En marzo de 1969 la novela de Angela Carter, Varias percepciones, recibió el Premio Somerset Maugham dotado con quinientas libras. El premio venía asociado a una condición establecida por el propio Maugham, el ganador debía invertir dicha cantidad en un viaje por el extranjero. Angela decidió, de acuerdo con su marido, Paul Carter, recorrer juntos los Estados Unidos dado el interés de ambos en la música folk, aunque por entonces su relación se encontraba ya muy deteriorada. El resto del dinero ella lo emplearía en una estancia en Tokyo. Una elección en un principio extraña, en aquellos años Japón carecía del poder blando que ostentaría posteriormente, todavía se le consideraba un país atrasado y retrógrado, culpable de crímenes de guerra cometidos en China, Corea, Filipinas y otras partes del sudeste asiático durante la Segunda Guerra Mundial. Se desconoce exactamente la razón por la que Angela escogió este destino que transformaría su obra y su vida; el resultado de una apuesta, que deseaba alejarse todo lo posible de la cultura judeo-cristiana, su fascinación por el cine japonés o una mezcla de todo lo anterior.
Tras pasar un mes recorriendo once estados de unos Estados Unidos que no dejaron una impresión demasiado favorable en Angela, el matrimonio se despidió en San Francisco. Angela pasaría seis semanas en Japón mientras Paul regresaría a la casa que ambos compartían en Bristol. Tras aterrizar en Tokyo, Angela atravesó la que entonces era la ciudad más poblada del mundo. Ya no era la capital de una nación derrotada y se encontraba en el proceso de convertirse en el gigante económico en que dominaría los años ochenta; una urbe carcomida por callejones laberínticos por los que correteaban las ratas, en la que aún circulaban numerosos tranvías, y cuyo horizonte era una línea de rascacielos en diversos estados de construcción. Enseguida se vio atraída por el barrio rojo de Kabukicho, en Shinjuku, donde se encontraba el Fugetsudo, un bar de expatriados donde solían reunirse los extranjeros que andaban de paso por Japón. Además, el local era muy frecuentado por japoneses que deseaban entablar relaciones con mujeres occidentales. Uno de ellos, Sozo Araki, un joven estudiante de ciencias políticas que había abandonado la carrera para convertirse en novelista, trabó amistad con Angela, con quien compartía intereses e inquietudes acerca del cine y la literatura. Ella quedó fascinada por su belleza y su forma de ser, apasionada y romántica (Sozo le solía preguntar si ella estaría dispuesta a morir por amor), todo lo contrario al humor taciturno y el carácter depresivo de Paul. Angela se enamoró de él con una rapidez y una intensidad casi novelescas, y puesto que a ella sólo le quedaban quince días de estancia en Japón, era por necesidad una relación efímera. Finalmente, agotado el dinero del premio, Angela se vio obligada a regresar a Inglaterra, algo que hizo con dos propósitos en mente; abandonar a Paul y volver a Japón con Sozo.
Durante el viaje de vuelta, con paradas en Hong Kong y Bangkok, ciudad donde permaneció varios días y en la que mantuvo un breve encuentro sexual con un soldado francés, Angela pasó la mayor parte del tiempo leyendo con entusiasmo a Borges. La lectura del autor argentino, sumado a los numerosos lugares y ciudades que había visitado en tan sólo un par de meses, le inspiraron una nueva novela que tomaría la forma de un catálogo de ciudades imaginarias. Convencida de estar enamorada, había reunido el valor para hacerse cargo de su vida y no podía permitir perder aquella sensación de libertad recuperada. En los siguientes seis meses que permaneció en Inglaterra, le comunicó a Paul la decisión de separarse de él y arregló todo lo necesario para regresar a Japón.
A su vuelta encontró un Tokyo completamente cambiado, una urbe de perfil efímero en constante mutación, numerosos rascacielos se alzaban en el horizonte y lugares antes familiares habían sido derribados y reemplazados por otros más modernos. Todo parecía surreal, sobre todo el hecho de que había cruzado medio mundo por un hombre al que había conocido durante menos de quince días hacía ya seis meses, con una valentía que rozaba la inconsciencia. Una vez se reunió con Sozo, se mudaron a un piso diminuto en el tranquilo barrio de Meguro, en el que “todos los días parecían domingo por la tarde”, y cuando ella reflexionaba sobre su relación con Sozo en su diario y en las cartas que enviaba a sus amigos, casi se obligaba a insistir en los aspectos en los que el japonés era diferente a Paul y los rasgos de carácter que compartía con ella, “a ratos era como si le fuese creando sobre la marcha”, escribía. Angela, obsesionada con la idea del comportamiento de las personas en sociedad como una forma de representación, una creación consciente del individuo, una performance, ahora interpretaba el papel de una amante profundamente enamorada.
La estructura patriarcal de la sociedad japonesa, con su rigurosa separación de roles sexuales que imponía en las mujeres un concepto de lo femenino concebido por los hombres, sometiéndolas a un descarnado proceso de cosificación y despersonalización, desagradaba profundamente a Angela, quien, por otro lado, tampoco se relacionaba con los nativos. No conocía el idioma ni dedicó demasiado esfuerzo en aprenderlo, con los amigos de Sozo hablaba inglés como si se encontrara aún entre su círculo de amistades de Bristol y su franqueza no atendía a las reglas básicas de la cortesía social nipona. Por su doble condición de mujer y occidental, se encontraba en un estado de perpetua alienación, extremadamente autoconsciente de su identidad, desde la cual interpretaba la cultura y las normas sociales japonesas, empleándolas como espejo deformante, como otredad, mediante el cual reflexionaba sobre su propia herencia cultural. Le gustaba disfrutar del asalto sensorial de los carteles y rótulos escritos en japonés, que no entendía, y cuyo código simbólico reinterpretaba a su modo. Con este mismo propósito, asistía a representaciones de bunraku, el teatro de marionetas japonés, o acudía a los baños públicos y miraba cómo las mujeres conversaban entre sí. Le fascinaba la mezcla de lo indecente y lo formalmente exquisito, algo que puede encontrarse en algunas manifestaciones del arte japonés, como el shunga del período Edo. Escribió un artículo sobre manga pornográfico. Finalmente, consiguió trabajo como correctora de traducciones en la NHK, la televisión pública japonesa. Pero a los pocos meses de vivir en Tokyo se sentía decepcionada y descontenta, oscilaba entre el romanticismo y un tenaz pragmatismo, hasta tal punto que todos sus momentos de entusiasmo iban envenenados con una inyección de ironía. Sin Sozo se encontraba aislada y, tras unas pocas semanas, él comenzó a salir sin ella por las noches y mantener aventuras con otras mujeres, Angela lo achacó a un acto de afirmación masculina en las dinámicas de control y lucha por el poder en la pareja, pero sabía que la relación se enfriaba. Mientras Sozo pasaba las noches fuera, ella trabajaba en lo que sería El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo y varios relatos breves, como “Un recuerdo de Japón”, en el que ficcionaba la visita de Angela y Sozo a un típico festival veraniego japonés donde, contemplando las flores de fuego estallando en el cielo nocturno, la mirada orientalizante de Angela, embelesada por la magia del momento, chocaba con el aburrimiento de Sozo ante un espectáculo que había visto multitud de veces durante su infancia.
A finales de octubre de 1970, Angela decidió abandonar su bien pagado trabajo de correctora y alquiló una casa de campo junto al mar para comenzar la redacción de El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo, que sería su sexta novela. Sus planes eran regresar a Inglaterra en marzo o abril, coincidiendo con la publicación de Love (novela inédita en castellano). No sabía si volvería a Japón, aquella experiencia rural junto a Sozo decidiría el futuro. Se mudaron a una amplia residencia para los estándares japoneses, propiedad de un conocido, situada en la playa de Kujukuri en la prefectura de Chiba, al este de Tokyo. Cuando contemplaba el sol alzándose sobre las dunas cubiertas de hierba y la inmensa extensión azul del Pacífico, Angela se sentía como si hubiese finalizado un viaje que la hubiese llevado al fin del mundo.
Ambos se instalaron en una plácida rutina; tras el paseo por la playa después de desayunar, ella avanzaba con Hoffman y él se enfrascaba en una novela en la que estaba trabajando. Sozo cocinaba y ambos se alternaban en las labores del hogar. La pasión sexual que había sostenido la relación hasta entonces había disminuido pero, por otro lado, aumentó la sensación de intimidad. Sozo disfrutaba charlando con ella o preparando la comida, había descubierto una nueva vida que le hacía feliz y quería seguir así. “A todo el mundo le gustaría vivir así pero, ¿de dónde sacaríamos el dinero?”, le respondió ella, pragmática.
La novela avanzaba a buen ritmo y Angela disfrutaba del proceso de escribir, creando el estilo que a partir de entonces sería característico de su obra, elaborando una narración que empleaba la flexibilidad estructural de la novela picaresca para desplegar una extraordinaria riqueza léxica y poderío imaginativo, y que, a su vez, le permitía una enorme libertad para juguetear con el lenguaje, generando una prosa sensual y muy hermosa. Disfrutaba dejándose llevar, divirtiéndose y divirtiendo al lector, un impulso creativo resultado de haber abandonado Inglaterra, haberse liberado de su primer matrimonio, redescubriendo la sensualidad de su cuerpo y tomando las riendas de su vida.
En El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo se narran las aventuras del joven Desiderio, “el deseado”, quien, siendo ya anciano, rememora la historia de la guerra contra el doctor Hoffman, un científico entre Wilhelm Reich y sus teorías sobre los orgones y los nefastos efectos de la represión sexual, Heisenberg, el descubridor del principio de incertidumbre y André Breton, el fundador y teórico del surrealismo. Armado de unas máquinas alimentadas por una fuerza vital universal, la energía erótica generado en el momento del intercambio sexual, Hoffman es capaz de conseguir que un objeto permanezca en un estado de permanente indefinición, conteniendo todas las posibles versiones de sí mismo, de tal modo que la realidad objetiva es reemplazada por la eterna incertidumbre. Proyectando sobre los objetos afectados los deseos del subconsciente, el doctor lanza sus ataques sobre la capital de un país sudamericano del que desconocemos el nombre. La capital, un lugar sólido, gris, obtusamente masculino, acaba convertida en un espacio urbano cuyos elementos, las calles, los ladrillos, las farolas, sufren constantes y fantásticas metamorfosis, enloqueciendo a sus habitantes. La única persona capaz de combatir este bombardeo del subconsciente es el Ministro de Determinación, un hombre de gran inteligencia y limitada imaginación, por lo que es inmune a las maquinaciones del doctor. Su enfrentamiento será el de la razón y la pasión, la antigua dicotomía entre lo apolíneo y lo dionisíaco.
Al principio del relato Desiderio no es más que un joven funcionario recién llegado a la ciudad, aburrido, descontento y extremadamente autoconsciente, por lo que resulta inmune a los efectos de las máquinas del doctor, así que entra a trabajar en el Ministerio de la Determinación colaborando con la policía encargada de mantener el tejido de lo real. Un día asiste como ayudante del Ministro a una entrevista diplomática con la hija del doctor, Albertina, que en ese primer encuentro acude disfrazada de un hermoso y andrógino hombre de origen oriental (“sus pómulos eran extraordinariamente altos… era el ser humano más hermoso que había visto jamás”), enamorándose perdidamente de ella. Desiderio sublima su deseo por Albertina interpretando el papel de un hombre furiosamente enamorado y romántico, idealizando su figura de tal modo que durante dos tercios de la novela, Albertina siempre aparecerá ante el lector bajo uno u otro disfraz, convertida en un personaje no real sino ilusorio, creado por la voluntad, y no el deseo, de Desiderio.
Tras el encuentro con Albertina, el Ministro le encarga a Desiderio la misión de encontrar y asesinar al doctor. A partir de ese momento la novela se estructura en una serie de aventuras fantásticas durante las cuales Desiderio visitará diferentes lugares imaginarios en pos de cumplir su misión, siguiendo la larga tradición literaria inglesa de odisea fantástica/viaje espiritual de un señor deambulando por ahí al que le pasan una serie de movidas rarísimas, pero en la que, además, podemos detectar otras influencias. En primer lugar, evidentemente E. T. A. Hoffmann (el otro “Hoffman” del título sería Albert Hofmann, descubridor del LSD), el autor romántico todavía bajo la influencia de los valores de la Ilustración, conflicto reflejado en su cuento “El hombre de la arena”, cuyo argumento nos presenta a un joven enamorado de la hija de su poderoso antagonista. Seguiría el Borges del “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius”, por la creación de mundos y espacios imaginarios con intrincado detalle. Asimismo se puede mencionar, El programa final de Michael Moorcock y su libertino y surrealista relato de una realidad que se disuelve ante el asalto de los desconcertantes descubrimientos científicos del s. XX (durante los años sesenta Carter fue una ávida lectora de la revista New Worlds). Y, finalmente, las Mil y una noches, la colección de relatos árabes sin la cual no se puede entender la literatura fantástica anglosajona (exceptuando las obras de exaltación cristiano-nacionalista, claro está). Particularmente, Hoffman me ha recordado mucho al ciclo de “El porteador y las tres mujeres de Bagdad” con la que comparte tanto el tono onírico, la imaginación desbordante y la estructura flexible de peripecias dentro de peripecias gracias a su naturaleza original de cuento oral, como los intereses temáticos; el conflicto entre sexos, la celebración de la sensualidad, el humor procaz, el tabú, las relaciones prohibidas y la cruda representación de la violencia sexual con ánimo moralizante, como veremos más adelante.
En esta estructura de relato fantástico y peripecia surreal, Carter introduce otro de los pilares temáticos de la obra, el feminismo y la liberación sexual. En todos los lugares o “mundos” imaginarios que visita Desiderio en sus aventuras, desde la casa donde habita una muchacha en estado catatónico que revisa los aspectos más chungos del “romance gótico” de Poe, hasta el swiftiano episodio de los centauros que tratan a los miembros femeninos de su sociedad con extraordinaria brutalidad, pasando por el pueblo del río y sus problemáticas costumbres eróticas que parecen salidas de la mente de un Borges calentorro, se aborda el papel de la mujer y los abusos de poder en el ámbito de los roles sexuales. Mediante una muy gráfica representación de la sexualidad, Carter asume el papel sadiano de “pornógrafo moral”, exponiendo como las sociedades patriarcales fuerzan una idea tradicional de la feminidad en la mujer, que la degrada tanto a ella como a la sociedad en conjunto. El objetivo es exponer la hostilidad masculina hacia las mujeres provocada por las sociedades dominadas por los estereotipos sexuales, en el que la representación de las mujeres como depositarias del impulso violento masculino refuerza su papel pasivo. Por otro lado, Carter deseaba escribir una novela de fuerte carga sensual puesto que estaba convencida de que la literatura erótica poseía el poder de forzar al lector a replantearse la relación con su propia sexualidad, al objeto de liberarse de la represión, de modo que, a pesar de las numerosas muestras de violencia sexual que aparecen en la novela, el sexo también se trata como herramienta de liberación, con naturalidad, distanciándose tanto de la sacralización como de la vulgarización.
Sin embargo, al final del viaje el fatalismo se impone y Desiderio, defraudado y aterrado ante la cruda visión de la infinita maquinaria del deseo que gobierna el subconsciente y enfrentado a la realidad carnal de Albertina, es incapaz de seguir forzando un deseo que no es sino mera voluntad intelectual. Y, aterrado ante la idea de disolver su identidad en la de Albertina, escoge la razón ante la pasión en un arrebato de violencia, abrazando la cómoda certeza del Ministerio de la Determinación. Pero, en las últimas páginas de la novela un anciano Desiderio, nos confesará que ha lamentado aquella decisión todos y cada uno de los días de su vida, quizá porque una vez muerta, Albertina ha regresado de nuevo al seguro e inmutable estado de figura idealizada “que sólo la memoria y la imaginación pueden evocar, pues eso es lo que ocurre siempre, al menos en parte, con los seres amados”.
También Angela tendría que afrontar su propia decisión una vez finalizara la novela y tuvieran que marcharse de Kujukuri. Transcurridos cuatro meses viviendo en su refugio de la playa, ambos regresaron a Tokyo en la primavera de 1971. Angela volvió a Inglaterra a entregar el manuscrito y resolver diferentes asuntos editoriales y personales, como la formalización del divorcio con Paul. Al regresar a Japón tras un extenuante viaje en tren atravesando la Unión Soviética de oeste a este, se consumó la ruptura con un Sozo abúlico y distante quien no deseaba el rol pasivo que estaba tomando en la relación. A pesar de que Angela no podría haber escrito Hoffman sin él, su condicionamiento social y cultural le impedía ser “la esposa” de la pareja. Siguieron unos meses muy difíciles emocionalmente para Angela. Pasado un año desde la separación, ella escribía que Kujukuri era el lugar en el que pensaba cuando pensaba en la felicidad, posteriormente afirmaría en diversas entrevistas que Hoffman era su novela preferida. Y cuarenta años más tarde, Sozo le confesaba a Edmund Gordon, biógrafo de la escritora, que aquella había sido la época más feliz de su vida. A pesar de la cruel y efímera naturaleza de la felicidad, el destino les concedió el privilegio de alcanzar la dicha y, al mismo tiempo, ser conscientes de ello. Angela aún permanecería un año más en Japón y viviría otra historia de amor con un joven coreano antes de regresar a Inglaterra, donde la vida aún le depararía numerosas vicisitudes hasta su fallecimiento a causa del cáncer en 1992. Pero en algún lugar de la memoria de Sozo todavía permanecen allí, paseando entre las dunas salpicadas de hierba, cocinando, escribiendo, comiendo y charlando bajo el sol de la mañana junto a un océano inmenso de intenso color azul, hasta que el tiempo y el olvido los alcance y se los lleve.
El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo, de Angela Carter. Minotauro ediciones, 1990. Trad. de Carlos Peralta. 288 pp. Desde 40€ en el mercado de segunda mano.
The Infernal Desire Machines of Doctor Hoffman, de Angela Carter. Penguin Classics, 2011 (originalmente publicada por Rupert Hart-Davis en 1972). 292 pp, 13,90€.
The Invention of Angela Carter, a Biography, de Edmund Gordon. Chatto & Windus, 2016. 544 pp. 10,50€.
Qué maravilla de texto. Gracias por el buen rato.
Gracias a ti por leerlo Santiago, me alegro mucho de que te haya gustado! (y perdón por el retraso en contestar).