Seguí con mucho interés la lista de recomendaciones de compra de segunda mano que los compañeros fueron dejando este año en C con motivo del Día del Libro. La mayoría de mi biblioteca, cuyo contenido numérico se mide en cuatro cifras, procede de ese mercado. A poco que se piense, y más allá del posible ahorro económico, esta circunstancia es, hasta cierto punto, lógica. O lo era antes de la devoción por la novedad y el actual desaprecio por el pasado. Cuando te aficionas a la lectura, sobre todo en un género como el de la ciencia ficción, lo razonable es mirar hacia el inmenso océano de obras anteriores ya reconocidas y no hacia la incógnita que supone lo nuevo, un melón aún sin abrir. Para lo reciente uno ha de agarrarse a las opiniones cercanas, sujetas a particularidades, y también a la crítica, presuntamente objetiva pero siempre bajo sospecha. Sin embargo, los libros con décadas a sus espaldas no sirven a necesidades de venta y ya han acumulado el suficiente respaldo o rechazo como para que la elección sea bastante segura. En resumen, si quiero pescar lo que me gusta, el mejor caladero está en el pasado, y se da la triste circunstancia de que gran parte de ese tipo de material está descatalogado, por lo que su búsqueda conduce siempre al mercado de segunda mano.
He de añadir que la propia busca de antiguallas es una actividad que siempre he considerado como un valor intrínseco –que no añadido– del libro físico. El medio digital sólo puede darte eso en forma de sucedáneo. Mis libros me proporcionan placer no sólo por su contenido, sino también por lo que ha rodeado la adquisición de cada uno de ellos, a cuyo precio incluyo el disfrute de todo lo aparejado a su encuentro. Cuando los miro en las estanterías tengo también presentes, además de su medida narrativa, todos esos domingos recorriendo el rastro madrileño y los rastrillos de otras geografías: los sábados de la Cuesta de Moyano y las librerías de viejo, el mercadillo de Puertollano, la Feria de ocasión de Logroño, las tiendas del centro de A Coruña o las librerías de Urueña. Allá donde voy siempre hay libros (o cómics), y mi encuentro con ellos es parte del viaje. Admito que también me he dejado arrastrar por estos tiempos, y desde hace pocos años, aunque no sea lo mismo, huelgo las tardes buscando en las aplicaciones de compraventa on line. Así que, entre unas cosas y otras, algo de experiencia he ido acumulando, lo cual me da, incluso, para ofrecer consejos.
Antes de lanzarse en busca del tesoro perdido, no viene mal recordar ciertas peculiaridades con las que uno puede toparse. La calidad de los textos es el valor principal, pero hay otras cosas que cuentan mucho en un libro. Más allá del contenido, hay que mirar las características de la edición. Cuanto más se retrocede en el tiempo más riesgo hay de que no cumplan los estándares mínimos de presentabilidad. Si se va a la compra del libro antiguo se puede uno encontrar con malas traducciones, tamaños de letra microscópicos e incluso textos incompletos. Y más allá de eso, hay que contar con el estado físico en que se encuentren. Los libros también envejecen, sus hojas amarillean, desprenden un olor característico y sus lomos se agrietan. Hay características incluso peores, éstas achacables exclusivamente a sus dueños. En estos años me he encontrado de todo, desde las típicas hojas onduladas por la humedad hasta la falta de algunas de ellas o incluso de las cubiertas debido al desencolamiento. Páginas manchadas de café y de vaya usted a saber qué, y, en otro orden de cosas, también libros defectuosos en origen, con tramos en blanco o repetidos. Y es que también hay villanos en el mundillo de la segunda mano.
Como demostración de todas estas cosas, de los padecimientos y las recompensas, acabo de dejarme la vista y algo de paciencia en una de las antologías de Robert Sheckley, leyendo por obligación una letra minúscula y recogiendo a ratos del suelo alguna que otra hoja suelta. Para la cita de este año con el “Clásico o polvoriento”, tenía previsto realizar la lectura de una colección de cuentos, y para reivindicar el relato corto pocos autores me parecían más pertinentes que Sheckley. Además, se da la circunstancia de que viene al pelo como ejemplo de lo que explicaba arriba. Y es que para comprobar la pericia de este autor de culto en la distancia corta hay que acudir principalmente al mercado de segunda mano, a unos cuantos libros publicados por editoriales como Edhasa o Dronte hace décadas. Bibliópolis publicó la antología La tienda de los mundos como acompañamiento en la edición de la novela corta Los viajes de Joenes, pero el grueso se encuentra en la colección Nebulae y en aquella otra de cubiertas negras que acompañaba a la revista Nueva Dimensión. Las antologías Ciudadano del espacio, Paraíso II, El arma definitiva y Peregrinación a la Tierra no han sido reeditadas desde hace más de 40 años. Tampoco La 7éptima víctima, la colección de cuentos que nos ocupa. Queda alguna más que no se ha llegado a publicar, y dudo mucho de que a ninguna editorial se le ocurra sacar una edición de cuentos completos de quien a día de hoy es, más que nada, un autor de culto reivindicado en España sólo por lectores entendidos (con la falta de popularidad que eso denota). Para que se hagan una idea, la última publicación importante de Sheckley en este país fue una reedición de Trueque mental, uno de sus textos menos atinados, que además salió al mercado, agárrense, con su nombre escrito incorrectamente en la cubierta. Esa es su talla en este país.
En un caso que recuerda mucho al de James Tiptree, Jr., Robert Sheckley es reivindicado especialmente por sus cuentos, superiores a sus novelas. La casi totalidad de los relatos publicados en las antologías arriba mencionadas fueron escritos en el ecuador del siglo XX; el correr del tiempo los ha engrandecido o dejado atrás, aunque esto último no se debe a un problema de calidad, sino a lo mucho que otros autores han retomado y actualizado sus argumentos. Lo primero que salta a la vista en la lectura de los relatos reunidos en La 7éptima víctima, título español de la antología Untouched By Human Hands, es la presencia de un humor constante, pero no del que provoca la carcajada, sino del sutil, de ese que te mantiene con una sonrisa de complicidad continua. Junto con ese tono humorístico, cuyo punto de absurdidad recuerda a ratos al de Fredric Brown (el cuento titulado “Ritual” es paradigmático) y que se mantiene en casi toda la antología, llama la atención también la gran variedad de temas desplegados. No hay dos relatos parecidos, e incluso se da una refrescante diversidad de subgéneros (ciencia ficción, fantasía, terror y policíaco), lo cual siempre se agradece en una colección de cuentos. Es muy difícil interesar al lector con variaciones de un mismo universo temático o conceptual, así que pocos autores lo intentan con éxito (M. John Harrison o William Gibson son una rareza). Lo normal es aportar variedad, y es en este terreno donde Sheckley muestra uno de sus puntos fuertes, porque su imaginación crea historias con tramas y escenarios muy diversos. Y, esto es lo importante, partiendo de ideas de gran interés y modos de abordaje casi siempre certeros.
La clave del buen regusto que dejó Sheckley entre muchos aficionados hace bastantes décadas se debe en parte a esa diversidad y, como digo, a la asociación que se da en los relatos entre frescura imaginativa y mensaje indisimulado. La variedad de tramas arropa siempre a una idea expuesta con intención crítica. Es ciencia ficción divertida pero con chicha. Un recorrido por los cuentos de este volumen da buena muestra de ello. “Los monstruos” es un relato de primer contacto con una especie que, para asegurar su continuidad, permite el asesinato de sus mujeres, que son mayoría y, he aquí el quid del asunto, están de acuerdo con ese ejercicio de igualación aritmética; en “El costo de la vida”, relato absolutamente actual, una sociedad se ha rendido a la comodidad que le proporcionan sus máquinas, adquiridas por medio de una financiación que, para poder seguir comprando a plazos, es extensible a sus hijos; “Forma” acerca al lector a una invasión rechazada por la Tierra una y otra vez gracias a un arma inesperada, el concepto de libertad individual; el cuento que da título al volumen, “La séptima víctima”, propone el asesinato como una práctica homologada por el Estado, útil para evitar guerras. Este último relato, quizás el de mayor complejidad, mezcla de ciencia ficción y género policíaco, fue, por cierto, alargado a novela por el propio Sheckley con el título de La décima víctima, y tuvo incluso adaptación cinematográfica.
La alienación, el capitalismo, el comunismo, la violencia patrocinada y otros temas de enjundia, la mayoría de ellos de hondo calado social, incluso más válidos hoy que entonces, configuran el núcleo de la mayoría de estos cuentos, aderezados con historias sencillas y bien construidas. Pero hay también cuentos de un orden distinto. Un par de ellos presentan tramas de valor intrínsecamente narrativo y revelan a un autor con inquietudes filosóficas y literarias. Son, precisamente, los que a mí más me han gustado de esta antología, los que más revolucionarios e influyentes, a nivel creativo, me han parecido. En “El altar” y en “La voz” aparece un Sheckley distinto, sin anclajes, alejado de la indagación y reflexión social, ajeno a la preocupación por su entorno temporal. En el primero de esos dos cuentos propone una idea que luego veremos tratada en textos de escritores posteriores, el acceso a una realidad paralela simultánea, que ocupa el mismo lugar que esta y a la que se accede por un simple cambio de percepción. El segundo es una maravilla solipsista llevada hasta sus más extremas consecuencias. Si su carácter cíclico parece poco fresco, es precisamente por cuánto se ha repetido posteriormente esa estrategia.
Y es que, como apunté antes, si algunos de estos cuentos suenan a manidos para el lector actual es, precisamente, por su validez intemporal, que ha llevado a numerosos autores posteriores a repetir sus hallazgos desde una perspectiva más actual. Para valorar una obra hay que situarla en su época de creación, y desde que se publicó La 7éptima víctima han pasado ya setenta años. Sus argumentos son modernos, sus tramas y estructuras perfectas; si algunos de los textos fallan no es por su planteamiento, sino por su conclusión. Sheckley no se muestra muy fino en algunas de ellas. Obviamente, en una colección de cuentos realizada por fecha de publicación, sin intención selectiva, no todos son excelentes. Hay algunos que sobresalen sobre otros, e incluso unos cuantos que, sin atreverme a tildarlos de mediocres, no van más allá de la pura anécdota, sin mucho contenido y con finales nada ingeniosos, alguno incluso simplón. “Alimentos y venenos”, sobre buscadores de comida en un almacén alienígena, fía su conclusión a una insatisfactoria inversión de términos; “Los deseos del rey” es un chiste de adivinanzas con un final tontorrón; “Las quietas aguas del espacio” es una brevedad insustancial.
Aun así, hay más cuentos buenos que irrelevantes, y la sensación final es más que satisfactoria. Cuando se reflexiona sobre cada uno de los relatos sorprende la enjundia de algunos contenidos, su total actualidad y, sin embargo, la poca sensación de grandeza que se tiene al cierre del volumen. Es el tono humorístico y la brevedad de los cuentos, sin paja, perfectamente ejecutados, lo que da una impresión equivocada de ligereza. Sheckley es como esos artistas del balón que juegan tan bien, tan fluido, que lo hacen parecer fácil. Y sin embargo, esta antología muestra a un escritor tremendamente hábil, conocedor de su oficio, que podría enseñar a la casi totalidad de los autores actuales de ciencia ficción cómo ha de manejarse este género en la distancia corta. Ni ha alcanzado la categoría de clásico ni sus obras son polvorientas; creo que Sheckley está donde debe estar, en la categoría de cuentista de culto.
La 7éptima víctima, de Robert Sheckley (Edhasa, Col. Nebulae 2ª época nº17, 1977)
Untouched by Human Hands (1954)
Trad. Norma B. de López
183 pp. Rústica.
Ficha en la Tercera Fundación