Las primeras páginas de Huérfanos de La Tierra son de esas que agarran al lector por el pescuezo. Uno empieza a leer a modo de tanteo, cual bañista precavido que sumerge el dedo gordo en la piscina, y de repente se encuentra con que:
- La humanidad está en guerra con una civilización alienígena, los Arquitectos. Y va perdiendo porque sus enemigos son, aparentemente, invencibles.
- Resulta que los Arquitectos son unos seres gigantescos, del tamaño de la luna, que, por motivos que escapan a nuestra comprensión, se dedican a deformar planetas enteros para convertirlos en grotescas esculturas.
- La Tierra dejó de existir hace décadas, transformada en una de esas «obras de arte».
- Desde la caída de La Tierra, el planeta Berlenhof funciona a modo de «capital» de los distintos asentamientos humanos que hay diseminados por toda la galaxia. Y un Arquitecto acaba de materializarse allí.
Me demoro en el arranque porque es brutal, pero también porque constituye una muestra pintiparada de cuáles son los puntos fuertes de Adrian Tchaikovsky como autor: su ambición, su capacidad de fascinar con los universos que imagina y su habilidad para describirlos de la manera más impactante posible. Incluso una obra menor como la fallida The Doors of Eden (no traducida al español) queda redimida por lo imaginativa que es y el puñado de instantes asombrosos que brinda. Por supuesto, todas estas características típicamente tchaikovskianas son fácilmente reconocibles en su novela de ciencia ficción más importante, la notable Herederos del tiempo, sobre la que Ignacio Illarregui escribió hace poco aquí en C. Y, desde este punto de vista, Huérfanos de La Tierra cumple también con creces todo lo que se espera de ella: el sentido de la maravilla, la aventura, la lectura como evasión.
La novela, primera entrega de la Saga de la Arquitectura Final, sigue las andanzas de la tripulación de una pequeña nave de rescate, la Dios Buitre, integrada por una pandilla heterogénea, simpaticona y con cierta tendencia a meterse en líos. Por sus páginas circulan personajes de lo más variopinto —tipos alterados quirúrgicamente para poder ser utilizados como arma contra los Arquitectos, cangrejos alienígenas que alquilan su cuerpo como soporte publicitario para recaudar fondos para sus futuras crías, guerreras concebidas por partenogénesis y robots autoconscientes formados por enjambres de insectos ciborg, por citar solo a unos cuantos— y conceptos intrigantes como el «nospacio», un ¿lugar? ¿dimensión? que permite recorrer grandes distancias en poco tiempo, pero en el que parece acechar una presencia amenazante que pone a prueba la cordura de los pilotos que osan adentrarse en él.
Los protagonistas son lo suficientemente interesantes como para les acabes tomando cariño a todos, y Tchaikovsky consigue darle a la narración justo el tono adecuado: a medio camino entre la gravedad que requiere una historia en la que la supervivencia de la especie está en juego y el tono ligero, un poco de no tomarse demasiado en serio a sí misma, que pide una novela eminentemente de aventuras plagada de tiroteos con pistolas de rayos. Pero lo más destacable de Huérfanos de La Tierra, más que los personajes o la trama o el estilo, es el escenario en el que todo ocurre, la habilidad del autor para proyectar y describir los conflictos que podrían generarse a partir de una situación como la planteada en el libro: con nuestra especie desperdigada en multitud de planetas distantes, compitiendo o colaborando con razas alienígenas más o menos amistosas y más o menos incomprensibles, y una sociedad a la que se han incorporado diferentes «creaciones humanas» ahora emancipadas o superfluas, como las inteligencias artificiales autoconscientes o los humanos modificados genéticamente para participar en guerras ya pasadas. Es ahí, en las tensiones que se producen tanto en las distancias cortas como a gran escala, en los tejemanejes políticos, los prejuicios personales y los odios y las filias de las diferentes facciones, donde se encuentra lo más enjundioso de la novela: un universo extremadamente complejo con dinámicas realistas y en cuya construcción todo parece haber sido calculado al detalle.
Huérfanos de La Tierra adolece, por lo demás, de una cierta intrascendencia que le impide alcanzar el nivel de, por ejemplo, Herederos del tiempo, donde, como escribí en su día, sí que se abordan —hasta cierto punto— algunos de los problemas de nuestra sociedad, y sí que había —de nuevo, hasta cierto punto— una introspección que invitaba a reflexionar acerca de lo que significa ser humano. No encuentro nada de eso en Huérfanos de La Tierra, que se limita a ser un pasarratos solvente, entretenimiento puro y duro; una sucesión de persecuciones espaciales, alienígenas excéntricos y escenas de acción salpimentadas, eso sí, con un puñado de conceptos deslumbrantes. Esto no es necesariamente malo, faltaría más: disfruté mucho con la vastedad inconmesurable de los Arquitectos, los misterios del «nospacio» y explorando, de la mano de la Dios Buitre, el fascinante universo concebido por Tchaikovsky. Pero a veces la sensación de haber estado leyendo algo que podría haber sido excelente y se queda en, simplemente, bueno, deja un regusto ligeramente amargo.
Huérfanos de la Tierra (Alamut, 2021)
Shards of Earth (2021)
Traducción: Julián Díez
Tapa dura. 461pp. 29,95€
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