Esta es una novela exclusivamente recomendada para quienes tengan interés en imbuirse en la mente de un zumbado de cojones. Su narrador, Quentin, deja en evidencia desde la primera página su falta de empatía mientras cuenta diferentes momentos de su vida, obsesionado por hacerse su propio zombi; un siervo dócil al que pueda viol… controlar sin resistencia. Este objetivo, pertinaz, imperturbable, es una de las guías más evidentes de Zombi; un relato descarnado que se ciñe a unos hechos desgranados de manera taxativa, sin graduarlos prácticamente con adjetivos. Cuando Quentin describe el proceso a aplicar para conseguir su meta lo hace como si fuera el manual de un procedimiento quirúrgico. Sus acciones y pensamientos se revelan desde la más absoluta asepsia. Le embargan emociones desbordantes, enfermas, retorcidas, pero el texto no se recrea en ellas. Esta precisión en la descripción del narrador ahonda en lo macabro de su comportamiento.
La autora de Blonde y La hija del sepulturero pone toda la carne en el asador de una derivada del horror corporal: el horror mental. Transmitir la abyección que se puede esconder dentro de ese vecino del tercero que te saluda cuando te lo cruzas en el ascensor y al que un día le encuentran un cadáver en el armario. La forma de iluminar la mente de ese personaje, funcional, capaz de vivir entre nosotros sin despertar recelos, crea una profunda incomodidad sobremanera porque las veces que están a punto de descubrirle se sale con la suya. Oates dedica su espacio a construir estos momentos de mímesis desde el abismo de estar abierto todo el rato a sus pensamientos. Unos razonamientos que abundan en sus permanentes obsesiones sexuales o una despersonalización que le lleva a hablar de sí mismo en tercera persona al separar su faceta social de esa esencia orientada a satisfacer sus deseos.
Y aquí está mi mayor problema con Zombi. En la construcción de un cierto flujo de la conciencia para ese personaje detestable, Oates no se desliza ni una micra hacia posibles alternativas como la humorística o la fantástica. Esto, que otras veces ha permitido introducir discursos enriquecedores, caso de la crítica al Reaganismo y la cultura yuppie de American Psyco, aquí se hace mucho más refractario, hasta (creo) hacerte partícipe de su falta de sensibilidad. Sin duda aparecen visiones imperantes en un sector muy importante de la sociedad de la época, caso del racismo o la homofobia, y se deja sentir ese mirar para otro lado de las personas alrededor cuando pueden aparecer cuestiones problemáticas. Pero siempre de manera secundaria, enmascarados por una retórica centrada en subrayar la monstruosidad de Quentin, sin espacio para el alivio, más allá del espacio que el lector quiera dejar entre sus sesiones de lectura.
Reconozco el filo de una escritura meditada, todo coherencia y consistencia, pero me cuesta recomendar una novela que veo más como un ejercicio de estilo que como un vehículo para una relato. Aunque Zombi consiguió algo que me ha sorprendido: llevarse el Bram Stoker de 1995. Los sentimientos perturbadores y de repulsión debieron ser bien valorados por los miembros de la asociación de escritores de terror, más que otros finalistas que, desde lo mal que se ha publicado este género en España, el tiempo ha devorado sin miramientos.
Por cierto, la edición de DeBolsillo que he leído, sin ser un desastre, tiene bastantes detalles de corrección que me hacen pensar que la versión de La Biblioteca de Carfax, más reciente y con una traducción diferente, puede ser más recomendable. Si alguien quiere sumergirse en una experiencia opresiva y abyecta como ninguna otra.
Zombi, de Joyce Carol Oates (Zombie, 1995).
DeBolsillo. 2003.
Traducción: Carme Camps
Bolsillo, 189 pp.
Ficha en la Tercera Fundación