Menudo órdago se lanzó Robert Shearman con Canciones de amor para tímidos y cínicos. Su título anuncia las guías que conectan sus relatos; historias con una base romántica donde Shearman explora la idea del amor en toda su amplitud: romántico, paterno-filial, tóxico, no correspondido… Esta variedad desacomplejada se acrecienta con las situaciones desde las cuales lo aborda, desde un fantástico que termina internándose en la fantasía o lo surrealista pasando por la autoficción o el terror. En ocasiones desde un punto absurdo que, aun cuando no termina de funcionar, demuestra una inteligencia, un vitriolo y, ocasionalmente, una mala hostia que afilan sus ideas en múltiples direcciones. Puede que ninguno llegue a resultar incontestable, de esos que alegremente solemos tildar como Obra Maestra, pero es fácil comprender a los jurados de los premios Británico de Fantasía y el Shirley Jackson cuando le otorgaron a Canciones de amor para tímidos y cínicos la categoría de Mejor Colección de Relatos el año de su publicación.
Shearman hace crecer sus ficciones siempre desde lo ordinario, con tres opciones de partida. Una es un principio cotidiano en el que irrumpe un suceso extraordinario destinado a darle una sacudida sin, por ello, abandonar ese entorno costumbrista. Sería el ejemplo de “Animal atropellado”, el texto más largo de Canciones de amor para tímidos y cínicos. Se inicia cuando dos compañeros de trabajo, en un incómodo viaje por carretera durante el cual no fluye la conversación, atropellan un conejo que, para su sorpresa, cuenta con unas alas a lo murciélago. Lo insólito ejerce de rompehielos y terminan consumando en un motel de carretera la química recién aparecida entre ambos. Lo mejor de “Animal atropellado” llega de la caracterización del varón dentro de un patetismo extremo junto a un subtexto sobre la necesidad de aire fresco en relaciones estancadas por lo rutinario, pero no es suficiente para hacer olvidar su falta de regularidad. Lo descabellado de ese elemento fortuito, y su trivialidad, entorpecen bastante la recepción de una historia que avanza a salto de mata. Como otros cuentos, el desarrollo es errático y amenaza con devorar, si no devora, algunos de los logros. Por fortuna, otros se mantienen incólumes.
También pertenece a este tipología el cuento con una idea más loca detrás, “Luxemburgo”, en el que una mujer pierde a su marido cuando este país desaparece de la faz de la Tierra mientras él lo visitaba. Desde el Reino Unido se vive el acontecimiento como se suelen seguir los acontecimientos de cualquier otro pequeño país del mundo: noticia perdida en el grueso del informativo antes de olvidarse por completo. Su búsqueda de respuestas cristalizará con un disparate casi tan grande como el planteamiento, una sacudida que Sherman subraya con un último giro de una cotidianidad contrapuesta a lo excepcional; una elaboración del tradicional “se fue a comprar tabaco”. Esta inclinación a romper con la experiencia y el orden esperado es una de las características más evidentes de Shearman, unos quiebros que no se sienten gratuitos y suelen dar juego, a los personajes y las acciones que representan.
El segundo grupo de historias arraigan también desde lo cotidiano para, esta vez, romper hacia lo maravilloso, una zona que ahora no se abandona. Son cuentos más clásicos en su concepción, más sencillos en el sentido de que se basan en el trabajo sobre La Idea y su vínculo con la situación sobre la cuál trabaja. Los más convencionales irían en la línea de “Punzadas”, que pone de manifiesto lo que implica el fin de una relación con la necesidad de devolver/recuperar un token como el corazón que se recibió/entregó (ese que, explícitamente, domina la ilustración de cubierta del libro en España). Un órgano que puede conservarse a buen recaudo (y en buenas condiciones), o, digamos, quedar traspapelado en el desván. O “14,2”, el porcentaje del amor de una mujer hacia su pareja después de aplicarse un test que mide cómo tiene de repartido este sentimiento entre su marido, su familia, su prole, su mascota… En una vertiente más elaborada estaría “Amor entre lobelias”, con un diablo convertido en un escritor cuya primera obra, un bestseller romántico, significa la condena al infierno para sus lectores. Esta característica viene con una contraprestación: nadie acierta a desarrollar su opinión sobre su libro, más allá de que le ha gustado.
Estos cuentos sobre todo se sostienen en la pegada de esa representación del amor y, en su mayoría, apenas se alejan de esa comparación/metáfora, con el humor presente a través de una mirada claramente irónica. Aunque varios abren un festival connotativo que se extiende más allá del propio desenlace. Es probable que sean mejor recibidos por el público al que el absurdo del resto de relatos se les haga bola.
Sin embargo, los cuentos que más he disfrutado se mantienen dentro del fantástico más clásico, con una ruptura con la realidad consensuada manifiesta, aunque desde una dimensión más pequeña, cuando no enmendada. Entre estos el más representativo sería “El bigote de George Clooney”, una narración epistolar en la que una mujer secuestrada por un perturbado termina entregada a su captor para, llegado el momento, darle la vuelta a su condena de una manera doblemente cruel; por lo que ha supuesto para ella y por lo que va a suponer para el monstruo que la apresó. Con una progresión excepcionalmente medida, “El bigote de George Clooney” apuesta todo a la tensión creada con los abusos padecidos y su maquiavélica noción de lo macabro. Más apegados al costumbrismo juegan “Amor de tiempo compartido”, una inteligente vuelta de tuerca al mundo de los engaños por correo a señores mayores, o “No trata el amor”, en el cual el propio Shearman se pone como protagonista central cuando acude a una entrega de premios junto a su padre. Estos cuentos muestran sensibilidad, una juguetona visión sobre la hipocresía y la falsedad y, en este último caso, una notable capacidad para reírse de sí mismo.
Más allá de estos tres grupos quedaría “Una última canción de amor”, una fábula de ciencia ficción en la cual, en nuestra realidad, sólo existe lugar para 1000 canciones, todas románticas. Cuando se crea una nueva, un algoritmo creado a tal efecto la valora y decide si pasa al top 1000 y es, por tanto, escuchada por el público, o si, por el contrario, no merece la pena y es directamente destruida. Shearman toca una serie de teclas bastante elocuentes sobre las claves del éxito comercial, el olvido de quienes no lo logran, la propia incomprensión del propio autor para saber porqué una cosa funciona y otra no, o el potencial de los celos creativos como elemento motivador. El estilo claro y convincente del resto de la colección ayuda a la transmisión de todas estas ideas.
Llegados a este punto se hace difícil no aplaudir el órdago que hay detrás de este libro. Independientemente de esa falta de una obra maestra, Canciones de amor para tímidos y cínicos reivindica el género romántico para dar cabida a una multiplicidad de historias que hablen de nuestra relación con este sentimiento. Imperfecta, repleta de fantasías, fantasmas, abusos, amargura, pero también con espacio para la melancolía, expectativas y cariño que nos hacen volver a él. La pena es que la edición de La máquina que hace Ping erosiona el contenido. Centrándome exclusivamente en la maquetación, hacía mucho tiempo que no veía un libro tan descuidado, con páginas en las que uno, dos y hasta tres diálogos figuran mal acotados, forzando a prestar una atención especial para saber lo que dice cada personaje. No descabalga al lector aunque entre el editor y el ¿corrector acreditado? ponen su empeño.
Canciones de amor para tímidos y cínicos (La máquina que hace Ping, col. Incontinencia Suma, 2020)
Love Songs for the Shy and Cynical (2009)
Traducción: Roberto Pino Botella
Tapa blanda. 320pp. 18 €
Ficha en la web de la editorial