El amor en el siglo cien, del Coronel Ignotus

El amor en el siglo cienEs muy conocida la frase de Borges: “el hecho es que cada escritor crea a sus precursores”. Nuestra lectura de Kafka –sigue Borges– “afina y desvía” nuestra lectura de textos anteriores a él, haciendo que reconozcamos su idiosincrasia, paradójicamente, en autores y autoras que no pudieron leerle. Lo que también es cierto es que, en la esfera de la creatividad humana, el tiempo no opera igual que en lo que por convención llamamos realidad. Vemos Futurama, vemos Interstellar, y, después, años después, acudimos, intrigados, a la novela El amor en el siglo cien, escrita por José de Elola y Gutiérrez en 1922, y comprobamos que algunos de los más encantadores logros de esas piezas audiovisuales ya estaban esbozadas en esta novela olvidada, y así vemos que, de alguna manera, serie y película han influido en tu entendimiento de esta novela porque la has asociado a unos logros que te son familiares. No es que serie y película hayan creado, como el genio de Kafka, a sus precursores: es que como en la esfera cultural el tiempo es, si queremos verlo así, circular, cíclico, Futurama e Interstellar, en nuestra red de lecturas acumuladas, vienen antes que El amor en el siglo cien y por tanto afinan y desvían tu lectura de la novela cronológicamente anterior –pero leída después– y, por tanto, intuitivamente posterior.

Aquí se amontonan varios temas; el primero y más acuciante, por supuesto, es que detrás del simpático nombre de Elola y Gutiérrez se esconde el Coronel Ignotus, nada menos, así que a partir de ahora le mencionaré como, simplemente, el Coronel. El segundo tema es: ¿vale la pena esta novela? Sí, claro, claro que vale la pena leerla. Estamos ante una novela de planteamiento original, que da pie a muchas ideas, a coloridos imaginarios futuros, sobre una pareja de bilbaínos que, como Fry en Futurama, se quedan congelados por accidente hasta el año diez mil. En la apertura de la novela, donde están las mejores páginas, vemos cómo la sociedad científica de ese futuro trata a la pareja criogenizada, casi, en ocasiones, como si fueran auténticas rarezas de circo: pasean sus cuerpos helados por todo el mundo hasta que, con el tiempo, cogen calorcito y empiezan a revivir. Hasta ahí, pese al castellano arcaizante y tosco del Coronel, todo bien.

Despiertan, y lo que les espera ya no es esa Bilbao conocida, sino un mundo ocho mil años avanzado, recurso que permite al Coronel dar rienda suelta a su imaginación (luego menciono algunos detalles), y, sobre todo, a explorar esa sociedad futura, que no es, sólo, crítica de la que le era contemporánea, sino aviso y advertencia de lo que puede pasar si no se enderezan las cosas. Además, no tardamos mucho en adentrarnos en un terreno peligroso, en un reto común a todo el que imagine el futuro: la proliferación de neologismos. ‘Electrocupidismo’ es la energía amorosa –tal cual– inyectada para despertar a los amantes criogenizados por accidente; ‘Mundiópolis’ es la capital del mundo, de un mundo unido, sin fronteras, pero con clases sociales; y los ‘automs’ son, pues eso, los autómatas. Hay muchos, muchísimos más. Qué difícil y delicada es que la invención de realidades y que su toponimia futura suene natural y bien.

Escrita en un castellano momificado y con personajes poco sorprendentes, El amor en el siglo cien parte de una muy buena idea, pero la ejecución es torpe, por no decir lamentable, y las intenciones del autor (con las que no puedo coincidir, aunque esto sea irrelevante), son tan visibles que molestan. Abandona líneas narrativas para recuperarlas después, descompensando tramas que podrían haber avanzado conjuntas, y todo en la novela está orquestado con una intención claramente apologética del cristianismo, de la religiosidad en su sentido más impositivo. Tampoco ayudan a la lectura las notas a pie de página, que sin duda sorprenden y son estimulantes, pero acaban aburriendo por prolijas y excesivas, desbordando el texto al que sirven de pie.

El amor en el siglo cienTorpe es también porque Mundiópolis es la capital de un mundo dividido entre ‘superpensantes’ y ‘supergozantes’ (ya digo, ese glosario de invenciones como una toponimia futura de neologismos desacertados), en el que los sacerdotes superpensantes viven en un subsuelo libre y espiritual; y los supergozantes son seres ateos que quieren el poder, son concupiscentes y materialistas. (Por otro lado, el sentido del humor del Coronel, cuando suena, suena inesperado y bienvenido en esa maraña de “decíales” y “acercáronses”).

No podemos atribuir la esquematización ni el maniqueísmo de la novela a la época del Coronel; sin querer sonar desagradable, hay que atribuírselo a su escaso talento. Wells también dibujó un simplificado futuro maniqueo (en la por otra parte fascinante La máquina del tiempo), pero le añadió buena prosa, imaginería sorprendente y crítica demoledora a la humanidad. El Coronel se queda con una reducción demasiado esquemática, y, aunque alguna de sus soluciones imaginativas sean encantadoras (o a mí me hayan gustado, al menos), como las aceras móviles o el colosalismo de la arquitectura, no llega al nivel de la sofisticación de la imaginería de Wells. Sí que se percibe una crítica al poder y al dominio, pero no queda claro si es porque ese poder lo ejerce otro o porque por sí mismo se percibe como malo. Más bien lo primero. El viaje al futuro es la excusa que necesita el Coronel para imponer su credo.

Y no pondré ejemplos pero el libro tiene muchos tramos de prosa floja, de prosa pobre, como cuando al corazón lo llama, sin que nadie se lo espere, el “hogar del amor”, que es como para cerrar el libro y salir pitando. Pero la historia tiene, la verdad, suficiente entereza e interés como para sobrevivir a esas agresiones expresivas, y vamos viendo conceptos refrescantes como los ‘amigamientos’ de la sociedad futura, que son relaciones en las que dos personas se juntan, se amigan y se desamigan tan ricamente (que suena muy siglo XXI). U otros detalles más preocupantes como que los hijos se dejen, creyendo que les hacen un favor, en educatorios, y se olviden de ellos. Precisamente ése es uno de los elementos principales del libro: la relación entre Marcial, supergozante del futuro, y el hijo de un antiguo amigo, un niño de cuatro años al que el Coronel transcribe sus palabras tal como las diría un niño de cuatro años, con sus dulces, creativas elecciones terminológicas. Queda mono, pero también, a veces, cutre. Y cursi.

Una visita a los subsuelos de Mundiópolis les abre los ojos a los personajes “de la vigésima centuria” (y a algunos de la centésima). Y aquí, en este detalle, es donde el libro se quiebra definitivamente: la apología de la religión como corrector moral, como prótesis moral, se hace tan evidente que afea el conjunto y lo convierte en un discurso censor, de hecho, por cuanto critica, caricaturiza y banaliza los modos de vida no religiosos, que se deducen salaces y asilvestrados. Como si el Coronel, con esta novela, quisiera garantizar el dominio de su religión en el alejado futuro de su historia. Esta novela no dice mucho de las simpatías del autor por la democracia.

Leer una novela de 1922 ambientada en un futuro tan lejano es una curiosidad menos remunerativa de lo que podría haber sido. Pero, en el fondo, lo que importa, creo, es ver que una buena idea no siempre se convierte en un buen libro, y que tejer una historia con fines apologéticos es una cosa (discutible, debatible), pero hacerlo con la torpeza de un talento romo y un uso lamentable del idioma es lo que realmente condena la novela. Y si lo digo así y no pongo más acento en ese proselitismo ni en la censura que hace el Coronel de la vida arreligiosa, es porque si, en lugar de eso, hubiera hecho apología del humanismo y censurado, precisamente, la fantasía cegadora de la religión, reconozco que, en ese caso, y tratándose del mismo gesto torpe que le critico de facto, aplaudiría la novela como un hallazgo inesperado. Cómo cuesta ver claras las cosas, a veces, cuando se critica un libro.

El amor en el siglo cien, del Coronel Ignotus (Rivadeneyra, Biblioteca novelesco-científica, 1922)
Rústica. 119 pp.
Ficha en la web de la Tercera Fundación

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