The Shards (Los destrozos), de Bret Easton Ellis

La pelota que lancé jugando en el parque aún no ha tocado el suelo
Dylan Thomas

The ShardsEs curioso porque nunca diría que uno de los ejes principales de una novela puede ser una única palabra, pero en el caso de The Shards, la nueva novela de Bret Easton Ellis, se puede decir sin dudar demasiado. Me explico. Así como se ha dicho en más de una ocasión que la palabra más importante en el léxico de Cormac McCarthy es ‘and’, por esos rítmicos polisíndetons a los que es tan proclive y que se le dan tan bien –no como a Fresán– en el caso de esta novela se puede decir, con igual pertinencia, que la clave está en la palabra ‘narrative’. Es decir, en la constante mención a esa imagen que proyectamos de nosotros mismos, esa ficción de la que nos rodeamos para protegernos.

No sé qué equivalente castellano habrá escogido el traductor o la traductora porque –impaciente– la he leído en inglés, pero el narrador repite muy significativamente la palabra ‘narrative’ para referirse a ese discurso que te creas, para referirse a esa imagen que proyectas de ti mismo en esos años tan vulnerables. (Actitud que no es privativa, como bien sabemos, de nuestras adolescencias). Eso crea un nudo de fantasías, de ficciones dentro de las vidas de estos críos, que hace que encontrar la verdadera personalidad de cada uno sea difícil. Me recuerda a aquellas palabras de Kurt Vonnegut, que no recuerdo donde leí, pero que decían algo así como: ‘cuidado con lo que pretendas ser, porque eres lo que pretendes ser’. Lo que hay que preguntarse ahora es: ¿por qué sentimos la necesidad de crearnos esas ‘narratives’, esas ficciones, alrededor de nosotros mismos? Ahí está una de nuestras claves como torpe y frágil especie animal, yo diría.

¿Qué nos asusta? ¿Lo que nos asusta está ahí afuera? ¿O aquí, cerebro adentro, como convencimientos propios? Y también nos creamos esas narrativas para impresionar. Porque ¿creemos que la verdad no será suficiente? Todo este conflicto mental lo vemos escenificado en The Shards: las decisiones que toman los personajes, los comportamientos que se derivan de todos estos circuitos mentales, tortuosos y equivocados, son reveladoras de todo un sufrimiento en un entorno en el que por otra parte vemos personajes ellisianos sensibles, preocupados por una vez por la insensibilidad ante el dolor ajeno. Easton Ellis es un gran conversacionalista, y su prosa, como sus personajes, si bien quizá no se ha dulcificado, sí se ha suavizado un poco, es menos cortante y menos gélida de lo que podíamos esperar.

En la novela hay adolescentes en un centro privado de Los Ángeles en su último año de instituto. El narrador, que también se llama Bret (como en Lunar Park), es un personaje que no me atrevería a calificar de ‘dulce’, pero sí es la versión lo más dulce posible que nos haya dado Ellis de un personaje. Ese frío desapego de los personajes de Menos que cero, Las leyes de la atracción o Los confidentes, esa actitud narcotizada, distanciada de la vida y de los sufrimientos ajenos, ese blindaje ante el entorno que sabemos que tan bien domina, en The Shards, no está. Vemos unos adolescentes tranquilos, promiscuos y pasablemente toxicómanos, pero tranquilos y, sobre todo, conscientes y preocupados por su entorno. Algo que destaca en un momento de la novela en el que uno de los amigos del narrador muere y él ve que sólo dos días después, en el instituto, la gente ya hace bromas sucias sobre esa muerte, burlándose de su manera de morir, y luego ya nada, rápido pasan página y la gente desplaza de sus mentes esa muerte prematura en favor de otras urgencias más estimulantes como decidir quién protagonizará la ceremonia formal de fin de curso o los aciertos y desaciertos de los últimos estrenos de la cartelera.

Bret Easton EllisNovelas de instituto hay muchas, generalmente excelentes. Una paz solo nuestra (A Separate Peace), de John Knowles, o Rebeldes (The Outsiders), de Susan E. Hinton, son dos que me vienen instantáneamente a la memoria. Aquí, entre nosotros, la mucho más reciente Listas, guapas, limpias, de Anna Pacheco, se centraba también en las amistades adolescentes, siempre fluctuantes, y en cómo los condicionantes sociales, a veces, pueden determinar una relación de amistad, algo que en Easton Ellis no existe porque la única clase que hay es la del poder. Lo que sí existe es el miedo. Y lo que hacemos con ese miedo hasta enrarecer el ambiente. Explican nuestra adultez, estas novelas.

En la novela de Easton Ellis tenemos un narrador que rememora unos hechos cruciales en su vida cuando nada era fácil de entender porque la manera de relacionarse en esos años era a base de mentiras y de esas ‘narratives’ falsarias que se construían todos por el puro miedo al rechazo. La inseguridad, el miedo y la falsedad, y la consecuente necesidad de construirnos una ‘narrative’, una imagen que nos justifique ante los demás, no nos abandona nunca, como decía. Vuelvo a la novela, ahora.

Hay un horror intangible en la ciudad.

En Los Ángeles hay un asesino en serie, conocido como The Trawler, con su modus operandi particular detallado sólo hasta cierto punto en la prensa. La llegada de Robert Mallory como nuevo alumno de último curso a la clase de Bret hace que Bret ligue un hecho con el otro, la incorporación del nuevo con los asesinatos en la ciudad, hasta convencerse de que hay relación directa entre el nuevo y el asesino en serie. Se crea su propia ‘narrative’ de los hechos. Lo que se esconde detrás de estos constructos es lo realmente terrible. Hay un vaivén constante entre la historia personal de la vida de un instituto de élite –donde tiene una novia, como todo el mundo sabe, y varios amantes masculinos, como nadie más sabe– y la crónica negra de la ciudad. Esto espolea una atmósfera de miedo y paranoia.

Hay en esta novela un narrar por el simple placer de narrar. El autor ha escrito un trasfondo, que es el colegio de élite, sus amistades, sus amores, su desembridada bisexualidad, y, sobre todo, a sí mismo y sus rutinas escolares, que está pespunteado por el conocimiento que tiene el narrador de unos hechos que los protagonistas aún no han vivido. Así, nosotros, leyendo, vamos recibiendo puntuales advertencias de lo que está por llegar, generando expectativas y aumentando la tensión al modificar así lo narrado con las señales ominosas de lo que vendrá. Muchas páginas se podrían omitir y la novela quedaría igual, con su contexto y su balanceo entre la inocencia y su pérdida inminente, así que entendería que alguien me dijese que le ha aburrido o que algunas partes le han parecido sobrantes, pero a mí, no sé si porque es uno de mis autores favoritos o no pero me ha encantado verle ahí, describiendo fiestas (normales), el miedo del narrador a ser rechazado y por tanto su necesidad de construirse una ‘narrative’ que encaje con lo que se espera de él en su entorno, la atmósfera de miedo en la ciudad, de persecución (un poco a la manera, ahora que lo pienso, de El pasajero de Cormac McCarthy), aunque sin poder atribuirlo a nada en concreto.

The ShardsTambién entendería que alguien me dijese que el cambio de actitud del narrador, al ser explícito y confeso, lo hace forzado, ortopédico. Decide apartarse de las implicaciones emocionales que le unen a sus coetáneos, decide que para estar mejor tiene que fortalecerse y escudarse en esa indolencia. Pero yo creo que es natural porque así ocurren las cosas, o pueden ocurrir así, también: de repente nos damos cuenta que nuestra actitud es equivocada, y tenemos que cambiar, y esos cambios se dan de un día para otro.

Volviendo un segundo a una mención anterior, tanto en El pasajero como en The Shards vemos un terror atmosférico, un peligro constante pero al que no podemos identificar, vemos paranoia (o no) en 1980 y 1981, vemos cómo una historia colectiva modifica la personal. No puedo evitar pensarlo así: Bret Eason Ellis y Cormac McCarthy han vuelto a publicar novela después de muchos años. Autores de imaginarios escalofriantes, de prosas que no tienen nada que ver la una con la otra hasta el punto de que no le veo mucho sentido ni mucho interés a compararles, pero tanto El pasajero y Stella Maris como The Shards las he leído con el entusiasmo previo de saber que un autor admirado, querido, ha vuelto a escribir después de muchos años, y qué alegría ver parecidos entre ellos, aunque sean anecdóticos

Las reflexiones del narrador sobre su propia vocación de escritura le hacen dudar de sus percepciones: ¿no estará viendo en realidad algún detalle añadido?, ¿el horror que percibe en el aire tiene algún fundamento real? ¿No estará creando de más? Se podría hablar de autoficción o metanarrativa, como también se podía en la ya aludida Lunar Park, pero no me parecen gestos tan reveladores como para hacerlo. Sí creo, sin embargo, que no es casual esa duda continua del narrador sobre su propia manera de interpretar los hechos. Por lo que tiene de explicación de cómo escribe o cómo funciona su mente cuando escribe, y porque arroja una estimulante capa de confusión sobre los hechos. Ese narrador que se pasa el tiempo fabulando sin parar. Exagerando y elaborando sin fin. Confundiendo realidad y ficción para dar resultado a una imagen, a una narrativa que nos proteja.

Aunque tiene más aire de novela negra angelina en la línea de lo que escribe James Ellroy, The Shards también tiene un aire de novela o historia de terror atmosférico, sobre todo hacia el final, con algunas set pieces memorables que por el bien de la contundencia que les es propia prefiero no desvelar ni describir. Y todo esto, equilibrado, se funde en un final, esas dos estéticas junto con la incipiente atonía emocional que caracteriza a sus personajes, que es el caldo de cultivo social del que vienen los tan identificables personajes ellisianos.

The Shards, de Bret Easton Ellis
Faber and Faber, 2023
593 págs. Paperback.

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