No diría que es leer, lo que hacemos con La señora Potter no es exactamente Santa Claus. Al abrir la novela de Laura Fernández lo que hacemos es adentrarnos en ella, caminar por ella. Vagar por sus páginas de la mano de una prosa que te dirige (como veremos más tarde), en un deambular acompasado. La historia no es una línea recta, tampoco; es una serie de aspersores entrecruzados (vamos a decirlo así, por qué no), y es tan invernal y está tan bien tejido y conseguido el ambiente –la sensación de invierno, quiero decir, por la que casi recomendaría el libro como gran lectura de verano– que verdaderamente te separa del entorno en el que estés, arropándote con las descripciones de ese pueblo con el raro pero inolvidable nombre de Kimberly Clark Weymouth.
Ya de entrada, en los primeros pasos que damos, vemos varias cosas. Lo primero, el paisaje nevado no es sólo una constante: es el elemento definitorio de las vidas de la gente. Me recordó un poco a la Narnia de C. S Lewis (en el único sentido de lugar nevado, hostil y sin encanto), donde la nieve no es una manta silenciosa sino una fatalidad. La topografía es como la de una novela de fantasía sin fantasía: una superficie inventada donde ocurren hechos reales, afantásticos, pero donde todo tiene el inconfundible aroma de lo fantástico, acentuado, como veremos, por el tono y el lenguaje.
La novela dentro de la novela (“La señora Potter no es exactamente Santa Claus”), es una operación parecida a la que vemos en tantos otros libros pero de entre todos los ejemplos no me resisto a citar el caso de La broma infinita como referente o modelo principal por ese magnífico ‘Frigoríficos Don Gately’ que aparece en la novela como homenaje directo, indisimulado. Todos, en la novela, han leído la novela, y el fenómeno lector ha sido tan extremo que hasta hay una tienda de souvenirs que vende merchandising del libro, con éxito. También hay una serie de detectives con fanáticos y fanáticas que son legión. También se entrecruza la historia de Stumpy, el agente inmobiliario recién llegado al pueblo, con periodistas, el cotilleo extendido de todo un pueblo, la hija del escritor de novelas que se basa o no en la serie, y la ausencia, siempre tan llamativa, de la autora de La señora Potter.
El tratamiento de ‘lo adulto’, o de los temas asociados a lo adulto, es el que haría un crío. El tono ingenuo, infantilizado, del libro, casa con el hecho de que La señora Potter sea una popularísima novela infantil (la que está dentro de la novela) y con ese propósito de hacer del lenguaje, en la novela que leemos, la que está en nuestras manos, la creación más exuberante. Las páginas son un paisaje lleno de palabras entre paréntesis o en cursiva que subrayan ese tono ingenuo o naíf, igual que las mayúsculas exageradoras que contribuyen a crear esa imagen excéntrica, tan afín al mundo descrito. El lenguaje es un envoltorio que te puede gustar o no. A mí me gusta, y, sobre todo, me parece importante y pertinente hacerlo así, pero no siempre encuentro mi lugar en ese espacio. Me refiero a que la cursiva y la mayúscula o el detalle parentético, si están tan presentes en la página, pierden, a veces, la fuerza de su intención. Expresiones o palabras puestas en cursiva para subrayar el carácter exagerado de algunas reacciones, o el uso irónico de algunas palabras grandes que se supone que se usan en determinados contextos, o el tono un poco de dibujo animado que tiene la historia, pueden a veces cansar. A mí me ha pasado.
Esa superficie de tópicos lo cubre todo; también las expresiones que usan algunos personajes –como exclamar ¡por Neptuno!, usar ‘condenadamente’, o los ‘precisos instantes’ en que parece ser que ocurren las cosas más decisivas– están cumpliendo con su papel en el lienzo encantado, moderadamente fantástico, del mundo de la novela. La creatura principal es, como digo, ese mundo, la excentricidad en sí de todo, y para eso se requiere un lenguaje acorde, codificado e identificable pero consciente de sus incursiones en el baúl-de-los-recuerdos del lugar común.
A veces el libro parece traducido, tan consistente es su estilo. (El lenguaje de lo pulp, reivindicado por Laura Fernández: ese era un título posible para este texto). Y esto puede que suene raro, pero tiene una singularidad parecida a la de ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!, de Isaac Rosa. Suena paradójico porque si algo es singular, ¿cómo se va a parecer a algo?, y eso lo entiendo, pero singulares son los dos a su manera, comparten la cualidad de lo raro, de lo excéntrico, se parecen por lo que tienen de atrevidos, y son, cada uno a su manera, arriesgados. El libro de Rosa cogía un libro anterior (del propio Rosa) –La malamemoria– y lo comentaba. En la nueva novela, la del título entre exclamaciones, había un segundo narrador que interrumpía el avance de la novela anterior, criticando las decisiones, objetando la sintaxis y el léxico; era un juego metaliterario, (auto)crítico, de primer orden (aunque el mecanismo se había visto ya en la Autobiografía del general Franco, de Vázquez Montalbán, libro que se menciona ahora no recuerdo si en la nota final o en la de apertura).
¿Y dices que esto se parece a la novela de Fernández? Sí, en el sentido de la singularidad: su novela es igualmente única, comparte eso, su carácter de cosa rara, pero en el sentido del tono que emplea, del mundo que construye, y sobre todo de esa textura del estilo que ya he comentado. No todo el mundo entrará en la propuesta igual que no todo el mundo iba a entrar en la propuesta de Rosa, a descubrir que la segunda novela –esta otra maldita novela– era en realidad un comentario lúcido a otra anterior, francamente floja. Hay que estar muy seguro de uno o una misma para pensar esa idea, y escribirla. Contra toda posible objeción. Y sin embargo La señora Potter sigue a lo largo de sus seiscientas páginas con ese tono porque casa con el mundo pensado: uno en el que pasan cosas que requiere que se digan así. Laura Fernández ha creado un estilo para su mundo, un lenguaje para su realidad.
El fraseo es todo un mundo. Hay mucha cláusula y tiende a la prolijidad, y cada cláusula es como un paso dentro de la frase, como si caminases por mundos desconocidos. Así te da la sensación de meandro, de avance, de densidad, como el paisaje nevado y gris de la propia Kimberly Clark Weymouth. Frase a frase se va haciendo más densa esa sensación. Y el worldbuilding –o, por decirlo en castellano, la mundografía– es tan buena que echas de menos el libro cuando te alejas. No sólo la nieve y la ventisca, que también, sino la gente y cómo se relacionan entre ellos, con las particularidades que les otorga su mundo fantástico.
Los referentes, o los antecedentes, del tono del libro me hacen pensar en Wes Anderson o en cierto Tim Burton, o en Gremlins, también, por qué no, con esas deformaciones o excentricidades que se dan en estas obras y que se aceptan en los márgenes de la industria (aunque quizá dentro de la industria). De manera lateral, por así decir, al cauce mayoritario, pero todavía dentro de la industria. El engranaje narrativo –la venta de la tienda de souvenirs de merchandising de La señora Potter, reclamo turístico dominante en Kimberly– a una pareja de escritores de terror que la quiere encantada, habitada por un clásico fantasma, se entiende que translúcido, tarda en ponerse en marcha. Pero esto no es un demérito ni una objeción: creo que es así, o creo que funciona, porque el libro se toma su tiempo en crear la atmósfera, el tono colectivo como de agradable delirio que reina en el pueblo.
Esos primeros compases de la historia nos envuelven en un mundo que a ratos parece encantador, a ratos desolador. Y esos tópicos le dan una textura de rareza que es parte de la gracia de la novela. Creo que todos entendemos el gesto y la intención pero entendería que alguien no entrara en la propuesta. Yo he ido entrando y saliendo a lo largo de las páginas, algo que también puede pasar, claro.
La señora Potter no es exactamente Santa Claus (Literatura Random House, 2021)
Rústica. 608 pp. 23.90 €
Ficha en la Tercera Fundación