Publicar y que te reconozcan no es lo mismo para todo el mundo. Esto, que puede parecer de cajón, no lo es, y no está de más repetirlo para recordarlo y para que los motivos arraiguen, o empiecen a arraigar, de una vez, en nosotros. Quizá debería decir, de todos modos, que lo que no es lo mismo para todo el mundo es, simplemente, llegar a publicar. Y no es lo mismo porque hay impedimentos sociales o burocráticos, que no tienen nada que ver con el talento, que dificultan o directamente imposibilitan la escritura. O dicho de otra manera: algunas vocaciones quedan atrofiadas por limitaciones extraliterarias.
Sin tiempo para escribir no podrás publicar, eso está claro. Pero, aparte de que hay que indagar en lo que hace que no tengamos tiempo, hay muchos otros motivos por los que llegar a publicar acaba siendo un proceso disuasorio, y no siempre los tenemos en mente ni son tan evidentes (porque lo que no me afecta a mí, no existe). La editorial Las afueras ha recuperado dos conferencias de Tillie Olsen que, bajo el título de una de ellas, Silencios, indagan en las circunstancias que obstaculizan la escritura y en el hecho de que determinados sectores tengan muchas más dificultades, para escribir y publicar, que otros.
Dice Tillie Olsen: “la mayoría de las grandes obras de la humanidad surgen a partir de aquellas vidas que pueden permitirse una dedicación y entrega completas”. Y Sergio Chesán, en “La literatura no es lugar para pobres’”, lo ha dicho, hace poco, así: “¿Quién puede permitirse ese sosiego del que hablan, ese trabajo constante, si, en un mundo cada vez más precarizado, las jornadas laborales interminables y la eterna angustia por no poder pagar el alquiler impiden el grado de dedicación que ellos mismos consideran indispensable?” Este es quizá el tema con el que casi todos y todas nos podemos identificar más fácilmente. Es un silenciamiento de clase, fácil de entender por lo visible que es, por lo extendido que está: trabajamos tanto que no podemos escribir. (Se puede sustituir ese ‘escribir’ por lo que sea, claro).
Más adelante, en “Una de doce: mujeres y escritoras en el siglo XX”, la segunda conferencia editada por Las afueras, dice Olsen, en nota al pie, que “un considerable porcentaje de escritores, críticos y académicos hombres, apartan conscientemente la escritura de las mujeres de toda consideración”. Conscientemente, dice. Aquí ya estamos ante un panorama peor, con silenciamientos intrínsecos, privativos del ecosistema literario y por tanto no atribuibles a la sociedad general, que son particularmente graves por lo que tienen de intencionados. Repitamos: la escritura de las mujeres se aparta conscientemente.
Y sí, es fácil estar de acuerdo, como digo, con el condicionante social de la falta de tiempo que te impide escribir. Y escandalizarse ante estos testimonios, aportados por Tillie Olsen en su estudio, tan crudos y estratégicos. Pero ¿y los silenciamientos menos evidentes? ¿Esos otros silenciamientos, igual de letales, tan integrados en la rutina que pasan desapercibidos? Es fácil estar de acuerdo con lo que también nos pasa a nosotros, aunque sea en menor medida, como también lo es estarlo si vemos que un determinado silenciamiento no se debe a una cuestión de clase sino a una mala intención directa, a una estructura de rechazo activo. Yo diría que sobre todo en esos casos, como vemos en el testimonio de Olsen, porque si las palabras son hechos, la intención es la flecha que clava esos hechos en las puertas de madera de entrada en la ciudad (por decirlo así).
Pero tan grave como esto es lo otro, lo que silenciamos con nuestra actitud y nuestras costumbres inmodificadas.
Porque yo estoy de acuerdo con todo lo analizado por Olsen, y siento que, a diferencia de otras personas afectas también a la escritura, tengo menos tiempo, y que, al día, me quedan para escribir sólo los minutos de la basura, y eso hace que me crea autorizado a compartir esa crítica. Y odio que críticos, escritores, editores, etcétera, hayan apartado la escritura de las mujeres conscientemente. Y sin embargo eso, que podría hacerme más consciente de estas injusticias, no lo hace, o lo hace sólo en un sentido puramente informativo, porque pese a todo sigo desplazando determinadas lecturas y al hacer eso contribuyo a los silenciamientos que critica Olsen. Eso es lo terrible: aunque esté de acuerdo con su crítica y yo mismo no disponga del capital, y por tanto del tiempo, para escribir más y más cómodamente, me incomoda escribir esta nota porque silencio. Porque me doy cuenta de que contribuyo a esas injusticias. De nada sirve estar de acuerdo si seguimos desplazando algunos nombres de nuestros prontuarios de lectura.
El rey quiere reinar y para eso necesita un reino afecto. Pues si tanto nos escandalizamos, hagamos algo y no seamos ese reino afecto.
En una serie de textos recopilados bajo el título, significativo y pertinente para lo que quiero decir en esta nota, de “[l]os que se quedan en casa”, escribió Sánchez Ferlosio que “[l]anzando sus artejos con larga antelación, la sociedad trata así de defenderse contra la amenaza de lo indeterminado, de abortar in nuce aquello que cada nuevo nacimiento puede traer de posibilidad, de originalidad capaz de confundirla y desbordarla”. Pareciera la explicación, también, de la actitud elitista y masculinizante de la sociedad lectora ante obras escritas por mujeres o por otros grupos silenciados. Por miedo a perder el dominio machorro del panorama, por miedo a perder ese poder, se silencia o desplaza toda voz que pueda confundir o desbordar esa sociedad literaria a la que trata de abrirse. Sociedad no sólo hipermasculinizada sino delirantemente gerontófila, quisiera añadir, por cierto.
Leyendo estas páginas, acumulando estos testimonios en la memoria, me doy cuenta de que es, ya digo, con vergüenza que los leo. Atención al testimonio que aporta James Tiptree (pseudónimo de Alice B. Sheldon, no está de más repetir ahora), en “Una mujer que escribe ciencia ficción”, recopilado en el volumen de cuentos y ensayos inéditos llamado Meet Me at Infinity, cuando describe el panorama literario: “Si estrujas a un ratón, chilla. Así, cuando la vida me estruja, chillo. Esto es, escribo. (…) Primero está la presencia oscurecedora del patriarcado a mi alrededor, (…), recortando mis posibilidades”, es decir, algo que no tiene nada que ver con la escritura, sino con ese poder, blanco y masculino, que se quiere perpetuar en el reino. Aparte de tener que trabajar sus cuarenta horas (como supongo que haría en sus años de la CIA), para pagar facturas y por tanto tener menos tiempo que otros (ahí estamos igual), hay que añadirle, a ese poco tiempo, el patriarcado limitante, que reducirá las posibilidades para publicar por criterios (delirios) que nada tienen que ver, como tan claro está en su caso, con su talento. Y eso que este texto es de 1986, cuando llevaba ya dos décadas escribiendo y publicando. ¿Cómo puede ser que esto sea así?
No sé si hago lo que debería para remediar lo que critico, para que los silencios en los que sí puedo incidir no sean tan sofocantes. Soy consciente, por ejemplo, de que un cierto tono condescendiente y altivo puede haber lastrado, en algunas ocasiones, parte de lo que he querido decir, que es actitud molesta y no muy alejada de los prejuicios que silencian, y no sé cuántas veces habré incurrido en ese tipo de gestos que se denuncian aquí sin darme cuenta.
Sin ir más lejos, de todo lo que he escrito para C (esta es la septuagésima séptima entrega que le paso a Nacho Illarregui), sólo hay once textos escritos íntegramente sobre libros de mujeres. No es muy justificable esa desproporción, francamente. Y es significativa. Hay nueve textos que no son reseñas propiamente dichas, sino más bien artículos en los que he hablado de varios autores, y de entre los mencionados en esos textos-racimo hay libros de autoras, pero textos exclusivos, dedicados íntegramente, sólo hay esos once que decía antes. Como digo, esto es significativo. De qué, exactamente, no lo sé, pero como mínimo y a bote pronto de que tiendo a leer más libros escritos por hombres que por mujeres. No me gusta que sea así (pero así es). Porque lo malo de eso es que contribuyes a esa dificultad para publicar, a la invisibilización.
Y por si alguien estuviera lerdamente tentado de pensar que se leen menos escritoras porque hay menos que escritores, Ursula K. Le Guin aporta unas cifras, en “Premios y géneros”, de su Contar es escuchar, que demuestran que, sin salir de nuestro tan acotadito género, hay más libros escritos por mujeres que por hombres. Es así de sencillo. Y si en otro género u otro ámbito de la escritura la balanza se inclinase hacia los escritores (¿escritoros?), cosa que a veces pasa, como demuestra Le Guin en ese mismo capítulo (de su por otra parte prepotente e irritante (y mal argumentado) ensayo, porque una cosa no quita la otra), nunca es tan significativo como para que explique o justifique nada.
Podemos decir que no nos damos cuenta. Lo podemos decir. Pero no darse cuenta de algunos silenciamientos ya es indicativo de una situación de privilegio. Para mí es fácil darme cuenta, insisto, de lo injusto que es que alguien tenga todo el tiempo del mundo para escribir frente a los y las que tenemos que trabajar cuarenta horas a la semana, cuarenta y ocho semanas al año, porque siento que es en parte mi situación, pero no me doy tanta cuenta, por otro lado, del difícil acceso que tienen las mujeres para publicar porque no es o siento que no es, al menos tan directamente, mi situación, cosa que demuestra mi participación en C (porque si me diera tanta cuenta, leería más). Estoy en una situación de privilegio en la que leo lo que quiero sin pensar que, al hacerlo tan libremente, tan acríticamente, estoy desplazando textos y autoras sin más motivo que el que me da el pensar que no estoy haciendo nada malo. Pero eso hace que publicar a una autora, para un editor, sea desaconsejable. Mi feliz inconsciencia silencia igual que las otras actitudes, más abiertamente confrontacionales y censuradoras, que critica Tillie Olsen con sus palabras.
Así que no se me ocurre otra conclusión que esta: todo es cuestión de voluntad. Nada más. Porque si nos parece mal que quienes trabajan a jornada completa (etc.), tengan menos tiempo que el o la que vive de rentas, y si nos parece mal, también, la interesada discriminación de todo lo que no sea blanco y masculino, pero pese a ello seguimos leyendo textos blancos y masculinos, estaremos perpetuando un silenciamiento. Seremos lo que criticamos.
Es todo cuestión de actitud. Si, como he dicho en otra ocasión, aunque no encuentre ahora el texto donde lo dije, podemos operar a corazón abierto y podemos enviar sondas espaciales a Marte, también podemos ampliar y variar los nombres y la frecuencia con la que aparecen esos nombres, esas procedencias, en nuestro horizonte de lecturas. Porque no basta con estar de acuerdo.