Aparte de alguna alusión suelta a su obra, esto es lo primero que escribo sobre Kurt Vonnegut. No sé por qué no lo había hecho antes, si es uno de mis autores favoritos. Hace años, unos cuantos ya, leí casi toda su obra, y algunos de sus libros siguen estando entre los que más me gustan y mejor recuerdo. He releído Cuna de gato (Cat’s Cradle) precisamente porque no lo era –no era de los que más recordaba, quiero decir– y ha habido suerte –esta vez como tantas otras– con la relectura. Y lo primero que hay que aclarar para empezar a entender la novela, o eso creo, es que ‘cat’s cradle ’ es ese juego para dos personas en el que uno tiende las manos como quien da la mano, pero no una sino las dos, la una mirando a la otra, y se coloca la cuerda para que forme un lazo entre las manos, y no recuerdo exactamente cómo era pero la cuerda se hacía una línea doble, es decir, le dabas dos vueltas y un tramo de la cuerda quedaba cerca del pulgar y la muñeca y el otro quedaba más cerca de la punta de los dedos, y entonces la otra persona tiraba de esas cuerdas de dentro afuera y se formaban rombos, triángulos y formas geométricas que era lo que en el juego infantil se llamaba cuna de gato.
Contranavideña novela sin pretenderlo, las menciones a las fiestas y al imaginario y espíritu de estas fechas queda desactivado, vaciado de significado en la grisura de la ficticia ciudad de Ilium, descrita básicamente como lo peor del mundo. En este panorama el narrador empieza a componer los primeros compases de su historia, de su búsqueda del así llamado padre de la bomba atómica. Es Navidad y lo que preocupa aquí es el inminente fin de todo.
El peregrinaje del protagonista que nos pide –como nos pidió en su día Ismael– que le llamemos por su nombre, le lleva a entrevistar a los hijos (hechos polvo emocionalmente), de uno de los responsables de la bomba atómica, y eso le lleva a ir de un sitio a otro hasta llegar, al final, a la república de San Lorenzo, país inventado del Caribe pero reflejo evidente de la colección de repúblicas bananeras que dejó diseminadas por ahí el imperio económico que todos sabemos. El narrador –este Jonah que va en busca de sus entrevistados– está escribiendo un libro llamado The Day the World Ended, y de ahí el objeto de su estudio. De entre lo que va recopilando hay información también sobre Bokonon, figura religiosa, casi mitológica en ese mundo de absurdo y desesperanza, cuyas enseñanzas están alejadas del cristianismo igual que la paráfrasis se aleja de las palabras que modifica.
Es una novela llena de lecturas, todas entretejidas de tal manera que no sé cuál destacar: por un lado está la bomba, el dilema moral que implican los avances científicos, está la culpa y el sentimiento de culpa heredado, está la necesidad de consuelo y el uso que las religiones hacen del lenguaje y los símbolos para dominar a las gentes, está esa cosa tan humana de seguir cuando todo te dice que igual tendrías que parar.
En este sentido, en uno de estos sentidos que menciono, Cuna de gato recuerda a El pasajero y Stella Maris de Cormac McCarthy por lo que tiene de historia sobre uno de los ¿creadores?, ¿fundadores?, ¿responsables? de la bomba atómica. O más concretamente sobre sus hijos; sobre la herencia moral y emocional que dejan o pueden dejar nuestros mayores en nosotros. O estos científicos locos a sus hijos (y la novela de Vonnegut se inscribe en esta subcomarca –podemos llamarla así, por qué no– de la ciencia ficción). Y lo bueno es que no lo retrata como el típico loco de cabello blanco electrizado, ojos fanáticos y bata larga: sus hijos hablan de él con afecto, subrayando el carácter heroico, dicen, de sus descubrimientos, y de lo mucho que le debe la humanidad a su genio. Porque no es sólo el padre, o uno de ellos, de la bomba atómica, sino que también es el inventor del Ice-9, o hielo-9, como supongo se tradujo, un elemento que permitiría solidificar el agua y por tanto facilitaría mucho la tarea de matar que se autoadjudican los marines, y ya no quedarían nunca encharcados, ralentizados y entorpecidos por el fango y la mugre de los campos de batalla. El peligro de este hielo-9 para la vida en la Tierra es incalculable: los ríos helados helarían los mares y los océanos y las grutas submarinas.
El tono es festivo, de una despreocupada ironía, como suele ser normal en Vonnegut, pero latente queda el peso del fin de todo, la falta total de esperanza en el cambio de la humanidad. Vas leyendo y la sensación de que todo acabará mal aumenta, y la ligereza de ese tono lo hace todo precisamente más macabro. Se le asocia a menudo a la sátira, y sí, claro, pero a lo que hay que asociar a Vonnegut es a la gran escritura. A esa que mira el mundo sin esperanza, asqueada ya de tanto horror, y se despide con una sonrisa final.
Como decía antes, hay muchos temas entrecruzando la novela, y todos añaden más peso, hacen de la lectura una fascinante colección de motivos para no esperar nunca nada bueno de la humanidad. Sólo las mentiras del lenguaje proporcionan, como las de Bokonon, un poco de consuelo, y eso si estás dispuesto a entregarte a sus bondades. Y el mundo entero es la cuna de gato porque por mucho que lo parezca ni ves la cuna ni ves el gato. Como las religiones, que dicen que estarás bien y te salvarás y ni estás bien y ni te van a salvar. Son cunas de gato. Todo lo que vemos son cunas de gato.
Cuna de gato, de Kurt Vonnegut (Blackie Books, 2022)
Cat’s Craddle. A Harmless Untruth (1963)
Trad. Miguel Temprano García
312 pp. Tapa Dura. 23€
Ficha en la web de la Tercera Fundación