Una de las experiencias inolvidables de mi año en EE.UU. fue un viaje por carretera de diez días alrededor de Four Corners; la encrucijada donde se encuentran Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México. Uno de los muchos recuerdos de aquel Spring Break de 2013 está unido a atravesar la nación navaja; el territorio gobernado por nativos más extenso del país donde te puedes encontrar letreros en Km o la única rotonda en mis viajes por las carreteras del sur de EE.UU. Lo más impactante fue visitar Monument Valley y su entorno con un guía navajo a lo largo de una fría mañana. En vez de elegir el trayecto más turístico, nos decantamos por un recorrido por sitios sólo permitidos a navajos (o, en nuestro caso, personas acompañadas por alguien de la tribu). Aparte de los paisajes, nos permitió arañar unas capas de la dureza de un modo de vida marcado por las condiciones en la reserva. Unos entornos empobrecidos con escasas posibilidades educativas, profesionales, de ocio, de atención, donde se vive atrapado en una telaraña de contradicciones de la que resulta casi imposible escapar. El desgarro entre mantener la tradición, seguir el paso de la sociedad ajena a la cultura de tus antecesores o ser capaz de sobrevivir en los intersticios entre ambas posturas. Este es el contexto en el cual crece El único indio bueno, novela donde Stephen Graham Jones se sirve de muchos de los resortes de la literatura de terror para trasladar al lector este trauma.
Ricky, Lewis, Gabe y Cass son los cuatro pies negros protagonistas. Una década atrás participaron en una matanza de ciervos en una zona restringida de su reserva de Montana y ahora les ha llegado el momento de hacer acto de contricción. Tal y como se observa durante el prólogo, una presencia conectada con aquel acontecimiento, caracterizada al principio como una mujer con cabeza de cierto, inicia una venganza que no sólo los tiene a ellos en el punto de mira. Cualquiera de las personas con las que se encuentren o formen parte de sus vidas pude convertirse en víctima colateral de este espíritu imparable.
Stephen Graham Jones a priori se muestra Kingiano a la hora de construir las historias de sus personajes. El elemento fantástico explora los puntos de ruptura de una cotidianidad con una serie de grietas que, tarde o temprano, se hubieran puesto de manifiesto. Es algo que se intuye en el prólogo, centrado en Ricky y la típica noche viernes que sale mal, y se desarrollo con amplitud en la primera sección de la novela; el encontronazo con la criatura de Lewis, el nativo que consiguió huir fuera de la reserva y halló su lugar en el mundo gracias a Peta, una mujer ajena a su tribu, y su empleo en el servicio postal. Hay detalles sintomáticos como el uso del calificativo de jefe por sus compañeros de trabajo, y otros más significativos, caso de la supresión ante Peta de una parte de su cultura y pasado. Una anulación en proceso de revertirse tras el primer incidente con el espíritu y la atracción por una compañera de trabajo crow, Shaney.
Las acciones del presente evidencian el cerco que se cierne sobre Ricky, Lewis, Cass y Gabe. Además es una ventana a su pasado y sus diferentes maneras de portar el equivalente a la marca de Caín. Ser nativo es una condición ante la cual hay diferentes estrategias pero un mismo resultado. Inevitable. Graham Jones desplaza su mirada adelante y atrás en el tiempo de forma inquieta sin perder agarre. Esa amplitud se extiende al uso de las palabras, con imágenes atrevidas que subrayan o profundizan en detalles de esas vidas rotas, unos tiempos verbales que inciden en ese carrusel cronológico sin perder el equilibrio, y un narrador omnisciente revelado en las últimas páginas que generalmente escribe desde la tercera persona salvo una serie de fragmentos en segunda que utiliza para acercar la criatura al receptor. Esta comprensión se establece en el plano emocional y deja la mutabilidad de su forma y su esencia tras un velo de indefinición que permite mantener el aire ominoso de una atmósfera angustiosa.
Este aire de condena y perdición se adhiere a la historia y al destino de los personajes desde una multitud de ámbitos. En todo momento se siente el racismo de un hombre blanco que ya no se comporta como en Wounded Knee pero se conserva esperando a emerger en cualquier aspecto de la vida. También la imposibilidad de cuadrar el círculo de ser fiel a unas raíces y encajar en un tejido social en las antípodas, sin renunciar a ese origen. Pero detrás no deja de sentirse la presencia de un universo inhóspito, insensible a las normas que decidas seguir, las costumbres por las que te guíes o quiénes sean tus apoyos. Un abismo particularmente tortuoso en la segunda mitad de El único indio bueno durante la cual Graham Jones se recrea en dos de sus cualidades como contador de historias. La anticipación de un desenlace funesto y la demora en precipitarlo. Algo que he vivido de manera perturbadora aunque, también, extenuante.
Pasada la página 300 he comenzado a sentir un cansancio fraguado en cómo se dilata un clímax que lleva construyéndose más de 100 páginas. No quiero poner en duda los aciertos de Graham Jones, caso de una sensación parcialmente alucinatoria durante la cuál se siembran dudas sobre qué hay de cierto en lo que están viviendo los protagonistas, pero también se afianza una pérdida de rotundidad que, en un puñado de páginas, bordea lo ridículo (¡ese partido de baloncesto!). Sin embargo como muestra de ese control del que hablaba, logra evitar la grieta con donaire y se zambulle en un final tajante, que resuelve muchas dudas mientras mantiene un halo de incertidumbre alrededor de la amenaza.
A destacar una vez más la traducción de Manuel de los Reyes. Inspirado a la hora de adaptar las peculiaridades del lenguaje de los nativos americanos, particularmente sus nombres.
El único indio bueno, de Stephen Graham Jones (La Biblioteca de Carfax, 2022)
The Only Good Indians (2020)
Traducción de Manuel de los Reyes
384pp. Rústica. 22,75 €
Ficha en la Tercera Fundación
Gracías por la reseña. Deseando encontrar el momento de ponerme con ella. Saludos.