Por lo que leo por ahí, parece un hecho que la good ol´ science fiction se muere o está en camino de ello (quizá feneció el mes pasado y no me he enterado todavía). En realidad no tengo muy claro si esto es cierto, o incluso si me importa, pero démoslo por válido, que de alguna manera tengo que empezar la reseña y ya llevo cuatro borradores.
Quizá durante el siglo pasado abusamos de los euforizantes y la energía barata y nos creímos a los charlatanes que prometían un siglo XXI de coches voladores, chachas robóticas y discotecas siderales y claro, con el bajón, vino la frustración; al final los aguafiestas de la new wave tenían razón, el futuro es aburrido (aunque esto podría discutirse) y la cf nos había engañado con promesas vacuas. Así que, con el tiempo, la propia cf acabó rindiéndose ante los embates de la fantasía, la space opera cada vez más barroca y ensimismada o la versión “seria” de esa ciencia ficción fantástica, la de las singularidades, el evento mágico que lo va a cambiar todo sin que tengamos que hacer nada. Al mismo tiempo y visto el percal, los más presentables, los prospectivos, se han pirado a la literatura general, los muy traidores. Así que cierta ciencia ficción que en mi trastornado entender sigue siendo válida, la que se apoya en los conceptos científicos más avanzados de su tiempo para intentar entender el mundo, la naturaleza del ser humano y su lugar en el (des)orden de las cosas y volarte la cabeza de paso, sólo la practican cuatro gatos para un público de dos tarados. Pero por suerte, los tarados contamos con el gato más chulo de la ciudad, Peter Watts, que con su implacable combinación de prosa densa y científicamente rigurosa, desafiantes conceptos científicos y filosóficos, socarrón sentido del humor y una visión quirúrgica de la psique humana enfrentada a la realidad del universo, se ha convertido en la rueda a seguir. Y un buen punto de partida para conocer su obra, su estilo y sus temas, es este puñadito de relatos que acaba de publicar Fata Libelli bajo el título de Ad astra: cuentos de ficción científica.
Tras una excelentísima, inteligentísima, acertadísima y exquisita introducción al wattsverso a cargo de Manuel de los Reyes (traductor tanto de Ad astra como de Visión ciega), que nos dejará en el estado mental adecuado para lo que vamos a leer, la antología comienza con “Malak”. Se trata de un relato escrito desde el punto de vista de Azrael, un sofisticado dron militar gobernado por una inteligencia artificial equipada con una primitiva consciencia experimental. Es un relato que examina los problemas de la consciencia artificial aplicada a la hipocresía de la guerra moderna, hipocresía que cristaliza en el concepto “daño colateral” y su difícil traducción a las matemáticas, el lenguaje con el que los drones interpretan la realidad, es decir, cómo la representan en su mente consciente. Cuando Azrael descubre que Dios le está mintiendo, imponiéndole su propia ficción arbitraria por encima del lenguaje puro de la lógica matemática, se desatan las inevitables consecuencias.
En el siguiente relato, “Un nicho”, se da respuesta a una cuestión que nos atormentó a muchos al leer Visión ciega. Y la cuestión es; ¿por qué se envía a una misión transcendental de primer contacto a un puñado de tarados asociales, en vez de a marines calvos del espacio armados hasta los dientes, acompañados de un par de científicas macizorras, un robot gracioso y un enano? Pues por eso mismo, porque hay que estar muy tarado para enfrentarse con éxito a situaciones psicológicas extremas en entornos más extremos aún. En este caso dos mujeres, Clarke y Ballard (ojo, aquí hay más chicha que el mero guiño referencial de cachondeo), protagonizan un psicodrama muy jodido en una base científica ubicada en el fondo de una fosa abisal, mientras se ocupan del mantenimiento de la maquinaria que extrae la inmensa energía que genera una grieta volcánica submarina. La progresiva y morosa exploración ballardiana de la psique de Lenie Clarke, su retroalimentación con el entorno, la proyección de su yo interior completamente desequilibrado sobre ese alucinante paisaje abisal y las fascinantes criaturas que lo habitan, como si fuesen los fantasmas terribles de su subconsciente, me ha vuelto muy loco.
A continuación encontramos “La isla”, un cuento sencillamente espectacular. Unos currelas de la dirección general de carreteras del lejanísimo futuro vagan por el espacio, construyendo las autopistas interestelares que la raza antes conocida como humana recorrerá en sus inescrutables viajes a través del universo. La cosa consiste en que cada vez que encuentran un lugar adecuado donde construir un portal para acceder a un agujero de gusano, el capataz, la IA de la nave, despierta a uno o varios miembros del personal y los pone a supervisar los imprevistos que puedan surgir en la obra, llevada a cabo sobre el terreno por unas sofisticadas nanomáquinas. La IA sigue encabezonada en cumplir la misión que se les asignó hace millones de años y que ya carece de sentido (“¿seguirán recibiendo la nómina?”, “¿en qué se la gastarán?”, “¿a cuánto ascenderán las dietas a estas alturas?”, eran sólo algunas de las trascendentales preguntas que me surgieron mientras leía el relato) porque la vida de los humanos de a bordo se limita a breves espacios de vigilia y trabajo, momentos engarzados en un hilo de olvido de millones de años de espacio tiempo, viajando a toda velocidad hacia ninguna parte, habiendo perdido la esperanza de reunirse con una raza humana que los ha olvidado o simplemente los ignora, que se encuentra más allá de lo alienígena o lo divino.
Esta historia lo tiene todo para que me enamore de ella y quiera hacerle muchos hijos; primer contacto con una pústula alienígena de una esfera Dyson inteligente, cuyo comportamiento (el de la pústula) se asemeja al personaje de Rowan Atkinson en La víbora negra, apología de la lucha obrera, recurrente y graciosísimo abuso verbal contra un pobre chavalín, sentido de la maravilla a toneladas y, sobre todo, la sensación de que ahí hay decenas de historias fascinantes, es como atisbar el interior de una maravillosa caja de juguetes durante unos momentos, antes de que se vuelva a cerrar para siempre y te quedes imaginando lo que podría haber allí dentro.
En “Las cosas”, Watts toma como válida la teoría pajera que afirma que, al final de la película, uno de los dos supervivientes, Childs y McReady, es el bicho (confirmado por Carpenter en un tweet), y se curra un tremendo trabajo de orfebrería narrando la película desde el punto de vista de un mostro del espacio que no posee una consciencia individual y cerrada como los seres humanos, sino múltiple. Así, la historia se convierte en una desgraciada historia de primer contacto a la inversa que sale fatal porque los humanos nos emperramos en llevarle la contraria a las leyes del universo y la eficacia evolutiva con nuestras consciencias individuales y cerradas, incapaces de comprender y aceptar la gloriosa integración celular con una entidad extraterrestre. Resulta muy ingeniosa y valiente (hay que tenerlos bien puestos para sacar adelante un relato escrito desde el punto de vista de un ser vivo que posee múltiples identidades individuales), pero si no se saben La cosa de memoria, recomiendo ver la película antes de leer el cuento para poder seguir sin perderse el ajetreo de personajes, cuerpos, brotes y células descarriadas. En caso contrario, puede convertirse en un relato bastante arduo de leer.
Y la antología finaliza con “El plato fuerte”, en mi opinión las historia más floja de las cinco, una sátira de trazo algo grueso que ridiculiza tanto el ecologismo estúpido como la explotación descerebrada de los recursos marinos, demostrando que los extremos se tocan de algún modo. En un cercano futuro en el que se ha esquilmado el océano de casi toda vida animal, se descubre que las orcas son animales racionales capaces de hablar si se emplea el traductor adecuado. ¿Y qué harán los seres humanos y las orcas una vez hayan entrado en contacto?, pues lo que suelen hacer dos especies depredadoras implacables, llegar a un acuerdo para seguir sobreviviendo. A costa de lo que sea..
En resumiendo, Watts es ya para mí el putoamo, la referencia que separa a los hombres de los niños en cuanto a cf, cf hard (o la etiqueta que prefieran) contemporánea se refiere. No les digo más que sería capaz hasta de leerme esa novela sobre el videojuego Crysis 2 (cuarenta pavos tirados a la basura), mientras espero la secuela lateral de Visión ciega con el hype saliéndome por las orejas. Lo ideal sería que Fata Libelli vendiera sartenadas y sartenadas de esta antología (risa sardónica) y el año que viene apareciese publicado Ad astra 2, La Venganza, porque material hay…, pero me temo lo peor. Así que ya sabes, si no compras Ad astra, me caes mal.
Ad astra: cuentos de ficción científica, de Peter Watts, Laurie Channer.
Trad. de Manuel de los Reyes.
Fata Libelli 2013
Libro electrónico, 4,90€
La relación del punto de partida de La isla con el de la serie Stargate Universe es sorprendente.