Es cierto que no sólo en el relato breve se esconden estas terceras trampas narrativas, pero el salto de sus resortes es más visible en el terreno corto, quizá porque en la novela hay más espacio para todo y no hay que acotar tanto la escritura. Pero bueno, a lo que vamos: esta tercera trampa que nos tiende la escritura es –además de eso, una trampa– una tentación especialmente irresistible, un comodín: me refiero a cederle al argumento, o al tema general, la contundencia emocional del cuento, confiando en que el tema mismo se encargará de tejer las inercias que impactarán o conmoverán a quien lea. Mi tema es tan serio que no puede (ni puedo) fallar, y el argumento que escojo para representarlo es tan extremo que me basta con mencionarlo para conmover. Pero lo que hace ese gesto es apartar el texto de ti y acercarlo a algo previo, existente, que no necesita de tus aportes.
Para hablar de la maldad humana escribiré un cuento sobre películas snuff, alejándolas del murmullo distorsionante de las leyendas urbanas, acercándolas a lo que nos queda cerca y conocemos mejor. A lo demostrable. Seré grave y mi escritura cruenta porque mi tema será cruento y grave. Hacer así es cómodo porque es una tentación descansar del esfuerzo de escribir. Y ante la garantía de que el tema, que es tan extremo, te asegura la transmisión del horror, te relajas, porque ya está todo hecho, y te sientas a ver el espectáculo de las reacciones lectoras. Acomodaticio, confías en que el tema lo hará todo por ti. Pero lo que estás haciendo es cederle a la realidad X (intolerablemente macabra), el peso y la potencia emocional del cuento, y no a tu talento. Que es quien debería transmitir esos tormentos. De adentro a afuera. Porque la contundencia no viene dada por la escabrosidad de lo narrado: decir películas snuff confiando en que ese submundo enfermizo será suficiente para que tiemblen las manos lectoras es quedarse afuera de la intención y del texto. Es nombrar lo que todos sabemos y no añadirle nada. Encontrar una situación cotidiana y extraerle ese mismo temblor a las manos lectoras es lo que hace el talento de verdad, que es un movimiento que, como digo, va de adentro a afuera.
Como hacen Kafka, Carson McCullers, Alice Sheldon, María Fernanda Ampuero. Un cuento de página y media de Kafka como “Ante la ley” va sobre alguien intentando entrar en una institución. Ya está. Alguien quiere entrar; el funcionario no le deja. Pesadillesca historia que no se apoya en una externa realidad objetiva, espejo de un horror existente (como las snuff), confiando en que eso se transfiera al lector como por acto reflejo; esa realidad objetiva le es ajena a Kafka porque se basa en su propia inercia interior y en su propio imaginario para decir los espantos de la vida diaria, las intolerancias de que somos capaces. Reviste esas inercias de ‘luz no usada’ (como dice fray Luis), y consigue que algo simple e imaginado perturbe más que algo real, contrastable. La golpeadora, percutante contundencia emocional de “Ante la ley” no emana de un argumento extremo, de un tema tabú y en sí mismo macabro: viene del talento de Kafka, de dentro de sí, que supo decir el absurdo enloquecedor con el simple gesto de querer entrar en la ley y no poder. Como el cuento “A Domestic Dilemma”, de Carson McCullers, sobre la alcoholemia; se vislumbra el horror, el trauma de las adicciones, entrevisto en una rutina doméstica que a nadie es ajena. La imagen no es extrema, sus significados latentes, sí. También su polisemia.
Ceder terreno es fácil y hasta cierto punto comprensible: mi tema hablará por mí. Muy bien. Es tan extremo que (confío en que) también tendrá significados ocultos. Pero no es suficiente: haz que veamos lo que está detrás de la imagen atroz. Sugiérelo. Verla, ya la vemos; queremos saber qué entiendes tú. Que ese sea el verdadero tema de tu escritura.
El tema en sí mismo no es nada.
Dicho de otra manera, el gesto de confiarle al tema toda la fortaleza del texto invierte el muy razonable precepto narrativo del “show, don’t tell[1]”. Exclaman, profieren el duro exabrupto, sin demostrar enfado ni rabia soterrada. Pensando que eso basta, cruzándose de brazos.
De todos modos –aunque se ceda– el escribir sobre la atrocidad explícita (sigamos con las snuff), tiene su valor, su aporte: nos impone una imagen que no queremos ver, que miedo nos da que sea un espejo. Y eso no es poco mérito literario. Quiero decir que ya está bien centrarse en esas realidades, que ya tiene su mérito y es necesario que se escriban cuentos y novelas sobre estas brutalidades. El caso equivocado es escribir sobre eso para ser brutal, porque pareciera eso: voy a ser duro, seré oscuro y grave, luego escribo sobre X. No, brutal será el talento que te haga extraer ese mismo horror de algo que no es en sí mismo, en apariencia, brutal. Lo que hace quien cede al tema la contundencia de su texto es acercarnos una imagen que no es suya. Que no es poco mérito, como digo, pero quizá es otro. Hay que escribir sobre estas realidades sin quedarnos en la imagen primera, autoexplicativa siempre.
Esta deslumbrante constelación de escritoras latinoamericanas juega en esa fina línea de funambulista de la que es fácil caer: pienso en Andrea Jeftanovic, Mariana Enriquez, María Fernanda Ampuero, Fernanda Melchor o Mónica Ojeda, que han escrito crudas páginas de horror contemporáneo. Es posible que, en algún tramo, se perciba ese momentáneo desliz en el que se confía el poder de sugestión, de significado y conmoción, a la simple mención del horror existente y por todos conocido. No digo que caigan en esta trampa de la escritura. Y no lo digo porque no lo creo. Pero sí que en algún momento, en algún pasaje particular, puede parecer que se acerquen a ese canto de sirena. ¡Tenemos que ir con cuidado!
Gracias a ellas hemos visto que las perversiones que pueden fermentar en un hogar embrutecido se pueden ver de manera explícita o por elipsis. Se han atrevido a decir el horror, a sugerir lo que oculta, a nombrar sus implicaciones más allá de su simple mención. Esta constelación de escritoras, como digo, se arriesga y son valientes y han visto la necesidad de escribir sobre lo humano-abismado conscientes de que un tema y un argumento no bastan. Hay antecedentes como Osvaldo Lamborghini, Rafael Pinedo o la inmensa Sara Gallardo, pero hemos tenido que esperar a Enriquez, Ampuero u Ojeda para que se extienda y crezca la narrativa de lo perverso, imaginada metáfora de los extremos a los que podemos llegar.
[1] Estas tres palabritas quizá sean el mejor curso de escritura narrativa que exista.