I felt like sleeping for five years but they wouldn’t let me.
Charles Bukowski
No es casualidad que Eudald Espluga escogiera la novela Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh para empezar su ensayo sobre el desgaste emocional y físico que define nuestro tiempo. En No seas tú mismo. Apuntes sobre una generación fatigada, Espluga mencionaba que la narradora “quiere desaparecer, perder la conciencia de su propia subjetividad” –tan asqueada está de todo–, y para eso necesita un entorno nuevo, desprendido del que ya conoce, que le permita ser algo diferente. Necesita que las exigencias, las emociones y el futuro que le espera, cambien. Necesita un mundo nuevo porque el que conoce, para ella, no sirve. Es así que se puede leer esta novela como un relato postapocalíptico, como un fin de mundo (o como la consecuencia de ese fin de mundo).
El título de la novela se refiere al año de descanso que se autorreceta la protagonista como cura ante la hostilidad del mundo en el que vive. Es el fin de la velocidad y la hiperabundancia de hechos que marcan la vida joven de la narradora que vive en Nueva York sin problemas económicos (por la por otra parte traumática herencia recibida por orfandad). Todo se detiene. En medio de esa vorágine de producción continua, de esa fatiga de la que habla Espluga en su ensayo, Moshfegh hace un alto en el camino, detiene la maquinaria, e imagina una historia en la que la protagonista y narradora no hace nada, absolutamente nada, más que dormir y empastillarse para dormir. Ese paréntesis, aparte de lo que tiene de rechazo de todo un sistema de vida, social y económico, del que no nos podemos escapar, o del que como mínimo parece que no nos podamos escapar, tiene muchos aires de relato postapocalíptico por lo que tiene de consecuencia devastada de un mundo en el que ya no se puede vivir.
No hay que confundir ese rechazo con ignorar los sufrimientos ajenos. El rechazo al mundo es por no poder más. Estamos ante una dejación, como dice Eudald Espluga en su ensayo, que resquebraja “el discurso hegemónico del emprendedor”. De un emprendedor que se plega encantado, sobra decir, a las exigencias de producción de nuestro tiempo, y que asimismo las propaga. La protagonista de la novela impugna los discursos hegemónicos y prestigiantes de la autoexplotación.
El estado de su apartamento y su propio estado físico son la dejadez, la ruina y el deterioro propios de los mundos devastados que vemos en las historias postapocalítpticas canónicas. Todo son restos, todo está roto y sucio. Abandonado. Y lo que queda es un resto humano, la narradora, que sigue viva por inercia, que tira de recuerdos (no siempre felices) porque su presente y por lo que parece su futuro inmediato no son prometedores de nada que valga la pena intentar. Son lo que queda después del derrumbe, no uno exterior sino en este caso interior y muy conocido por todos nosotros.
Eso es. No hay imaginario cienciaficcionesco propiamente dicho. No es un deterioro global, objetivo, el que describe la narradora, por el que pasa, arrastrándose, la narradora, ni hay edificios caídos ni vegetación recubriendo la calles ni lejanos rumores de canibalismo. Es como si el apocalipsis se hubiera colado, o hubiese empezado a impregnar el mundo, lentamente, en forma de mentalidad malsana y exigencias inasumibles, y sólo ella, la narradora lúcida y consecuente de la novela, se hubiera dado cuenta y sufrido las consecuencias y hubiera optado por la hibernación como única salida viable a esa situación. El resto de su entorno, anestesiado por la rutina y las mentalidades acríticas que lo dominan todo, sigue como siempre sin darse cuenta de que, participando del mundo con lo que el mundo espera de uno, no puede haber mucha esperanza de cambio para mejorar las cosas, y sin darse cuenta, tampoco, de que el rechazo, la impugnación radical de la realidad, como hace la narradora, es la opción más edificante, lo más significativo que se puede hacer. Ante este ritmo letal de la vida, ante estas exigencias vesánicas, opongo la nada. Y esa nada es la nada del postapocalipsis.
Sólo personas visionarias ven más allá. Y se atienen a las consecuencias, como la narradora de Ottessa Moshfegh. La autodestrucción (su encierro y devoción por las películas de Harrison Ford y Whoopi Goldberg), su pastilleo, su definitiva entrega a la comida basura y su única intención de hibernar como autodefensa ante este mundo loco loco loco loco, y la manera cruel y despectiva en que trata a su (buena) amiga Reva, son las maneras duras, broncas, crispadas, de la gente que ha visto el postapocalipsis. Que se arrastra entre las ruinas que no todo el mundo sabe ver.
La nieve cayendo no cae grácil y decembrina en la novela. Cae gris y a lo bruto y en toda su crudeza. Las fiestas son las de la gente que está sola. Las de la gente que ha sobrevivido a sus parientes. Las de la orfandad. Nada hay de calor humano en esta historia. Lo que vemos es la consecuencia de un mundo enfermo, como en toda historia postapocalíptica, y también, por tanto, lo que vemos es una brillante historia de supervivencia.
La consecuencia del apocalipsis es, claro, el postapocalipsis; lo que pasa en esta novela es que un escenario no se deriva del anterior, no hay una secuencia. Lo que ocurre en Mi año de descanso y relajación es que los dos planos se superponen. El postapocalipsis se superpone a ese mundo en caída libre, y se erige en crisálida de protección y rejuvenecimiento emocional –aunque sea bronco– y en postapocalipsis deseado, planeado como forma de vida o como tábula rasa. Lo temible, de todos modos, es que todo ese postapocalipsis autoinducido converge hacia el 11-S y sobre todo hacia la sociedad obsecenamente hipervigilada del post 11-S. Pero eso la narradora no lo sabe y prefiere, tal como están las cosas, los restos de vida hibernada antes que la vida plena y a disposición de la maquinaria de la proyección pública y el trabajo autimpuesto. Lo que vemos no es la quietud de la calma y la regeneración, sino la tensa, crepitante, expectante quietud que sigue al apocalipsis.