Estación once, de Emily St. John Mandel

Estación OnceLeí, días pasados, en Twitter, una fugaz mención a la novela El alfabeto de fuego, de Ben Marcus, sobre lo pertinente que es leer hoy esa historia de un virus lingüístico que asola a los adultos, sólo a los adultos. Y estoy de acuerdo: podemos agregarle ahora un significado nuevo, dadas las circunstancias, más aterrador y preocupante. La reflexión sobre el lenguaje, tanto sobre sus peligros si se usa como arma, como sobre su carácter vertebrador y estructurador del pensamiento, es muy interesante, pero le sobraron páginas y le faltó color a esa novela. Dos años después, en 2014, apareció Estación once, de Emily St. John Mandel, novela también postapocalíptica y lectura todavía más pertinente, si cabe, por el inquietante panorama, sólo levemente exagerado, que plantea (tan parecido a lo que estamos viviendo ahora), y porque es, a mi juicio, mejor novela que la de Marcus (aunque el jueguecito de descubrir qué novela es mejor que otra, así, en general, me ha interesado siempre muy, muy poco).

Estación once es, a primera vista, un relato postapocalíptico sobre una gripe letal, contagiosa y desconocida, que no tarda en globalizarse, en ascender al estatus de pandemia y arrasar con el 99 por ciento de la humanidad. Pero lo primero que vemos, en una poderosa, cautivadora apertura, es una representación teatral de El rey Lear donde conocemos a Arthur Leander, actor de teatro y catalizador in absentia del libro, alrededor del cual se ramifican las historias. Se tejen así los dos escenarios principales: el mundo pre pandemia, y los pocos restos postapocalípticos que, renqueantes, le suceden.

Es sencillo: el tiempo empieza a contarse desde la eclosión de la pandemia (Año 1, 2, 15, etcétera), y ahí conocemos a la Sinfonía Viajera, compañía teatral que viaja por el mundo agonizante representando a Shakespeare porque “la supervivencia no es suficiente”, como dicen citando a Star Trek. Este escenario se complementa con el pasado, en el que conocemos a Leander, actor de teatro, sobre el que pivota el repertorio de personajes posterior, y a sus parejas y sus respectivas historias, y a algún amigo como Clark o Kirsten, actriz infantil en esa primera representación de Lear.

El talento mayor de Mandel como escritora, yo diría, es su habilidad para entretejer diferentes enfoques narrativos: hay epistolario (cartas de un hombre –Arthur– a una amiga, con lo que nos dice tanto de sí mismo y su pasado como del porqué de su tristeza); narración en tercera persona –que es el grueso de la novela–; tenemos esa especie de variante de la écfrasis que es la descripción de la narrativa de los cómics (como veríamos después en Lago negro de tus ojos, de Guillem López); entrevistas en formato entrevista convencional; o la inclusión del cómic dentro de la novela, es decir, de “Estación once[1]” dentro de Estación once. Este cruce de enfoques sirve como ampliación del radio de la novela, de los dos centros que tiene, y es una excelente manera de dosificar los hechos y la manera en que repercuten en el estado anímico de los personajes.

Todos estos enfoques, en manos menos talentosas, hubieran quedado amalgamados en un todo confuso, pero quedan claros y bien delimitados en St. John Mandel. Y lo bueno es que la relación entre cada bloque, por así decir, juega con tus expectativas de lectura, afinándolas a medida que avanzas.

Aunque asistimos a una mejor arquitectura, más atrevida, que en Becky Chambers o Kameron Hurley, quizá los varios frentes abiertos en los que se despliega la novela, pese a lo dicho hasta ahora, no siempre estén equilibrados; la entrevista que le hacen a Kirsten en el Año Quince del colapso, por ejemplo, es un acierto y dinamiza una lectura ya de por sí dinámica, pero a eso hay que añadirle varios otros frentes en unas permutas temporales continuas –podemos decirlo así, aunque suene pretencioso, porque de repente te cambia el tiempo y sustituye uno por otro– que funcionan, pero que, en ocasiones, se alargan hasta el punto de echar de menos el núcleo principal de la historia. Este despliegue en varios frentes, y estas permutas, amplían el tejido de las conexiones, a veces perdidas, entre personajes. Lo cual contribuye a otro de los fuertes de la novela: la melancolía que transmite. Como cuando Arthur rememora su pasado en Isla Delano; su juventud con Clark; o cuando Miranda, su primera mujer, recuerda su propio pasado desde el fin de todo en Malasia; especiales pasajes de fuerza emotiva.

Emily St. John MandelÉsta melancolía, que no es palabra que me entusiasme, es la temperatura constante del libro. No es nostalgia lo que sienten o padecen los personajes de St. John Mandel, es melancolía. Si vamos un momentito al DRAE lo veremos mejor: “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente (…) que hace que quien la padece no encuentre gusto ni diversión en nada”. La clave que le veo aquí es que hay un sincero echar de menos lo que han perdido, y no a la civilización u otros entes abstractos, sino a las personas concretas que ya no están. No es que la melancolía o el echar de menos sea una consecuencia más del desastre, es que los personajes de Mandel ya eran así antes de la pandemia: hasta en los flashbacks, en un doble movimiento que va del pasado a otro pasado aún más lejano, hay personajes que recuerdan sus infancias con añoranza, con ese profundo echar de menos que, con el colapso, les lleva a una tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente.

Puede que esa estructura interna esté un poco desequilibrada por la cantidad de espacio que le dedica a cada elemento argumental de la historia, pero no es confuso ni molesta. Y puede que la autora recurra al tópico de vez en cuando (pienso en ciertos disparos muy televisivos, en alguna muerte concreta), pero nada de esto estropea la novela.

¿Y qué es Estación once? Como decía, es el cómic (dentro de la novela) que escribe, como desahogo, Miranda, la primera mujer de Arthur, a quien conocemos en los pasajes de la pre pandemia. St. John Mandel, como decía antes, consigue estructurar la historia de Miranda de tal manera que se dosifica su importancia en un ascenso continuo. Ese cómic acaba siendo mucho más que un cómic como el martillo de La Tierra permanece era mucho más que sólo un martillo. El cómic vincula a varios personajes, y la mano de la autora hace que su significado mute con el correr de la historia, tanto por lo que tiene de significativo de lo que es o puede ser la creatividad para quien la tiene, como por lo que tiene de importancia para los propios personajes. Y pese a la melancolía que rezuma el texto, hay también bonitos recuerdos que sirven como paréntesis alegres. Como los reconfortantes recuerdos de Miranda en las playas de Malasia.

La novela salta en el tiempo para ampliar este radio, y vemos por qué Kirsten, aquella joven actriz del principio, tiene el cómic y recuerda con cariño a Arthur. Y hacia el final llegamos a lugares clave en el mundo postapocalíptico, como St. Deborah by the Water o el aeropuerto, con resonancias míticas y un autoproclamado profeta (como siempre lo son todos). Espacios donde la red que conecta a los distintos personajes se hace más intrincada, donde el pasado coadyuva a entender el presente.

Sección, la del aeropuerto, muy bien descrita y pensada, pero quizá, como sección de importancia casi autónoma, está algo descompensada. Pensada como parte de un todo, le dedica muchas más páginas que a otros elementos que juegan un papel parecido. Insisto: ese tramo me ha encantado, casi hasta el punto de funcionar como texto desgajado, pero como parte de una estructura general es, quizá, más larga que otras hasta el punto que desvirtúa, sin querer, otros elementos narrativos como el trasfondo de la Sinfonía Viajera, que queda cojo en comparación.

Itinerante es el ritmo de lo postapocalíptico. Hay un “movimiento continuo, descentralizado, como las road movies”, como dije en un texto sobre el subgénero, que en este caso vemos ejemplificado por la compañía teatral ambulante. Van de lugar en lugar y ese movimiento es señal de salud y curación. Lo postapocalíptico conlleva el instinto de moverse para sobrevivir, ligado aquí a ese otro instinto para la creatividad. Que contrasta con la quietud. Pero no la contradice. En esta novela se complementan quietud y movimiento. Quietud como la de las páginas del aeropuerto en las que también vemos el instinto de la curación, que se erigen como lo mejor de un libro que es a mi juicio superior y más complejo, más atrevido en su estructura que otras aplaudidas novedades recientes como las de Becky Chambers, Ann Leckie o Kameron Hurley. Qué novela, Estación once. ¡Qué novela!

[1] Con esas refrescantes referencias a Calvin & Hobbes, pero más concretamente al imaginario Spaceman Spiff. (¡Cuántos textos le debemos a Bill Waterson!).

Estación once (Kailas Editorial, 2015)
Station Eleven (2014)
Traducción: María del Puerto Barruetabeña Díez
Rústica. 344pp. 19,90 €
Ficha en La Tecera Fundación

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