Una memoria llamada imperio, de Arkady Martine

Una memoria llamada imperioYes, But. Seguro que os habéis encontrado por Internet con alguna de las viñetas que Anton Gudim publica bajo ese título. Nos muestra, por ejemplo, una bolsa de la compra hecha de tela (yes) y a continuación esa misma bolsa repleta de productos envueltos en plástico (but), o nos enseña un flamante gimnasio para gatos (yes) y luego vemos al minino jugando con la caja en la que venía el juguete (but). Me temo que Una memoria llamada imperio, la novela debut de la estadounidense Arkady Martine, es un poco así, como una viñeta de Gudim.

Yes: Nada más arrancar, la historia nos transporta a Teixcalaán, un imperio galáctico que abarca un centenar de sistemas solares, para presentarnos a Mahit Dzmare, habitante de la pequeña estación independiente de Lsel (un toroide de treinta kilómetros de diámetro «suspendido en el punto de equilibrio entre un sol próximo y el planeta útil más cercano»). Mahit viaja rumbo a la capital del imperio para ocupar el cargo de embajadora. Es joven e inexperta y sabe que, a pesar de su exhaustiva preparación académica, no le será fácil desenvolverse en la rígida sociedad teixcalaanlí, donde la poesía no solo es un arte, sino una forma habitual de comunicación. Pero cuenta con un arma secreta: tiene parte de las memorias de su antecesor almacenadas en un implante neuronal —todavía no se ha acostumbrado del todo a esa voz socarrona que de vez en cuando irrumpe en su cabeza—, lo que sin duda la ayudará a moverse en la maraña de engaños e intereses cruzados en la que está a punto de zambullirse…

But: …y de repente, allá por la página sesenta y tantos, Mahit y dos altos dignatarios a los que acaba de conocer se ponen a jugar al «pacto de la verdad», que consiste en que cada uno confiesa a los demás un secreto que todos se comprometen a guardar. La perplejidad hace que deje de frotarme las manos de inmediato. Si hacía un momento me estaba adentrando en lo que pensaba era una sofisticada intriga política, ¿por qué estoy leyendo ahora una escena que parece sacada de alguna de las sagas de internados de Enid Blyton?

Es el primer traspié, pero no el último. A lo largo de la novela se irán sucediendo situaciones así, inverosímiles, y cada una de ellas me expulsará momentáneamente, a patadas, de la historia. Tomemos por ejemplo (ligeros spoilers a continuación) esa escena en la que unos fugitivos logran escabullirse —en una ciudad donde el transporte público y la policía están controlados por una inteligencia artificial— porque los agentes que los perseguían no habían comprado un billete de metro. O cuando, en medio de una sangrienta revuelta, unos detenidos son abandonados, sin vigilancia alguna, en una habitación cuya puerta no está cerrada con llave y, además, se les permite que conserven sus ganchonubes, lo que viene a ser algo así como si hoy en día te secuestran y no te quitan el móvil.

Estos arrebatos de ingenuidad que resquebrajan la credibilidad de la historia son el principal problema de un libro que, sin embargo, es bastante disfrutable. Publicado en España por Nocturna, Una memoria llamada imperio ha desembarcado en olor de multitudes, envuelto en comparaciones estratosféricas (tiene a Dune, la Fundación y La llegada, ni más ni menos, mencionadas en la contraportada) y con un premio Hugo (el de 2020) bajo el brazo. Es difícil mantenerse a la altura de las expectativas cuando están tan altas como aquí, y probablemente estas hayan influido en mi relativa decepción. Relativa porque, a pesar de lo mencionado, la novela tiene cosas que molan (que molan mucho, incluso). Entre sus virtudes destaca el estilo de Arkady Martine: una pluma más que solvente, sofisticada pero ligera y fluida, con un punto lírico que la hace muy apropiada para la descripción de una sociedad como la teixcaalanlí, obsesionada con la poesía. También me ha gustado mucho la ambientación, los pequeños detalles con los que Martine apuntala la exótica sociedad —tan refinada, aunque prejuiciosa y chovinista— del mundo que ha concebido.

Arkady MartineMenos convincentes me resultan las intrigas palaciegas y la subtrama policiaca, que encuentro poco ambiciosas y no del todo bien rematadas. El escaso desarrollo de ciertos asuntos que la novela parecía prometer (reflexiones sobre el colonialismo, el lenguaje o la identidad) contribuye también a la sensación final de cierto desencanto.

Mahit es un personaje atractivo, lleno de contradicciones y conflictos. Por un lado, está enamorada de la civilización teixcalaailin, cuyo idioma y costumbres lleva estudiando toda la vida; por otro, su misión es, precisamente, evitar que el imperio al que admira acabe anexionándose su hogar. Está completamente sola en una sociedad de la que ansía formar parte, pero en la que sabe que la miran por encima del hombro. Son muy convincentes los pequeños choques culturales, su extrañeza ante ciertas costumbres, los ocasionales malentendidos derivados de las sutilezas del idioma teixcalaanlí. Su asombro ante la mera experiencia de estar en un planeta (ella, como estacionera, se siente más cómoda en espacios cerrados, y encontrarse a cielo abierto basta para causarle intranquilidad) contribuye a transmitir la sensación de que no pertenece a ese lugar. Pero —siempre, ay, parece haber uno— el personaje naufraga, a mi entender, en su dimensión profesional. ¿Una embajadora que desconoce cosas tan básicas como quiénes son los herederos del emperador? (Se lo explicará pacientemente, para beneficio del lector, un amable personaje con el que se cruza en un momento dado). ¿Una diplomática a la que le tienen que traducir el significado de los poemas con carga política? Me rechinan semejantes lagunas, y me rechina aún más que, teniéndolas, su estrategia principal consista precisamente en hacerse la tonta, escenificando errores que se sumarán a los que —cabe suponer, visto lo visto— habrá ido cometiendo sin siquiera darse cuenta.

El imago (la tecnología de Lsel que permite insertar en una persona los recuerdos y conocimientos de otra) y el teixcalaanlí (el idioma del imperio, en el que la poesía, como ya he mencionado, cumple un papel esencial) son dos de los conceptos más interesantes que plantea la novela. Pero, fascinantes como son, y a pesar de que ambos aportan sabor y textura, ninguno de los dos llega a brillar. El imago recuerda en principio, al menos desde el punto de vista tecnológico, a los «Aspectos» descritos en la saga del Centro Galáctico, aunque más adelante se intuye que su funcionamiento podría parecerse más al de los trills de Star Trek, simbiontes que van pasando de un anfitrión a otro, almacenando las memorias de todos ellos y, en la práctica, dando lugar a un nuevo individuo cada vez que se produce un trasplante, dado que las personalidades de simbionte y anfitrión se funden por completo. Tal vez Martine explore más en profundidad las implicaciones psicológicas y filosóficas de los imagos en el segundo libro de la saga (A Desolation Called Peace, aún no publicado en España). En este primer volumen no pasa de ser un concepto interesantísimo del que apenas llega a rascarse la superficie, poco más que un macguffin.

Algo parecido pasa con el teixcalaanlí: la fascinación de Mahit con el idioma del imperio, las puntuales confusiones lingüísticas, funcionan bien para dar trasfondo y apuntalar su estatus de forastera, «bárbara» en un lugar en el que nunca podrá encajar del todo. Ahora bien: el lenguaje no es aquí novum, sino ambientación. Lo que no es malo en absoluto, a menos que cierta afirmación hiperbólica de la contraportada —«una impresionante epopeya […] sobre la forma en que las diferentes lenguas moldean el pensamiento (al más puro estilo de La llegada)»— haga que empieces a leer con el listón a la altura del monte Everest. Malentendidos similares a los que se describen entre Mahit y su enlace cultural, e incluso bastante más marcianos, están a la orden del día en cualquier lugar donde haya gente de procedencias diversas tratando de comunicarse como buenamente pueden. Esto no es ni Empotrados ni Babel-17 ni La historia de tu vida ni Darmok.

Pero se extienden mucho las objeciones, a la hora de valorar un libro, cuando les dedicas el espacio necesario para razonarlas, y yo no quiero que las mías eclipsen los logros de la novela. Una memoria llamada imperio se lee muy bien. Tiene destellos de brillantez, un estilo magnífico y una ambientación muy lograda. Las altas expectativas, a veces, son un veneno.

Una memoria llamada imperio, de Arkady Martine (Nocturna Ediciones, col. Noches Negras nº30, 2024)
A Memory Called Empire (2019)
Trad. Ismael Attrache Sánchez
480 pp. Rústica. 21,95€
Ficha en la Tercera Fundación

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