolucionen, y forme un todo conexo mejor pasen a otro libro porque no van a encontrar el tan anhelado equilibrio.

Por último, sobre la edición de AJEC comentar que sería recomendable que, aparte de ajustarse a las convenciones de maquetación –ese sangrado de las primeras líneas de cada sección, los guiones separados de la palabra que viene a continuación–, revisasen el  programa con el que lo hacen la maquetación que, por ejemplo, deja ligeramente desalineados los guiones que preceden a los diálogos. Eso por no hablar de la chapuza cometida en la imprenta que ha transformado todas las comillas bajas en dos símbolos mayores que (>).

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