Cuando era joven me gustaba practicar con un par de amigos un pequeño juego intelectual. Siempre me refería a él con el nombre de ejercicios de imaginación y consistía en cambiar alguno de los parámetros visuales de la realidad, o de cómo la percibíamos, para ver lo que salía y divertirnos con el resultado. Recuerdo una tarde concreta en la que, sentado con un amigo en un banco, frente a uno de los primeros grandes centros comerciales, le reté a imaginar qué veríamos si invisibilizábamos los muros, las paredes y todos los elementos sólidos que constituían la enorme construcción, dejando visibles sólo a los seres humanos. El resultado nos mostraba a la gente paseando en el vacío, subiendo y bajando en diagonal por el aire o parados mientras intercambiaban observaciones sobre algo que contemplaban en la nada. Propuse ir más allá y eliminar la opacidad de todo, incluida la ropa, para dejar a la vista sólo a las personas. Bajo esta nueva perspectiva, soslayando el asunto banal de los sexos, el conjunto era fascinante: todos parecían ridículos.
Muchos caminaban con las manos pegadas a la parte exterior de los muslos, algunos de ellos con los dedos extendidos, otros con los puños apretados. Un acto intrascendente como el de comerse un helado parecía absurdo. Una mujer acalorada giraba una de sus muñecas a pocos centímetros de su cara. Un paseante acercaba dos dedos estirados a su boca y luego soplaba tres largos segundos. Todos ellos realizaban gestos vacíos, más ridículos aún debido a la desnudez. Aquel simple cambio en un solo parámetro, el visual, delataba el sinsentido de nuestras acciones cotidianas cuando las despojábamos de una finalidad humana. Sacar conclusiones acercaba aquella práctica a los postulados del teatro del absurdo, pero lo que a mí me interesaba de verdad era la propia visión distinta de una realidad que, por conocida, encontraba aburrida. Lo divertido del cambio residía en la posibilidad de acceder a una fisonomía de la existencia inusitada y sumergirse en aquella sensación de extrañamiento.
Pues bien, algo próximo a esto que yo definía entonces como ejercicios de imaginación, o al menos cercano a esa ambición creativa, es lo que el lector (aunque sea este un artbook sin texto) va a poder encontrar en El arte de TOKYO GENSO. Lo más llamativo es que, sin conocimiento previo de la obra, esa naturaleza del contenido no se percibe o constata hasta pasadas varias páginas. Principalmente, porque el arte de su autor produce un resultado muy próximo, casi idéntico, al de la imaginería postapocalíptica. Confieso que esta fue la razón por la que lo compré, fascinado ante lo que veía al hojear en la tienda el contenido de sus páginas. Al principio de la lectura, más allá del impacto estético, se tiene una creciente impresión de trasfondo narrativo provocada por una acumulación de detalles que, sin embargo, se deshace en cuanto se asume el verdadero significado de la obra. Esta aparenta una cierta progresión temporal basada en la iluminación, que va del amanecer al anochecer, al igual que sugiere la presencia de humanos ocultos a la vista, delatada por objetos y detalles fuera de lugar entre los paisajes urbanos en ruinas. Pero esa impresión inicial desaparece al cabo, cuando se hace evidente que el autor no busca relatar en imágenes una historia sobre el asentamiento de la naturaleza en las ruinas de la civilización o de supervivientes disfrutando en ese tipo de escenarios, sino que busca presentar imágenes estáticas de una realidad conocida pero transformada, que en realidad no hay una narrativa de fondo.
La mezcla de edificios en ruinas y naturaleza desbordada no invita a indagar en los orígenes de la catástrofe, es una propuesta artística de cambio en la mirada, un intento de vestir con ropajes nuevos una realidad absolutista. Si hay que recurrir a la imaginación en busca de sentido, las ilustraciones invitan a pensar en una dimensión alternativa más que en el producto de un colapso civilizatorio. Es cierto que hay puntos donde intuir un intento de narrativa postapocalíptica, por ejemplo, en la imagen de un campo arado en una plaza entre edificios, o debido a esos veleros de aspecto impecable atracados en calles inundadas, o por las dos tablas preparadas para surfear una calle comercial sumergida y dominada por las olas, y también por esa extraña araña gigante que recorre las calles abandonadas. Todos estos detalles aluden a presuntos supervivientes modernos, a invasión del medio, a una historia que contar. Pero, con el pasar de las páginas, la imaginada trama se ve obligada a disputar la interpretación con cascadas imposibles, delfines sumergidos en las redes de metro, ballenas elevándose en el aire e incluso con láminas de inspiración steampunk o con fondos planetarios. Llega un momento en el que se hace evidente que todas estas imágenes son, como se declara en el índice situado al final del volumen, visiones de un Tokio alternativo privativas del autor, mezclas surgidas de su imaginación; no ilustrativas de una historia, sino suficientes en sí y para sí mismas. El álbum al completo es una ventana a una ciudad diferente, imposible, que mezcla las ruinas y la devastación con una naturaleza desbordada y hermosa en una pieza única, produciendo un efecto de maravilla ajeno a la realidad.
La evidencia gráfica no ofrece dudas. Las páginas dobles se abren a perspectivas generales tan amplias como repletas de guiños, protagonizadas en ocasiones por animales fuera de lugar. Hay ilustraciones repetidas que varían solo en la iluminación, según el día o la noche, o según la estación, sea invierno o verano. En ninguna de esas versiones hay variación de elementos, no hay evolución o desgaste, sólo cambios en la luz o de las mismas siluetas reconvertidas en nieve, musgo o agua, lo cual niega la existencia de una narrativa temporal. Son, estrictamente, versiones de la misma imagen, ejercicios imaginativos del autor. Como lo son también los dibujos aislados, a contrapágina, de automóviles antiguos invadidos por la vegetación, un poco su sello de marca.
La edición de la editorial TomoDomo, en formato apaisado y con sobrecubierta, incluye, además de un índice con los lugares de origen que adaptan las ilustraciones, una entrevista de 50 preguntas realizada al autor. Yo sugiero no leerla. Los que ya saben de qué pie cojeo supondrán por qué. En ella, TOKYO GENSO habla de sus gustos y aficiones, así como de su inspiración para crear muchas de las ilustraciones de este libro. Ya lo he escrito alguna otra vez: a mi parecer, conocer los motivos y razones del autor suele aportar valores nuevos a la interpretación del lector, e incluso alguna lectura no captada, sí, pero en muchas ocasiones, sea por falso argumento de autoridad, sea por contradicción con lo interpretado, acaba restando riqueza a la obra. Este es uno de esos casos en los que ese peligro se hace cierto. Algunos de los misterios que enriquecen los dibujos resultan ser caprichos personales del autor procedentes de sus aficiones y querencias, lo cual puede solaparse con alguna de las interpretaciones realizadas a priori y sepultarla, alejando a la obra de esa fascinante propuesta mixta entre postapocalipsis y mundo alternativo. Creo que este imaginativo artbook se disfruta más desde el desconocimiento, intentando encontrar significados a la progresión de sus maravillosas ilustraciones digitales, tan parecidas a esos fondos de videojuegos que el autor diseña.
He disfrutado enormemente con este libro, aunque me deja una miaja de tristeza. Comprobando el impacto que tiene sobre un lector extranjero, me fastidia no poder contemplar un ejercicio de imaginación semejante sobre mi propia ciudad, o al menos sobre una cuyos edificios y calles pueda identificar. Tras comparar en internet las ilustraciones con sus respectivas localizaciones tokiotas, afirmo que este álbum es asombroso.
El arte de TOKYO GENSO. Imágenes de un Japón inusitado (Tomo Domo, 2023)
TOKYO GENSO Sakuhinshuu (2021)
Traducción: Ana María Caro
Tapa dura. 144pp. 22€
Ficha en la web de la editorial