En la introducción de Storming the Reality Studio: A Casebook of Cyberpunk and Postmodern Science Fiction, libro que reúne una magnífica selección de textos y artículos sobre la corriente, Larry McCaffery define el ciberpunk como “la respuesta del arte al entorno tecnológico que está produciendo la cultura posmoderna en general”. Buscar el campo de influencia externo del que se alimentó el movimiento invita a detenerse en figuras clave de la posmodernidad y la contracultura, los dos grandes elementos ajenos a la naturaleza de ficción del nuevo subgénero, fundamentales en la confección de su espíritu ideológico y motivo por el cual el ciberpunk logró trascender las fronteras de la ciencia ficción. No es extraño que el movimiento y su narrativa sintonizaran perfectamente con el espíritu de la época, que tuvieran eco en el trasfondo cultural de entonces, pues de él habían extraído su razón de ser.
Ya vimos que la literatura ciberpunk es narrada en numerosas ocasiones en clave de novela negra, y que de ella parte la configuración y manera de ser de muchos de sus personajes y entornos urbanos, como el Case del Ensanche en Neuromante o el Marîd Audran del Budayen en Cuando falla la gravedad, pero lo cierto es que el origen de esas actitudes y desarrollos es dual. Esas interpretaciones sintonizan también con la naturaleza de los individuos y arquitecturas de la posmodernidad. Los protagonistas ciberpunk son individualistas, carecen de preocupaciones sociales y se ven empujados por fuerzas externas, arrastrados por la marea de los acontecimientos e impelidos a escudarse en la ética del superviviente. Son personajes desencantados que pugnan por sobrevivir en remedos futuristas de las viejas junglas de asfalto. En ocasiones repletas de enormes edificios antiguos, a veces situadas en entornos urbanos exóticos, como ciudades orbitales o de ambientación no occidental, abigarrados, repletos o vacíos, pero siempre generosos al mostrar una tecnología deshumanizadora al servicio de la decadencia social.
Estas características configuran en gran parte las señas de identidad de la literatura postmoderna, tanto la vertiginosidad de las peripecias como el deterioro de los escenarios o el individualismo de sus personajes. Como su nombre indica, la posmodernidad es sucesora de la modernidad, pero no la hace desaparecer, sino que medra en su degradación. La posmodernidad se asienta sobre las ruinas de la modernidad, se asuela en sus terrenos. Según David Harvey, autor de The Condition of Postmodernity, “La posmodernidad nada, chapotea en las corrientes caóticas y fragmentarias del cambio como si eso fuera todo lo que hay”. Una premisa que se muestra con evidencia en las sociedades ciberpunk, en las que apenas se vislumbra una jerarquía gubernamental establecida; en las que lo nuevo pierde tal calificativo al día siguiente; donde el mundo entero es una amalgama de elementos fragmentarios, multíplices, y en las cuales el significado y las derivaciones lógicas de la posmodernidad se hacen patentes en plenitud. Las ciudades ciberpunk son un fiel reflejo de ese progreso en ruinas, de la desintegración y la caótica mezcla de estilos hacia la que conduce el deterioro de la modernidad y la razón. Todo ese desarrollo se superpone, simultáneamente, a los grandes temas tratados por los filósofos de la posmodernidad: la relación entre hombre y máquina, la información como fuerza transformadora del medio y el concepto de clase afecto al capitalismo.
Sería muy complicado desarrollar aquí la influencia que ejercieron sobre el ciberpunk los grandes nombres de la filosofía posmoderna, los Foucault, Derrida, Lyotard, Baudrillard, Vattimo y un largo etcétera, no digamos ir más allá hasta figuras como Marx, Nietzsche y Freud. Baste considerar la influencia de su pensamiento dentro del zeitgeist de la época en la que se gestaría el ciberpunk, dirigir la mirada al conjunto de conceptos y elementos que determinaron la forma de ver la realidad capturada por los ciberpunkis. Identificar, por ejemplo, el marxismo en la configuración social de los mundos en los que transcurren sus historias, entre la marginalidad de las calles y las empresas omnímodas cuyo poder se eleva sobre el del propio estado, o el nihilismo en el que se se regodean sus personajes carentes de futuro, o la babel informativa que configura las redes de la civilización humana en muchas de sus ficciones. El punto de vista con el que el ciberpunk acomete la lectura de su tiempo para proyectar el futuro es el de la posmodernidad, y la materia de estudio, como siempre en el género madre, la ciencia y, más que nunca, los cambios producidos por la tecnología.
Sí podemos detenernos, sin embargo, en determinados nombres que fueron reivindicados directamente por los escritores ciberpunkis en artículos, columnas e incluso novelas y cuentos. El primero de ellos es Marshall McLuhan, autor de La galaxia Gutenberg (1962), cuya trascendencia despierta aún más disensos que las tesis de Bruce Sterling. Muchas de sus previsiones sobre el futuro inmediato de las sociedades humanas parecen, cincuenta años después, descripciones escritas hace diez segundos. Para presentar como actual esta entrevista publicada en 1973 sólo hace falta cambiar “medios eléctricos” por smartphones:
Teniendo en cuenta que por medios no entiendo únicamente los mass media, sino que mi definición de medio incluye cualquier tecnología que crea extensiones al cuerpo humano y a los sentidos, desde el traje hasta el ordenador, y considerando que las sociedades siempre han estado más condicionadas por la naturaleza de sus mass media que por el mensaje que transmiten, hemos de concluir entonces que cuando una nueva tecnología penetra en una sociedad sutura todas sus instituciones. La tecnología es un agente revolucionario; lo comprobamos hoy con los medios eléctricos y lo mismo se hizo hace siglos con la invención del alfabeto fonético.
En la década de los 60, este polémico visionario avisaba de que el cambio de civilización ya se estaba produciendo. En su opinión, la electricidad había transformado no sólo la forma de vivir del hombre, sino también su mentalidad, tal como ocurriera con la invención de la imprenta siglos antes. “El medio es el mensaje”, decía McLuhan, y es por tanto ese mismo medio el que cambia a la sociedad, fomentando su dependencia hacia las nuevas tecnologías surgidas de los avances electrónicos. En Reading by Starlight. Postmodern Science Fiction, Damien Broderick llegará a afirmar que en el ciberpunk “el medio es, casi en su totalidad, el mensaje”. Ese medio es una prolongación del ser humano que, por extensión, lo interconecta con el resto del planeta, dando lugar a lo que McLuhan denominó la “aldea global”, una idea que se correspondía con el anterior concepto de noosfera (una suerte de biosfera del conocimiento humano) creado por Pierre Teilhard de Chardin, pero marcado en este caso por la tecnología de los medios de comunicación de su momento. En obras como Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del hombre (1964) se adelantan algunos de los futuros idearios que el ciberpunk convertirá en propios. Términos como la mencionada aldea global, la división entre medios fríos y calientes o frases tan provocativas como “La computadora es una extensión de nuestro sistema nervioso central” y otras de similar cariz parecen directamente extraídas del subgénero, pero salieron de la mente de McLuhan más de 20 años antes de su existencia.
En la idea del cambio de civilización estaba también Alvin Toffler, quien desde un enfoque siempre positivo comparte visión pero no conclusiones con McLuhan. Toffler coincide en el determinismo tecnológico, pero ve esta dependencia de los medios como un claro ejemplo de progreso, un agente cuyo efecto acelerador conducirá al ser humano al mayor avance experimentado por su sociedad. En su “trilogía del cambio”, compuesta por El shock del futuro (1970), La tercera ola (1980) y El cambio del poder (1990), tres ensayos futuristas publicados al borde de cada década, el norteamericano augura que las transformaciones sociales y tecnológicas que vivimos traerán bienestar a la humanidad, el cambio de una economía del trabajo a una del conocimiento, aunque alerta del peligro de la falta de adaptación a ese proceso de cambios. Al igual que las predicciones de McLuhan, las tres premisas que sustentan su obra (transitoriedad, novedad y diversidad) encontrarían posterior acomodo en la corriente ciberpunk. Si claros precedentes, como la ya mencionada El jinete en la onda del shock, de John Brunner, abundan en las predicciones de Toffler, la misma base del movimiento literario se surte en parte de sus teorías. Los futuros cercanos que nutren al subgénero describen sociedades de un marcado agnosticismo, de valores diversos debido a una fuerte especialización. En constante cambio, los nuevos subproductos tecnológicos convierten el sustrato social en inconstante, en un concepto indefinido formado por una gran diversidad de individuos y entidades, todos conectados pero expertos en sus respectivas especialidades. Son sociedades carentes de estabilidad, debido a la velocidad con la que el progreso tecnológico mediatiza el modus vivendi de sus componentes humanos, exigiéndoles una adaptación constante.
A pesar de la concurrencia final de escenario, recordemos que Toffler no es más que otra de las numerosas influencias que recoge el ciberpunk. Ninguno de los precedentes o focos de influencia se encuentra aquí en estado puro, el ciberpunk lo arroja a la mezcla y lo somete a su estética y a su rebeldía. Es por eso que muchas visiones y posibles escenarios encuentran aquí acomodo, pero siempre desde una perspectiva propia. En muchos casos, por ejemplo, el material extraído de la obra de Toffler proviene de sus advertencias más que de sus previsiones optimistas. Basta leer cualquiera de las principales obras ciberpunkis para darse cuenta de que en ellas rara vez la tecnología ha conducido a los ciudadanos a un mundo mejor. Ese pesimismo y oscuridad propios, además de constatar el choque frontal o la sintonía de las predicciones de McLuhan y Toffler con la realidad posterior, es también resultado de las querencias estéticas literarias del subgénero. La corriente ciberpunk se constituye en cronista anticipado de una sociedad ligeramente avanzada a la nuestra, exponiendo una panorámica de la posmodernidad llevada a sus últimas consecuencias, añadiéndole, en la mayoría de los casos, las gotas de realismo sucio propias de la ficción noir y toda la parafernalia narrativa propia, desde las gafas de espejo a los ciberimplantes.
El ciberpunk se muestra menos voluble con los préstamos adquiridos en el espacio literario que con los que pasaron a formar parte de su espacio conceptual, como ya se vio en la ciencia ficción, algo que se vuelve a demostrar fuera de su campo. La condición posmoderna del ciberpunk tiene su principal recurrencia en la figura de Thomas Ruggles Pynchon Jr. Los grandes gurús del subgénero aluden en artículos y entrevistas a la obra del misterioso escritor oculto, una referencia ineludible cuya influencia en importantes coetáneos como Don DeLillo o David Foster Wallace, autores a su vez de obras consideradas dentro del mainstream y reivindicadas por el ciberpunk, ha sido notable. Para el propio William Gibson, “Pynchon es una especie de héroe mítico”. En su ensayo ¿Qué es el ciberpunk? (1991), Rudy Rucker no dudó en calificar la novela mayor de Pynchon, El arco iris de gravedad (1973), como “la obra maestra por antonomasia del ciberpunk”. Jonathan Lethem, antes de acabar el siglo, abre su artículo Las posibilidades desperdiciadas de la ciencia ficción (1998) planteando un imaginativo what if en el que la novela de Pynchon ganó el premio Nebula el año de su publicación. A continuación, tras lamentar que en realidad no lo consiguiera y quedara sólo como candidata, sentencia:
La nominación de Pynchon queda como una lápida oculta que marca la muerte de la esperanza de que la ciencia ficción estuviera a punto de fusionarse con la corriente principal.
Escrita en 1973, una década antes de la explosión ciberpunk, ganó el National Book Award, que Pynchon rechazó, y fue causante de una de las mayores polémicas surgidas en torno al prestigioso premio Pulitzer. En 1974, el jurado la propuso en la categoría de novela, pero la organización del premio anuló esa decisión, declarándolo desierto aquel año. Por toda explicación, sus miembros etiquetaban la novela de Pynchon como ilegible, acusándola de excesiva en su forma y de obscena en algunos de sus episodios, o lo que es lo mismo, de incomprensiblemente vanguardista. Situada en el entorno histórico de la Segunda Guerra Mundial, resulta imposible hacer un resumen de esta mastodóntica novela. Aunque se podría inferir un arco argumental centralizado en Tyrone Slothrob y el “super poder” que une el estallido de las bombas V2 con su sexualidad, lo cierto es que la indagación parece más una excusa que el tronco principal de una narración coherente. Repleta de digresiones, en sus páginas cohabitan aspectos históricos, redes de información, grandes corporaciones, organizaciones misteriosas de nombres exóticos, cohetes, astronautas, drogas, coprofilia, bananas, pulpos, cerdos y hasta un supervillano de inclinaciones sadomasoquistas. En total, un desquiciado conjunto de subtramas que durante más de 1000 páginas chocan entre sí, empujadas por su autor hacia la entropía literaria.
Finalmente, más cerca ya del campo de la contracultura que de los dominios de la posmodernidad, no se puede cerrar el capítulo de referencias seminales del ciberpunk sin mencionar el nombre de William Seward Burroughs y, por extensión, de toda la generación beat, a la que, a pesar de su relación con Kerouac, Ginsberg y Huncke, siempre negó pertenecer. William S. Burroughs, yonqui irredento, autor accidental de la muerte de su esposa, acabó siendo redimido por la literatura. En opinión de muchos admiradores de su obra, Burroughs no se limita a ser una influencia del ciberpunk, sino su creador. Semejante reivindicación apunta hacia obras como El almuerzo desnudo (1959), cuya influencia en Gibson es confesa, y especialmente a la “Trilogía Nova”, un conjunto de tres novelas escritas en los 60, formado por La máquina blanda (1961), El tiquet que explotó (1962) y Expreso Nova (1964). En ellas, con una trama futurista de carácter distópico de trasfondo, Burroughs adapta al medio literario la técnica pictórica de su amigo dadaísta Brion Gysin llamada cut-up. El método resultante, bautizado como fold-in, consiste en doblar una página verticalmente y pegarla sobre otra, con un resultado, cuando menos, complejo. La experimentación estilística va acompañada de un original contenido temático. Aplicando el surrealismo a la ciencia ficción, en él se combinan la manipulación mental del individuo, tecnologías audiovisuales, agentes extraterrestres, cultura de la información, represión policial, agentes venusianos y la cienciología de Ron L. Hubbard. El estilo de Burroughs, el transgresor carácter punk de sus escritos, el abierto consumo de drogas de sus personajes o conceptos puntuales como la Interzona y sus extrañas arquitecturas, dejaron posteriormente su sello en la corriente ciberpunk.
Burroughs, Pynchon, Hammet, Toffler, Bester, Brunner, Dick… pero también los hippies, la lisergia de Timothy Leary, la cultura punk, el rock, David Bowie, Lou Reed, los videojuegos, el cómic y el cine. Cada una en su campo, voces provenientes del pasado cercano que confluyeron en un crisol, conformando el caldo de cultivo al que los autores de la corriente añadirían el cambio provocado por la incipiente tecnología informática en la humanidad y el carácter predictivo de la ciencia ficción. Durante la primera mitad de la década de los 80, esa mezcla heterogénea fertilizaría a ritmo lento el imaginario y el talento de los escritores de su generación, provocando la producción de obras a un gran ritmo. Las ficciones ciberpunk, aún sin nombre, fueron apareciendo en gran número a lo largo de ese lustro, pero fue en 1984 cuando el escritor William Gibson, con la publicación de Neuromante, daría forma definitiva al nuevo ser y mostraría su faz al mundo.
Fantástica serie de artículos. Muchas gracias !!!
A ti. Finalizaremos a la vuelta de las vacaciones.