Qué sugerente e inusual es este Donantes de sueño de la estadounidense Karen Russell. La novela narra el avance de una epidemia de insomnio extremo, una misteriosa enfermedad que condena a los infectados a una muerte horrible y lenta. La única esperanza de los insomnes es recibir una transfusión de sueño REM, unas horas de descanso reparador que solo se pueden extraer de personas sanas dispuestas a renunciar a ellas. Y es en esa transacción altruista, con todo lo que conlleva (el sacrificio de los donantes, las obligaciones morales y sus límites, la instrumentalización de la solidaridad, la legitimidad —o no— de la manipulación y el chantaje emocional en aras de una buena causa), donde Russell pone el foco. Porque a la autora no le interesa ni indagar en el origen de la enfermedad ni explorar su impacto en la civilización ni relatar los esfuerzos de los científicos para combatirla ni desgranar en qué consiste exactamente esa oscura tecnología que permite traspasar el descanso de una persona a otra. Todos estos elementos, que hubieran suministrado material de sobra para alimentar otro tipo de historia, son en este caso una mera excusa, el McGuffin del que se sirve Russel para hablar de otras cosas, entre las que destaca fundamentalmente una: hasta qué punto estaría justificado perjudicar a un inocente para beneficiar a un gran número de personas.
La sombra de un clásico, Los que se alejan de Omelas, planea inevitablemente sobre cualquier texto mínimamente ambicioso que pretenda abordar este tipo de dilema. La situación que plantea Russell es mucho más de andar por casa, menos extrema y desgarradora que la descrita por Le Guin, pero ello no la hace menos interesante. Sobre todo porque, a medida que la historia avanza, la autora va apretando paulatinamente los tornillos, añadiendo una vuelta de tuerca tras otra hasta que se acaban desdibujando los contornos de lo obvio (todos sabemos, claro, que lo razonable es ser solidarios, que renunciar a una pequeña parte de tu descanso a cambio de prolongar la vida de otros es el único comportamiento decente en una situación como que se plantea en la novela) para adentrarse en terrenos cada vez más tenebrosos.
La protagonista (y narradora en primera persona) es Trish Edgewater, cuyo trabajo consiste en captar donantes para las Brigadas Duermevela, una de las organizaciones benéficas encargadas de gestionar las transfusiones de sueño. Trish, cuya hermana fue una de las primeras víctimas mortales de la epidemia, vive atormentada por este suceso y, al mismo tiempo, no duda en explotarlo para atraer voluntarios a la causa. Son precisamente sus dotes de persuasión las que le permiten detectar a la única donante universal conocida, la Bebé A, una niña de pocos meses. Los infantes, explica Trish en un momento dado, producen un descanso «puro y vigorizante, totalmente incontaminado de terror adulto», y el de la Bebé A es el mejor de todos. Así que cosecharlo es imperativo, especialmente tras la entrada en escena del Donante Y, cuyo sueño REM contaminado causa un brote de pesadillas espantosas que solo las transfusiones de la Bebé A parecen ser capaces de erradicar.
Karen Russell tiene una curiosa manera de escribir, sencilla y poética al mismo tiempo, que transmite a la perfección el ambiente desquiciado de una sociedad lastrada por la falta crónica de sueño (los insomnes se reúnen para beber y drogarse en una suerte de verbenas de pueblo con ambiente postapocalíptico), la indefensión de los durmientes (así es descrito un anciano en coma que firmó un contrato de donación justo antes de perder la conciencia: «El animal huérfano que es su cuerpo […] amarrado al catre, con el casco puesto. Con calcetines»), el trauma de Trish («A veces pienso que el médico indicado podría abrirme el pecho y encontrarse ahí a mi hermana, congelada dentro de mí, como una cara en un medallón») y su relación ambivalente con los padres de la Bebé A.
Todos estos elementos se van entretejiendo con la creciente inquietud de la protagonista a medida que comienza a replantearse los límites éticos de su propia labor y percibe que los contornos de unas verdades que siempre había percibido como absolutas se están emborronando poco a poco. «Se han salvado centenares de vidas gracias a las donaciones de la Bebé A», dice con orgullo en un momento dado. E inmediatamente después añade: «Estoy convencida de que la vida de la Bebé A habría sido mucho mejor si no la hubiese encontrado». Trish repara en que a las enfermeras encargadas de extraer el sueño de la pequeña se les escapa alguna que otra risita nerviosa durante el proceso —no todas apoyan la donación infantil—, y algunas censuran abiertamente el comportamiento de la madre de la niña por permitir las transfusiones: ¿Acaso no debería ella priorizar el bienestar de su hija por encima de cualquier otra consideración? El responsable de la remesa de sueño contaminado, el Donante Y, se convierte también en motivo de obsesión para Trish: ¿Se trata de un terrorista, un saboteador? ¿O es tan solo un inocente que cometió un error involuntario? Hambrienta de certezas a las que aferrarse, de etiquetas sin matices, se consuela fantaseando con que el Donante Y, que tanto daño ha causado, sea «pura maldad».
Donantes de sueño es una novela fascinante que se lee en dos sentadas. Cargada de fatalismo (la resignación con la que la sociedad parece aceptar su destino evoca nuestra propia parálisis ante el cambio climático), está impregnada de un aire onírico, como alucinado y pegajoso, que casa muy bien con el tema de la privación del sueño y, sobre todo, ayuda a pasar por alto los aspectos menos conseguidos de la novela (es difícil tragarse eso de las pesadillas contagiosas y las transfusiones de descanso) para que el lector pueda centrarse en lo realmente importante: la exploración de la amplia gama de grises que puede llegar a teñir conceptos tan elevados como el altruismo, la ética, la moral y la justicia.
Donantes de sueño, de Karen Russell (Sexto Piso, 2023)
Sleep Donation (2014)
Trad. Rubén Martín Giráldez
180 pp. Tapa Blanda. 19,90€
Ficha en la web de la editorial