Para la ciencia ficción española, los años 50 suelen caracterizarse por la aparición de Luchadores del espacio, la colección de la Editorial Valenciana en la cual George H. White comenzó a publicar la Saga de los Aznar. Sin embargo, durante esa década también aparecieron dos novelas generalmente menos recordadas: La Bomba increíble, de Pedro Salinas, y La Nave, de Tomás Salvador. Sobre todo porque su influencia cabe calificarse de marginal. Para el Clásico o polvoriento del año pasado me leí la primera y este 2024 he hecho lo mismo con la segunda. Un suculento ejercicio de arqueología acrecentado con la edición de Reno que conseguí en su momento. Menos agradable que la última reedición por parte de Berenice en 2005 pero con ese punto retro que da la necesidad de tener cuidado para que no se te desmonte entre las manos el volumen y el papel oscurecido por el paso del tiempo; para que después me den la turra con el encanto del papel, como si la mayoría de ediciones en este soporte estuvieran pensadas para sobrevivir en el tiempo como si hubieran sido publicados por Gigamesh.
Mientras que la novela de Pedro Salinas tiene su origen en la invención de la bomba atómica y el pánico a un apocalipsis planetario, Tomás Salvador se sirve de otra idea fundamental en la ciencia ficción: la nave generacional, base de dos obras impresionantes aparecidas poco antes: Aniara, de Harry Martinson, publicada entre 1953 y 1956, y La nave estelar, de Brian Aldiss (1958). Aunque otros escritores habían cultivado antes el concepto, fue “Universo”, de Robert A. Heinlein, la historia que en 1941 marcó el devenir del concepto: por la popularidad de su autor pero, sobre todo, por cómo se acercó a la historia del viaje de cientos de años dentro de un vehículo donde la sociedad ha perdido la noción de su origen y ha involucionado a un estado pretecnológico. Una circunstancia esencial en las novelas de Aldiss y Salvador.
En su escritura, el autor de Los atracadores, El atentado y las historias de Marsuf prescinde del vuelo imaginativo de Aldiss, en aquella época en plena eclosión gracias a peripecias coloristas y vibrantes como Invernáculo, Los oscuros años luz o la propia La nave estelar. En contraposición, el escenario de La Nave resulta un entorno más gris, sin exotismos, muy apegado a la decadencia de la humanidad que se viera en La máquina del tiempo de Wells, con nuestros descendientes escindidos en dos castas en conflicto: los kros, que mantienen con dificultades la tecnología original y detentan un cierto poder, y los wit, que viven en los niveles inferiores, parte de los cuales mantienen con su trabajo el funcionamiento de la nave.
En sus primeros capítulos, Salvador cuenta la historia a través del diario de Shim, responsable de glosar la vida de la vigésimo tercera generación tras la partida de la Tierra. Sus primeros capítulos cuentan la ruptura del equilibrio entre kros y wit a medida que Mei-Lum-Faro, el señor de los kros, impone castigos a quienes desean reparar la brecha entre ambos pueblos. Además, Shim especula sobre la naturaleza del poder del tirano, la represión de cualquier disidencia o sobre el origen de la nave. Una cornucopia que satisface todas las necesidades de sus habitantes, pero en un estado de decadencia que se asocia al de los seres humanos en su interior.
El trabajo de Salvador me parece brillante en estas páginas a la hora de imbuirse en la curiosidad de Shim y hacernos partícipes de sus preocupaciones, encadenando su labor de cronista objetivo a la de testigo subjetivo. Y al enhebrar los artificios propios de la ciencia ficción, como idear los conceptos que permiten contar un mundo donde el paso del tiempo o la necesidad de reciclar materiales forman parte del día a día y no se pueden contar desde el mismo bagaje que tendría uno de los tripulantes de la primera generación. Así, por ejemplo, su relato de cómo la menstruación sirve de mecanismo para marcar un paso del tiempo desde un período más breve que las generaciones es convincente. También se las tiene que ver con otros aspectos menos logrados, como el descubrimiento y posterior relato de los acontecimientos que les llevaron hasta este estado, muy abruptos, sin la progresión observada en los capítulos anteriores, pero eso también ayuda a hacer avanzar la novela al siguiente estadio.
El segundo acto despliega a través de un narrador omnisciente el misterio de la vida entre unos wit cuya separación en clanes asienta la hegemonía de los kros y dificulta su posibilidad de ejercer de contrapeso eficaz. Al tomar distancia de la visión subjetiva de Shim, La Nave entra en el segmento más plomizo. Salvador desplaza a Shim entre las diferentes familias wit en un pasar de páginas cuya finalidad es comunicar aquello que puede sanar la sociedad: recuperar la memoria de la tecnología que permite llevar la luz donde se ha perdido. Un Renacimiento construido sobre la ruptura con las estructuras surgidas durante la Edad Media y unas supersticiones ajenas a la razón. Shim va como una pelota de una familia a otra en una narración muy modus vivendi que aqueja una imaginación que apenas alza el vuelo en un par de momentos. Particularmente cuando visita a la familia Kalr; la casta guerrera, durante la cual Salvador idea un canto épico de una de sus incursiones entre los kros. Un fragmento brillante que ayuda a mantener el interés durante una sección un tanto falta de tono.
Ese cantar de gesta, tan propio de nuestra literatura medieval y apropiado para esa parte de la novela, regresa en el último acto. Es la forma que utiliza Salvador para cerrar el argumento a través del relato de un nuevo personaje, Natto; el juglar que contará el ascenso de Shim como navarca y su misión de recomponer el tejido de la nave. En su excelente crítica al texto, Mikel Peregrina justifica que es el fragmento más pobre de la novela hasta el punto de restar “valor literario a una idea que originariamente resulta sensacional.” Estando de acuerdo con él, y apreciando que no siento la misma dedicación que en el poema de Kalr al que hacía mención, he disfrutado al ver a Shim desde una figura externa con su propia personalidad, y una mitificación no exenta de una cierta distancia de los hechos.
En toda la secuencia, Salvador demuestra conocer los resortes históricos, sociales y políticos para escribir sobre la España de la dictadura mediante un artefacto de ciencia ficción que permite hablar de ellos desde unos códigos de género que (supongo) le permitieron volar bajo el radar de la censura. Porque ahí están el control de la historia por el tirano, la violencia sistémica desde el gobierno a la disidencia o la autarquía gestionada por una oligarquía. Para coser de nuevo la sociedad, se propone una solución un tanto ingenua que no prescinde de algo que hoy parece haber caído en desgracia para una parte de nuestra sociedad: la memoria.
Aceptando sus problemas, con un poco de paciencia, se le puede poner a La Nave la etiqueta de clásico por encima de la de viejo/polvoriento. A ver si alguna editorial la recupera (¿Do you copy, Letras populares de Cátedra?). Por todo lo contado y porque es interesante su diálogo con otra obra de postguerra de nuestra cf como La Bomba increíble y su propuesta de sanar las profundas heridas dejadas por el triunfo del fascismo; y su conversación con las historias de naves generacionales mencionadas o relatos de renacimiento tras el holocausto como Cántico por Leibowitz, aportando un materialismo sin concesiones.
La Nave (Plaza y Janés, col. Reno nº426, 1973)
La Bomba increíble (1959)
Bolsillo. 254pp.
Ficha en la web de la Tercera Fundación