Después de Avatar y de Prometheus, de Origen, Interstellar y de El amanecer del planeta de los simios –da igual los títulos–, después de tantas películas en las que dominan los efectos especiales, es un descanso para los ojos volver a las películas en las que intervino Ray Harryhausen. La delicada artesanía de su animación 3D, verdaderamente 3D, cautiva por encima de lo que consiguen los medios actuales.
Estoy viendo que no será fácil demostrar esto.
Nombre ineludible del cine de los años 50 y 60, Harryhausen, como nos recuerda el infatigable John Kenneth Muir en su blog, fue guionista, director, productor y un destacado maestro –él dice genio–, de los efectos especiales, e inspiración directa de autores como Spielberg, Cameron, Sam Raimi o John Landis. (Veo injusto, pues, que no salga jamás mencionado este decisivo, puntero orfebre de la animación stop motion en ese monumento que es la Historia del cine, de Román Gubern, como, por cierto y por otra parte, tampoco lo hace Roger Corman. Supongo que la explicación la podríamos encontrar en la puntillosa, clasista actitud anti-subcultural ya descrita hace algunos meses en estas mismas páginas virtuales).
Hace un millón de años, la Furia de Titanes original, Jasón y los Argonautas, La isla misteriosa, El viaje fantástico de Simbad o sus cortometrajes de los años cuarenta, en los que adapta relatos infantiles, son solo parte del legado de este maestrogenio. Su corto de 1949 La Caperucita Roja es, o parece, un puente tendido entre los dibujos animados y el cine de imagen real, un punto intermedio entre esas dos distintas, pero complementarias, sintaxis del cine, y el resultado, aunque sea raro decirlo así, parece que tenga más sentido que cualquier otra opción modernizante. Si antes he dicho 3D, es porque vemos, como en este corto, la sobresaliente figura animada sobre fondo plano, estimulando, podríamos decir, el conjunto de la imagen, dotando de fisicidad al plano. El conjunto es armónico, evocador: Harryhausen aporta el grado de fantasía necesaria para encantar, comedido y exacto, orquestando un todo plástico y sugestivo. (Se puede echar un primer vistazo a sus logros en esta lista elaborada, hace unos años, por Jorge Loser en Espinof).
Estamos ante una animación artesanal, encantadora, que nos sume en un mundo a veces tenebroso, a veces fantástico, pero como proveniente de un humilde taller de madera perdido en un claro del bosque. Es un tipo de animación que está más cerca del teatro que del cine, más cerca de nuestras manos que de la tecnología avanzada. Sus efectos especiales interactúan con el plano, se mueven en la composición del plano con un estilo de marionetas populares que remite directamente a nuestra infancia: sus figuras animadas son como los juguetes de plástico con los que jugábamos cuando éramos niños.
En ¡Vida mostrenca! Contracultura en el infierno posmoderno, Jordi Costa dice que la concepción que tiene Harryhausen de los efectos especiales “aún mantiene una relación estrecha con el gesto del actor”. Los movimientos articulados, “toscos, primitivos, pero inolvidables”, como dice Costa, confieren a sus figuras una personalidad más humana. Una personalidad cálida, acogedora, acentuada por los colores pastel y los movimientos pausados, como de mimo, y por la iluminación, generalmente pálida o débil, que le sienta bien a nuestra mirada, una mirada adulterada, alelada y adulterada por esa cultura de la inmediatez que produce cosas como El Hobbit o Señales del futuro, 2012 o la nefanda El destino de Júpiter, por citar sólo algunas.
El CGI (o computer generated imagery), es decir, los abrumadores efectos especiales de hoy, pueden, como en las películas citadas, resultar invasivos: fagocitan la película entera hasta el punto de que no vemos nada más. Su brillo es cegador. También efímero y hueco: nos alejan de la propia película y sólo debatimos Avatar o la tenemos en cuenta por sus efectos especiales azulados, olvidándonos de todo lo demás. Los efectos especiales de ahora nos arrastran a mundos o realidades tan extraños, y lo hacen de manera que parezca tan real, que, en ocasiones, consiguen el efecto contrario al deseado al hacer que nos sintamos lejos de eso tan extraño o raro que estamos viendo en pantalla. Están creando algo tan real que puede ser cutre.
En cambio, los de Harryhausen, por fantásticos que sean, crean un vínculo con el espectador más inclusivo y familiar. Ejemplo claro es el corto anterior sobre la Caperucita roja: crea un lazo directo con nuestro propio recuerdo del clásico infantil, y los gestos y los movimientos de la criatura ligan a la perfección con el tono del cuento, con su despliegue de afectos. Como contrapunto ridículo que nos aleja de su propia propuesta propongo los patines voladores que lleva Channing Tatum en la ya mencionada El destino de Júpiter de las hermanas Wachowski. Lamentables.
Los efectos especiales están muy bien, prefiero aclarar, pese a lo dicho unos párrafos atrás, y no convengo con algunas actitudes apocalípticas, revisionistas, que clausuran el futuro de toda creatividad ante los logros del CGI en las grandes producciones. Pero, igual que todo avance tecnológico, tienen su fecha de caducidad, su inevitable obsolescencia en el gusto mayoritario. Por eso, casi mejor, como Harryhausen, alejarse de la vana pretensión de mimetizar lo que ya conocemos o de inventar lo desconocido, y abrazar, en cambio, las cualidades plásticas, sugestivas y evocadoras, de una animación artesanal. Ésta es en sí misma, ya no en relación a su similitud con la realidad: es una embellecedora de la imagen real, no una suplantadora, como el CGI. La relación entre imagen real y la stop motion es simbiótica, recíproca; en cambio, los efectos especiales digitales (que por otra parte tanto nos gustan, insisto, como a los que asistimos en las glorias imaginativas de Star Trek Discovery), son una imposición, se imponen a la realidad con su prometedor encanto de otro mundo, y funcionan en una única dirección: es tan real lo que ves que sólo remite a sí mismo. Sé que es un jardín difícil de salir, este en el que he entrado, pero la cuestión es la expectativa que generan. Los nuevos efectos especiales generan la expectativa de lo espectacular, y no siempre se cumple ni funciona.
Son como esos espectáculos piromusicales a los que asistimos sin saber muy bien qué significan ni por qué se celebran.
Y sí, Avatar y compañía están muy bien, pero detrás de esa conspicua animación hay decenas de cabezas pensantes; pero detrás de la vivificadora stop motion, detrás de las criaturas aladas de Hace un millón de años, está solo la cabeza danzarina de Ray Harryhausen, poblada de meticulosas fantasías animadas.