És quan dormo que hi veig clar.
(Es cuando duermo que veo claro)
J. V. Foix
No sería raro que, ante la ingrata tesitura de tener que decidir cuál es la mejor serie de la historia, muchos fuésemos a lo seguro apelando a la persuasiva autoridad de Los Soprano o The Wire; pero si, pasado el primer alboroto mental por decidir, frenásemos un segundo, también podría ser que, de entre la muchedumbre, facilitando la tarea, se irguiese –precursora e insuperada– Twin Peaks. Muy bien podría ser. Al fin y al cabo, es un pueblo idílico, Twin Peaks: pequeño, acogedor, rodeado de bosques, cataratas y pájaros cantores, tan calmo que uno quisiera vivir ahí para siempre y no preocuparse nunca de nada. Con esas vistas y esa paz. David Lynch y Mark Frost crearon esa atmósfera, en ese mundo, y debajo le pusieron dinamita.
El pueblo es un espacio cercado y Lynch y Frost generan una atmósfera asfixiante y un ritmo de vida familiar pero astillado, que tiene sus pautas visuales en las tomas que se introducen entre escena y escena (árboles agitándose, semáforos en rojo, últimas horas de la tarde, la noche: todo es ominoso en esas estampas). Recrean la vida de la gente que prefiere vivir aislada, con sus costumbres y aficiones previsibles, pero donde también hay fisuras –fracturas abismales–, y es ahí donde la cámara y la historia se adentran. En Twin Peaks hay un contraste frontal entre las apariencias y la realidad, como si hubieran reconcentrado lo irreconciliable hasta límites explosivos. (Utilizando otro lenguaje, otra sintaxis, John Carpenter hizo algo parecido con el imaginario de pueblo en los estados de Nueva Inglaterra).
Pero se da todo en un entorno como bucólico, con una iluminación natural que aviva los colores en la serie. En los exteriores la fotografía es cristalina, con esa luz de primera hora de la mañana que le da a las tomas un aire de frescura y plenitud. La ambientación, la paleta de colores, el vestuario: todo nos trae de golpe el carácter hogareño, cobijado, de la vida ralentizada de un pueblo entre montañas, y también nos trae algo circunstancial que no quiero dejar de mencionar: la pauta visual de los años noventa. Aunque no pueda capturar la plena idiosincrasia de la década, al rodarse muy a principios, sí que anticipa algunos rasgos identificativos de esos años que hacen que revisitar la serie ahora tenga un componente de recuperación nostálgica del imaginario de la infancia o la adolescencia. Pienso en el vestuario, en esos peinados que ya no son los de los ochenta, en los coches y en la decoración de interiores. En la sobreiluminación constante (algo que también se menciona en la muy autoconsciente Scream 5, por cierto, como rasgo destacable del cine de la década).
El episodio piloto tiene una de esas cualidades que rara vez se alcanza: la de la semiperfección. Como apertura de serie, como primera muestra de todo un universo narrativo, temático y atmosférico, no tiene fisuras. Despliega Lynch sus recursos y sus intenciones en ese primer capítulo con mano maestra: nos arroja a la cara del crimen, del asesinato, y nos deja ver que todo ello es y será un terremoto emocional para el pueblo, pero también nos muestra, en un estrato más oculto, las emociones laceradas que, como almas penitentes, recorren a escondidas la vida en el pueblo, y, paso a paso, las progresivas, chocantes revelaciones que van surgiendo a raíz del asesinato, y el resultado es un enganche instantáneo superior al que provocarían, muchos años después, los episodios piloto de Perdidos o Mindhunter. Lynch y Mark Frost no juegan al cliffhanger resultón: saben dosificar la tensión narrativa y jugar con las expectativas del público con un microcosmos emocionalmente resquebrajado. Con un universo de preguntas.
¿Será Laura Palmer la inocencia? ¿Una inocencia menos cándida de lo idealizado? ¿Serán todos los vecinos responsables, a su manera, de la muerte de Laura Palmer? ¿Es este asesinato la punta del iceberg? Si lo es, ¿en qué consiste ese iceberg? ¿Vivimos todos en Twin Peaks? ¿Creemos en la predestinación?
Nos adentramos en estos territorios y estas preguntas de la mano del Dale Cooper de Kyle MacLachlan. Hay una dualidad en su manera de ser que lo hace un personaje excepcional: es serio, profesional, educado, pero también frívolo, algo infantil, y no disimula algunos rasgos de su personalidad como la gula o la tendencia al capricho inocente. Algunos tics aniñados como alzar el pulgar en señal de aprobación o su (contagioso) fetiche con los donuts y el café le convierten en un ser extraordinario, sobre todo teniendo en cuenta el organismo tan formal para el que trabaja. La relación que le pasa a Diane de todos sus movimientos vía la grabadora es uno de los grandes logros de la serie; revela, entre otras cosas, esa dedicación y ese rigor de los que hace gala desde el principio, pero también lo cándido que es por la total inocencia de algunos de los hechos que le menciona y que cree importante justificar. En contra de lo que fomentaría el FBI, confía, pese a su trabajo metódico y racional, en un sistema de deducción que le vino dado en sueños. Lo irracional, como en el propio pueblo, también está metido en Dale Cooper. De ahí que se adapte tan bien a la vida en Twin Peaks. (Esta dualidad, clave a lo largo de toda la serie, la ha estudiado a fondo el ensayista Pacôme Thiellement en sus creativos Tres ensayos sobre Twin Peaks, editados, en 2020, por Alpha Decay).
La música es otro de los grandes aciertos de la serie, como lo es, en general, de toda la filmografía de David Lynch. Obra de Angelo Badalamenti, con el que Lynch ya había trabajado en Terciopelo azul y Corazón salvaje, cada pieza musical es tan diferente y sugestiva, que, cuando aparece, afina las expectativas y encauza las afinidades del público con el personaje o la escena en cuestión. Cada bloque de personajes va con su música a cuestas como si fuera una extensión de sus pulsiones internas.
Y es que ése es uno de los grandes temas de la serie: las pulsiones internas que reprimimos a diario, y cómo se convierten luego, esas pasiones reprimidas, en crispación y violencia. Al igual que pasa en la novela San Camilo, 1936, de Cela, las pulsiones sexuales no resueltas, el amor sustituido por un matrimonio de conveniencia, o las subterráneas esperanzas de cumplir con el amor verdadero acaban cristalizando en la superficie del pueblo en forma de tensión permanente, formando una capa de hipocresía que recubre una matriz oculta muy violenta. En el quinto episodio de la primera temporada lo dice el Dr. Jacoby, el personaje interpretado por el inolvidable Russ Tamblyn: “Los problemas de toda nuestra sociedad son de naturaleza sexual”. Algo que podría haber firmado, palabra por palabra, cualquier personaje de San Camilo, 1936. La punta del iceberg de esa matriz es la muerte de Laura Palmer. Pero a medida que nos adentramos en Twin Peaks vemos que nadie se salva: el que no tiene un amante, roba; el que no conspira para heredar una fortuna, trafica con cocaína; el que no se siente solo y deprimido, tiene contactos con la mafia. Etcétera. Y todo eso está enterrado a presión, sofocado por una red de tácitas y sutiles autoimposiciones de silencio, así que Twin Peaks es el plácido enclave natural, alejado de la violencia urbana de las grandes ciudades que ya aparenta ser desde su letrero de bienvenida, pero debajo está hirviendo.
La serie se va expandiendo hasta que desvela la red que subyace a las apariencias, mostrando íntimas conexiones entre los personajes más aparentemente inconexos. Esas teselas se intuyen ya en el programa piloto; esas conexiones secretas siempre son traumáticas para alguien en Twin Peaks. “Los secretos que guarda la gente acaban con cualquier oportunidad que tienen de ser felices”, dice James, el melancólico y encuerado adolescente que interpreta James Marshall. Y el agente Cooper nos recuerda que “los secretos son muy peligrosos”. Se va retorciendo y complicando la serie en una trama llena de nudos y quiebros ocultos, de escondites y bucles enterrados, de escoriaciones emocionales reprimidas. Vivir así tiene un precio, y ese precio lo paga Laura Palmer.
(Por otra parte, como apunte parentético intrascendente, quiero decir que Expediente X es o como mínimo parece la hija bastarda de Twin Peaks. La hija pulp y cienciaficcionesca. Su atmósfera, su misterio y su incursión en lo sobrenatural son deudoras directas de Twin Peaks).
Aunque quizá no lo parezca por lo apuntado hasta ahora, con Twin Peaks estamos, también y entre otras cosas, ante un culebrón de primera magnitud (en el doble sentido de ‘excelente’, y en el de ‘muy representativo de’). Vemos cómo la serie incorpora la parodia de sí misma con ese melodrama que tiene en vilo a algunos personajes. El melodrama Invitación a la vida, que es la serie que ven los vecinos del pueblo, es un culebrón profesional porque se toma más en serio a sí mismo que, en este sentido, Twin Peaks. Twin Peaks tiene muchos elementos de culebrón, pero estilizados y resemantizados bajo unas coordenadas de abstracción y representatividad que se pueden calificar de lynchianas; la serie dentro de la serie, en cambio, no: lo es sin saberlo. Twin Peaks es un culebrón descontextualizado: las ocasionales reacciones histriónicas de algunos personajes y las relaciones implausibles que surgen entre ellos son un diálogo irónico con los culebrones; son incursiones puntuales en ese registro expresivo tan desmesurado y teatral. Como dice el crítico John Kenneth Muir: “Con Twin Peaks, parecía que Lynch le dijese al público lo tonta que era la forma del melodrama a la vez que le atraía con un ejemplo superlativo de esa forma”.
Twin Peaks, en la segunda temporada, aumenta la presencia de lo sobrenatural y de las imágenes ilógicas. De repente apela a un espectador (aún) más creativo, más dispuesto a recrear en su mente las posibilidades argumentales de la serie, que ya acepta la idiosincrasia del mundo de los sueños, su potencial significante. Los atrevimientos visuales de los dos primeros episodios son, también, una apuesta por una estética rompedora en el ámbito de la televisión: si la escena del sueño en la primera temporada ya era un paréntesis infrecuente en las series, la segunda temporada tira de esos hilos hasta convertir esa estética en el rasgo diferencial más marcado con respecto a los primeros capítulos de la serie.
Sumado a eso vemos que los hilos argumentales se ramifican (más) en esta segunda parte. La trama mafiosa del hotel cobra tanta importancia como el asesinato de Laura Palmer –prácticamente– y las florituras emocionales del agente Cooper son cada vez más indisimulables. Pero no representa un quiebro con respecto a la temporada anterior, ni vemos novedades inesperadas, ni hay una mejora significativa en la serie: siguen alargando el misterio del asesinato con los mismos intereses cruzados, ocultos, que hicieron de la primera temporada un festival de sorpresa y misterio. Así que no hay que entender esta segunda temporada como un bloque claramente diferenciado, o como una nueva apuesta de riesgo, sino como la continuación natural de todo lo que vimos en la primera. Eso es todo. En este sentido impacta menos que su predecesora, y, a veces, juega con la paciencia del espectador: todo se retuerce hasta un punto en el que se tensan tanto las expectativas del público que la serie podría alargarse ad infinitum (o ad nauseam).
Hasta que descubren al asesino de Laura Palmer. Ahí se reinventa la serie y escoge a Cooper como principal objetivo, como centro neurálgico de su constante despliegue argumental. Resuelto el caso de Laura Palmer, quedan ahora todos los pespuntes de la primera temporada, de la segunda (que son muchos), para seguir espesando la trama y las complicaciones de un pueblo en estado emocional de alarma. El cambio de foco llega justo a tiempo.
O no. El empuje que tenían los episodios de la primera temporada y los primeros de la segunda se debilita hasta el punto de perder el interés y desvirtuar el conjunto. Sí, tienen un aire de misterio y de maldad que los hacen atrayentes, pero nada comparado con la macabra muerte de Laura Palmer: esos casos no tienen las implicaciones morales, sociales y atávicas que sí tenía el asesinato de Laura Palmer. Iba a decir ‘el asesinato polisémico’ de Laura Palmer por todos los significados que tiene, por las interpretaciones que podemos hacer y, sobre todo, como digo, por todas las implicaciones que tiene. Todo el mal acumulado en el pueblo converge en ese asesinato, como si cada nimio hecho de maldad, cada pequeña ramificación de la miseria moral tuviese su espacio de acomodo en el asesinato de la adolescente Laura Palmer en Twin Peaks.
Su asesinato es una explosión y los restos que quedan no sirven sólo para reconstruir el caso concreto sino todo el contexto que ha provocado el caso.
El aficionado que espere más matices relacionados con Laura Palmer, más oscuras revelaciones de su personalidad, o de todo el que la rodeaba, quedará decepcionado con el correr de la temporada: tendrá que redirigir sus expectativas y alinearse con la nueva propuesta de la serie. La serie nos reeduca, en ese sentido (algo que será mucho más intencionado, más radical, en la tercera temporada). Tendremos nuestra abundante ración de melodrama, de extrañeza y de misterio, pero girará en torno a otros personajes, a otras realidades, y su consistencia será menor. Deriva no siempre fácil de aceptar, como público: estamos ante una serie que no tiene mucho que ver con lo anterior. Porque, aunque a título personal la serie me interesa menos desde la resolución, no enteramente satisfactoria, del caso principal, tampoco ha aportado, como he dicho antes, nada nuevo que la redefina: lo único que ha hecho ha sido demostrar que sabe estirar sus logros y reaprovecharlos en un nuevo marco argumental. Y si he dicho que la resolución del caso no era enteramente satisfactoria no es por la identidad del asesino de Laura Palmer, sino por el hecho de que esté poseído: el ente que utiliza a las personas como vehículo para hacer el mal no es, creo, el mejor recurso. Desresponsabiliza la componente humana de ese mal, situándolo en un terreno inasible, sobrenatural, para que al objetivarlo lo alejemos de nuestro corazón y nos resulte más fácil de asumir. Pero, pensándolo mejor, me corrijo: ahí es, en el fondo, donde está la genialidad de Lynch: habla de un mal colectivo, intangible, heredado, que un día llevará un nombre y un apellido, pero otro día llevará otro nombre y otro apellido, quizá el nuestro. De ahí que, contradiciéndome ahora, creo que situar el mal en ese plano metafísico es, en realidad, acercárnoslo a todos nosotros. Al hacerlo metáfora, lo universaliza.
En esta segunda temporada asistimos a un fenómeno curioso, y es que por fin vemos que Twin Peaks es en realidad una mutación que se compone de dos series (insisto en que la dualidad y toda la dialéctica que se desprende de ella está estudiada a fondo por Thiellement en sus ensayos). Podemos trazar la transición entre una y otra gracias a un motivo visual nada inocente, o podemos escoger ese motivo visual como símbolo de esta transición y del consecuente empobrecimiento de la serie: me refiero a un detalle de Benjamin Horne, el personaje interpretado por Richard Beymer (el enamorado Tony de West Side Story): pasa de encadenar un puro tras otro en la primera temporada y media a… masticar apios y zanahorias en la segunda. Cosa que está bien, claro, pero la gracia, el estilo, la clase, la pose, el humo y la intimidación que provocaba con esos largos puros sombríos en la primera microserie que hay en Twin Peaks se pierden en la más aceptable costumbre de comer crujientes cosas crudas en la segunda microserie. Es más sano y mejor, sí. Pero la sensación general es que le falta algo a esa verdura.
Hasta llegar al último, glorioso episodio, donde se recupera la fuerza del mejor Twin Peaks. El último plano de la serie es descorazonador, premonitorio de la extensión de abstracciones y poesía que nos llegaría veinticinco años más tarde con The Return, igual que el alarido sin fin de Sheryl Lee.
Fuego camina conmigo llegó en 1992 como precuela, probablemente innecesaria, con explicaciones como el aplicado estudiante que entra en clase sabiendo que en su mochila escolar trae todos los deberes bien hechos. Veíamos, eso sí, a Sheryl Lee por fin como protagonista total, y la película era el camino que llevaba al inicio de la primera temporada. Esa rareza en la superficie de unas vidas rutinarias y apacibles; esas pulsiones punzantes, reprimidas, se veían como los primeros síntomas de un estallido emocional que conoceremos (que conocíamos ya), en la primera temporada. Fuego camina conmigo es una película (de título precioso y fascinante) sobre la maldad pero también sobre la inocencia, y, al final, prevalece una mirada compasiva hacia la vida vivible en medio de tanto horror. Entrar a debatir la película, que me parece excelente, implicaría también, a la vez, entrar en consideraciones acerca de la pertinencia o la necesidad de las precuelas. Algo que, por tentador que sea, no es momento de hacer.
La tercera temporada –conocida como Twin Peaks. The Return– es un desvío de la serie original. Pero decirlo así es como no decir nada. Con ‘desvío’ quiero decir que se aparta del imaginario hasta que casi no lo reconocemos como evolución natural de la serie. En ese sentido, se ha dicho que es ‘muy poco Twin Peaks’, y sí, pero también es cierto que es ‘muy Twin Peaks’, al exacerbar algunos de los elementos más representativos de las primeras temporadas. Si, como ha escrito el ensayista Grafton Tanner en The Hours Have Lost Their Clock. The Politics of Nostalgia, la “nostalgia es el sentimiento definitorio de nuestro tiempo”, Lynch ha ido en contra de esa masiva y lucrativa corriente nostálgica con toda intención. No creo que Lynch y Frost se preocupen mucho por lo que haga el resto de cineastas o el resto de productoras, pero sin duda parece que en la serie incorporen una burla abierta a la ya pesadísima manía de las secuelas y la resucitación de franquicias. Conscientes del uso que se hace de la nostalgia por parte de las compañías publicitarias para lucrarse, Lynch y Frost han activado los resortes críticos contrarios a ese fanatismo capitalista por el vicio del lucro, y han parido esta temporada al margen de cualquier expectativa del aficionado más connaisseur. Lo que se recuerda, se recuerda mal, escribe Tanner. Así, The Return está mucho más cerca de Mulholland Drive o, sobre todo, de la desconcertante y misteriosa Inland Empire, que de la Twin Peaks de los años noventa que tanto queremos y que tanto creemos entender.
Hay una escisión del mundo en dos realidades paralelas que se entrelazan y confunden en The Return. Ya no es sólo el mundo de los sueños como espacio virginal, es el tiempo alterado y es el propio espacio físico, que no sabemos a qué realidad corresponde. Entre otras cosas, es un viaje al corazón de las tinieblas conducido por Cooper, de Cooper buscándose a sí mismo. Él se está buscando, está buscando la manera de salir del agujero en el que cayó en la Twin original, de arreglar lo que no pudo hacer en su momento. Hay un Cooper y luego está su perversión, su dopperlgänger, y en esa dicotomía se cifran no sólo las dualidades ya mencionadas, sino, también, la búsqueda de la identidad como espacio de reconfortante tranquilidad para poder ser, la necesidad de desprenderse de lo que te es ajeno para poder ser. La frustración de no conseguirlo. Como si nos dijeran que no es posible volver, o que, aunque se pueda, el lugar al que se vuelve habrá cambiado hasta la desidentificación. Como ha dicho Thiellement en sus Tres ensayos sobre Twin Peaks: “El tema de la tercera temporada de Twin Peaks es la imposibilidad de volver a Twin Peaks”. Y, por extensión, la frustración constante de nuestras expectativas, de nuestras ilusiones en la vida.
También dice Thiellement en ese mismo ensayo que la serie “nos conduce al descubrimiento de las fuerzas de la Luz y las Tinieblas presentes en absolutamente cada detalle de nuestras vidas”. Expresado en metáforas enigmáticas, cautivadoras, como cuando Sarah Palmer, interpretada por Grace Zabriskie, se abre el rostro, como si fuera la puertecita de una jaula, para que veamos lo que oculta, y efectivamente lo vemos y es el espanto y la calamidad. La proliferación de escenas e imágenes como pequeñas esferas de significado oculto, o, dicho de manera menos rimbombante, como poemas visuales, es una de las mayores aportaciones de The Return, que con razón se ha considerado una larga película de 18 horas en lugar de una serie de 18 episodios.
Como espectadores, vamos avanzando por los episodios como por un tablero, por entre las propuestas de Lynch, por entre la escisión de su mundo, con Cooper y su doppelgänger; con el hiriente alarido de Sheryl Lee como sentencia. Y ¿qué hay del mundo? ¿En qué estado nos encontramos? ¿Cómo vivimos? ¿En qué ha quedado ese Twin Peaks que conocimos? Las insinuaciones no son muy alentadoras en The Return. Hay, de todos modos, algunos momentos de amor en la serie que te reconcilian con la vida y, sobre todo, con esa vida residual que, como digo, se recoge en la serie. No las menciono como, por otra parte, no sé si, tras un único visionado, podría entrar mucho más a fondo en las deslumbrantes abstracciones de esta tercera temporada.
El fin de casi cada episodio con canciones en The Bang Bang Bar. Ahí es donde David Lynch nos regala uno de los monumentos artísticos más emocionantes de los últimos tiempos, con Rebekah del Río cantando “No Stars” como final de capítulo perfecto.
Ah, Twin Peaks es un desafío interpretativo y un espejo al que se podría calificar, no precisamente como gran novela americana, al modo novelesco, sino como gran serie de nuestro tiempo, tan radical es lo que nos plantea.