Un poquito de pasta al pesto

El karate, el colt y el impostor

El spaghetti western es un género propenso a la excelencia. Osado empezar así un texto, imagino, pero si pronunciamos el nombre de Sergio Leone podremos afirmar lo anterior sin miedo a hacer el ridículo. Y si añadimos, al de Leone, los nombres de Sergio Corbucci, Giancarlo Santi, Giulio Petroni, Tonino Valerii, Romero Marchent o Sergio Sollima podremos afirmar con más fuerza aún que el spaghetti, ahora sí, es un género propenso a la excelencia.

Nace deslumbrante y tremendo (por decirlo con palabras de Whitman), a principios de los años sesenta y se extiende, ya tambaleante, hasta finales de los setenta. Los héroes que pululan por las llanuras violentas y esquemáticas del género son, en general, forajidos o mercenarios, no se afeitan, son feos, están sucios y se llaman Django, Keoma, Sartana, Trinidad o simplemente no tienen nombre. Los actores están lejos del prestigio de John Wayne o James Stewart; se llaman Lee Van Cleef, Franco Nero, Terence Hill, Gianni Garko, Giuliano Gemma. Se llaman etcétera.

El spaghetti western es un magma cultural inmenso. Un magma que se ha enfrentado a sus precursores a sabiendas de que John Ford, Delmer Daves y compañía son lo que, en la jerga propia de la crítica literaria, y más en concreto en la de Harold Bloom, llamaríamos ‘poetas fuertes’. Han leído bien a sus precursores y no se han dejado anular por el peso abrumador, aplastante, de sus influencias. Lo que el mismo Bloom llama “la ansiedad de la influencia” está bien digerida y asimilada por los maestros del sub-género. Esa ansiedad, dice Bloom, es “el resultado de un acto complejo de malinterpretación fuerte”, y esa malinterpretación se deriva de una profunda lectura “idiosincrásica y ambivalente” de los precursores. Así hicieron Leone y Corbucci y los demás. Películas como Mi nombre es ninguno (de Tonino Valerii), o la apertura de Voy, le mato y vuelvo (de Enzo G. Castellari), demuestran las intenciones nada inocentes de estos directores que, conscientes de lo que hacían, cogieron al western clásico, lo apearon del tren y tomaron su asiento.

Yo no sé si, en este sentido, el spaghetti es el verdadero cine de vanguardia de los años sesenta. El que se atreve a hablarle de tú a tú al género por excelencia del cine clásico americano, el que lo piensa a fondo y rompe con él, lo redirige, le da un aire nuevo y consigue crear escuela. Creo que este gesto contiene más intención y talento que las novedades del cine francés de la época. O, como mínimo, tanta intención y talento como el cine francés de la época.

SartaraDe todos modos, como en todo ámbito, si queremos ver algo más de lo que hace un género y bajamos, curiosos, a las catacumbas del sub-género, veremos, antorcha en mano, que ahí abajo hay de todo. Desde películas lentas pero sólidas, con un personaje central fuerte, como Buen funeral amigos, paga Sartana, de Anthony Ascott, y maravillas de otra dimensión como Oro maldito, de Giulio Questi, o Condenados a vivir, de nuestro Joaquín Luis Romero Marchent, hasta el equivalente cinematográfico a un buen montón de humeante estiércol como El kárate, el colt y el impostor, de 1974, dirigida por Antonio Margheriti y protagonizada por el legendario pero inexpresivo Lee Van Cleef.

Veamos por dónde nos metemos. A Lee Van Cleef le venían como anillo al dedo los papeles que interpretaba: personajes graníticos, de mirada férrea y carcomidos hasta el fondo por el odio o la venganza. Tipos que en definitiva no iban de pueblo en pueblo celebrando la vida a base de brincos y entonando despreocupadas melodías como en Siete novias para siete hermanos. No. Eran tipos duros que querían matar. Alejado de su único registro, en esta película vemos la peor interpretación del actor.

No obstante, Spinoza dijo: “…no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos”. Invierte el orden natural (presuponemos), de las cosas. Es decir: primero se da el hecho irracional, subjetivo, de que algo nos guste o no –cuántas veces las cosas nos gustan sólo porque sí– y luego la argumentación crítica de por qué ese algo nos ha gustado o no (y la consiguiente consideración de si es bueno o no). Qué sencillo sería si todo lo que nos gusta nos pareciese excelente. Pero a veces nos gustan las cositas imperfectas (ya sea por sus imperfecciones o porque son imperfecciones que no necesariamente hunden el conjunto de la obra).

Claro que Spinoza no se refiere al arte, pero esta frase ha iluminado, desde que la leí, mi manera de entender y valorar la cultura. Así, puedo contradecir, pues, el juicio que acabo de hacer sobre la película de Margheriti. Me ha gustado y por eso es buena. No. A ver: es floja. Que me haya gustado es algo positivo, que está bien, pero no significa, necesariamente, que sea buena. La dirección es torpe y descuidada. De todos modos, a mi juicio hay tres elementos que, pese a todo, la hacen salvable: el personaje del Reverendo; la evolución de la amistad entre Lee Van Cleef y Lo Lieh (co-protagonista de la película); y la presencia de lugares comunes de géneros a priori antagónicos como son el spaghetti, la comedia y el cine de artes marciales.

El karate, el colt y el impostorEl marco histórico, geográfico y estético es del spaghetti; Lo Lieh y sus acrobacias provienen del cine de artes marciales; y el humor (muy cuestionable, en ocasiones), viene de donde viene. El argumento es sencillo: el resumen del resumen sería: Lee Van Cleef y Lo Lieh van en busca de un tesoro que el tío de éste escondió antes de morir. Precavido, el tío le dejó cuatro pistas a su sobrino para que pudiera seguir, el día que fuera necesario, su particular camino de baldosas amarillas, por así decir, hasta el tesoro familiar. Las pistas están tatuadas (ay, cine setentero), en los culos de cuatro mujeres del pueblo. De lo que se deduce que: reunidas las pistas, hallado el tesoro. Ése es el punto de partida.

La comedia es la aportación más debilitadora de la película. En una ocasión vemos a Lee Van Cleef parodiando el acento chino, en una escena lamentable que no tiene gracia y que molesta (o entristece) a los entusiastas del actor. En otra vemos, en un plano fijo, a Van Cleef hablando con Lo Lieh, pero éste está fuera de plano. No percibimos complejas intenciones artísticas en este detalle. ¿Cómo lo sabemos? Porque uno de los caballos, ignorante, dada su naturaleza animal, de estar protagonizando una película, decide refocilarse en las aguas estancas del río, a su aire, robándole todo el protagonismo a la conversación que por otra parte, como digo, está teniendo lugar tan sólo parcialmente dentro de plano. Otro ejemplo de la dirección diríase impaciente o poco esmerada de Margheriti está en la escena de la lucha final. Lo Lieh, desafiando las duras leyes de la gravedad, salta, hacia atrás y de abajo a arriba, un muro de unos tres metros. Rebobinando la cinta consiguieron el efecto saltarín. Un poco chusco, la verdad. Pero mejor parar aquí los dardos.

Vamos a los elementos salvadores. El personaje mejor dibujado de la película es el perverso reverendo que persigue a la pareja de amigos. Vocifera citas aleccionadoras de la Biblia para imponer su moralidad a sus convecinos. Acto seguido, mata a las lúbricas, salaces prostitutas del saloon. Creíble, representa a la perfección lo que Edward Said, en Humanismo y crítica democrática, llamó “todo lo intolerantemente inhumano e insosteniblemente obcecado que se puede llegar a ser”. Además, enloquecido, obseso, se pasea por el pueblo con una iglesia móvil arrastrada por media docena de caballos. Cristalino ejemplo, pues, del fanatismo religioso occidental, e impagable hallazgo visual que no te esperarías en otras cinematografías más prestigiadas.

El karate, el colt y el impostorOtro elemento salvador es la amistad, como decía, de Van Cleef y Lo Lieh. La veloz evolución del odio a la amistad es inverosímil, pero bueno, lo inverosímil también asoma las patitas por los pequeños intersticios de nuestro día a día. De trasfondos y educaciones opuestas, se complementan unidos, al principio, por el deseo compartido de encontrar el tesoro, pero acaban por superar sus intereses individuales unidos, al final, por la inesperada y honesta amistad que crece entre ellos (como en las buddy movies de acción que vendrían en la década siguiente).

El último elemento salvador es más delicado. El cruce de registros en sí mismo no es nada, o no tiene por qué serlo. Es cierto que las escenas de lucha son poco convincentes. Y que hay momentos en que el humor asquea. Y que no es el mejor ejemplo de spaghetti western, pero creo que la película hilvana bien los registros particulares de cada género y que lo que cuenta es, también, la frescura del gesto. El atrevimiento del gesto. La transición de un género a otro, de los tópicos de uno a los tópicos del otro, no es la cosa más fluida del mundo, no, pero funciona y no vemos que haya escenas enteras metidas con calzador. Irregular y en general mala, a veces, como dije en el texto sobre el cine de serie B, hay que “entender [la] película por lo que tiene de gesto”, pensar cómo se relaciona con el magma del que viene y cómo esa relación resignifica el conjunto. Y entonces esos fallos de los que es tan fácil reírse quizá no sean tan significativos y veamos que no son en lo que nos tenemos que centrar si queremos entender.

Aplicado al arte, el argumento de Spinoza admite discusión: de haber seguido esa máxima, según la cual juzgo bueno lo que me gusta, tendría que haber obviado los descosidos de la película y haberme centrado únicamente en lo que estoy llamando sus elementos salvadores. ¿Es lícito utilizar la crítica, como he hecho hoy, para intentar aislar, entre la maraña de desperfectos, ese ‘algo’ que nos cautiva de una obra, aun admitiendo sus fallos, sólo porque queramos blindar esa obra ante otras críticas más objetivas y heridoras? En este caso estamos ante una crítica subjetivista y parcial, intencionada, ¿pero será válida si asume esos preceptos como sus principales vías rectoras? ¿Ante una mala obra, no debería primar la evidencia de su poquedad antes que los intentos del crítico por salvarla, por muy justificados que estén? Muy posiblemente. Pero tampoco veo crimen alguno en el hecho de aislar, como he dicho, de entre la maraña de desperfectos, ese ‘algo’ que nos cautiva de una obra con el fin de entenderla mejor y en su total complejidad –que es, en el fondo, de lo que se trata– y salvarla del naufragio.

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