La originalidad de los ocho relatos (siete cortos y uno largo) que integran Ahora solo queda la ciudad se manifiesta de muchas formas diferentes. La más importante de ellas —quizá también la más sutil— probablemente sea la pluma del autor, el colombiano Cristian Romero, que no solo escribe muy bien sino que, además, lo hace con un estilo propio, muy marcado y reconocible, que rezuma personalidad. El autor se expresa con frases breves y cortantes, manifiesta una cierta querencia hacia el feísmo y la mala baba, y demuestra una habilidad especial para retorcer mensajes que comienzan siendo amables, como si hubiera decidido dar un pequeño respiro al lector dentro de una trama cargada de tensión, y terminan siendo devastadores. En «Más allá de las ruinas», un personaje acaricia a un cachorrillo al que guarda en una caja, entre mantitas, para acto seguido revelarnos el destino de sus hermanos: «A los siguientes cachorros los hundió en un balde con agua. Luego se los comió asados.» En «Vientre», alguien alaba la belleza del paisaje con un «Mira qué lindo se ve el cielo» y a continuación se pregunta enseguida, en referencia al apocalipsis inminente que parece cernirse sobre ellos: «¿Cómo será cuando se chamusque?» Por poner solo un par de muestras sobre la capacidad de Romero para jugar con nuestras expectativas.
Del mismo modo, las tramas de sus cuentos rehúsan adaptarse a moldes o ideas preconcebidas. A lo largo de Ahora solo queda la ciudad me sorprendí en varias ocasiones asumiendo que el relato que acababa de empezar a leer iba de una cosa (una historia de vampiros, por poner un ejemplo, o un cuento de fantasmas de corte victoriano) para acabar descubriendo pocas páginas más adelante que los planes de Romero transcurrían por caminos muy diferentes de los que yo había anticipado. Y así, lo que yo había tomado por un vampiro resultaba ser el descendiente de una familia adinerada (y con acceso, por tanto, a costosas intervenciones de ingeniería genética) en un futuro post apocalíptico; y el supuestamente familiar escenario de terror clásico (mansión con muebles polvorientos y servidumbre a la que se llama tocando una campanilla) tampoco tardaba demasiado en romper mis esquemas entre salpicones de sangre y pus. (Ambos ejemplos, acabo de darme cuenta, corresponden a las dos primeras historias del volumen, y creo que es porque a partir de cierto momento el lector aprende a entregarse, sin más, a la idiosincrasia peculiar de esos relatos, a su —por así decirlo— cristianromeridad, y a disfrutar de las narraciones sin tratar de descifrarlas antes de tiempo, a sabiendas de que el autor le va a lanzar un gancho a la mandíbula en algún momento, pero abandonando toda esperanza de poderlo esquivar.)
Algunas de las historias tienen una enorme carga simbólica y pueden ser interpretadas de varias maneras diferentes (como «El niño sin brazo», que en mi opinión es tanto una fantasía grotesca y surrealista sobre una amputación como una alegoría salvaje acerca de los celos filiales; o «El cadáver», un estresante relato, escrito en una insidiosa segunda persona, que rebosa neurosis y desesperanza). Otras («Podría ser la hija perfecta», «Más allá de las ruinas») son narraciones oscuras y densas, como pesadillas pegajosas, en las que el autor insinúa mucho más de lo que muestra. Y hay unas cuantas que podrían enmarcarse en un terror más convencional (que no previsible), en el sentido de que se trata, creo, de historias más directas y no tan abiertas a la interpretación, como es el caso de «Familia» y de mi favorita personal, «El perro bajo tierra», un magnífico relato en cuyo aroma me parece reconocer algunas notas de Poe.
Algo que todos cuentos tienen en común, más allá de lo oscuro de sus tramas, es una abundancia de personajes atormentados y a menudo sin posibilidad de salvación. Quizá el ejemplo más potente lo encontremos en la monumental «Vientre»: una historia de amor sucia (el protagonista reconoce, en un momento dado, que su amada le da «asco» y «miedo») salpimentada con insectos de pesadilla y embarazos inquietantes, como si el panorama de fondo no fuera de por sí lo suficientemente angustioso: «Por esos días ya todo era extraño. El mundo esperaba que, en cualquier momento, la Fiebre regresara, más cruda, agresiva e inclemente. El clima se había terminado de enloquecer y, aunque era imposible, las personas trataron de seguir llevando unas vidas corrientes, como si nada estuviese pasando».
Ahora solo queda la ciudad es, en fin, una obra sorprendente, malrollera, con relatos que merece la pena releer y repensar. Tentada estoy de añadir, a modo de cierre y como aviso para navegantes, que un libro pesimista y sombrío como este tal vez no sea la elección más adecuada para aquellos a quienes solo les apetezca evadirse de lo mal que está el panorama: el covid rampante, los confinamientos, la crisis económica y todo lo demás. Pero, en realidad, qué narices. Adelante, métete un chute de mal rollo en vena. Es muy catártico. Si crees la cosa está chunga ahí fuera, que la vida no te sonríe, que los seres humanos estamos perdidos y sin posibilidad de salvación, ya verás cuando leas lo que los personajes de Romero quieren susurrarte al oído. Vas a flipar.
Ahora solo queda la ciudad (La máquina que hace Ping, Colección Ojos de plato, 2020)
eBook. 128 pp. 4.99 €
Ficha en La web de la editorial
Gracias por la recomendación, como amante del género de terror, estaba buscando nuevas lecturas. Ya me cansé de Stephen King y los autores de siempre. A juzgar por lo que dices, este libro tiene una pinta bastante buena y posiblemente valga la pena leerlo. ¿Se puede adquirir por Amazon?
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