No es difícil dar con los motivos del auge que está teniendo en este siglo la literatura postapocalíptica, el subgénero de la ciencia ficción que aborda el colapso civilizatorio y los hechos posteriores. Se trata de un tipo de narración propicio para tiempos convulsos y no hay duda de que el siglo XXI lo está siendo. En sus primeras dos décadas se han ido produciendo, uno tras otro, acontecimientos y situaciones globales que han calado en el imaginario colectivo, facilitando la aceptación de la fabulación catastrofista. Debido a ello, las mesas de las librerías, las salas de cine y las pantallas de televisión han venido exhibiendo, a lo largo de todos estos años, ficciones basadas en la supervivencia tras el desastre, narraciones postapocalípticas puras en algunos casos —el clásico survival tras la hecatombe—, y mestizas en otros, como las extendidas hacia la distopía o el fenómeno zombi. Ahora que el gran desastre en forma de pandemia ha relegado a la Humanidad a sus hogares, la expansión y aceptación definitivas de este tipo de literatura, incluso en los dominios del realismo, parecen inevitables.
El postapocalíptico, que a veces muestra el propio proceso apocalíptico y otras sólo lo utiliza como punto de partida, es uno de los subgéneros más distinguidos e importantes de la ciencia ficción, quizás el más antiguo. Está presente en la Epopeya de Gilgamesh (2500-2000 a.E.C.), la primera narración escrita que se conoce y en la que se alude a un diluvio universal anterior que casi acaba con la Humanidad. Si avanzamos en el tiempo, en julio de 1816, un mes después de la reunión de Villa Diodati en la que Mary Shelley concibió la semilla de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), obra que para algunos teóricos inicia la ciencia ficción, el anfitrión Lord Byron daría a conocer Darkness, un poema de esencia inequívocamente apocalíptica. Pocos años más tarde, la propia Shelley abordaría el subgénero con El último hombre (1824), novela que transcurre en un escenario apocalíptico y postapocalíptico. En ella, el novum es utilizado con intenciones alegóricas, tal como lo ha hecho en numerosas ocasiones la ciencia ficción. Más adelante, un autor de máxima relevancia como Edgar Allan Poe escribe lo que podríamos llamar proto ciencia ficción, con detalles apocalípticos en algunos de sus cuentos. Jules Verne y H. G. Wells, padres del género para otra facción de estudiosos, incluyeron de forma desigual la temática en sus obras, mucho más presente en la del segundo que en la del autor francés. El postapocalíptico entra con pie firme en el siglo XX mediante obras como La nube púrpura (1901), de M. P. Shiel, y La peste escarlata (1912), novela pandémica escrita por Jack London.
Durante los siguientes cien años, este subgénero corrió parejo a la agitación de los tiempos, pero también a la propia evolución del ámbito literario en el que fue enmarcado. Reivindicado como temática propia de la ciencia ficción, se convirtió, ya desde las mismas narraciones pulp, en una constante utilizada por la mayoría de sus autores. En la primera mitad del siglo XX cobraron importancia las distopías, ficciones políticas que utilizaban como punto de partida una crisis mundial, origen de un nuevo mundo. Nosotros, Un mundo feliz y 1984 pasarían, por su excelente calidad y el universal contenido de sus alegorías, a formar parte del catálogo de grandes obras de la ciencia ficción. Desde entonces, ya no dejarían de escribirse y filmarse narraciones postapocalípticas, y estas se constituirían en el dedo señalador de los temores y preocupaciones colectivos preponderantes en sus respectivas épocas. La Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, el SIDA o el ecologismo de fin de siglo tuvieron su reflejo en el agente exterminador de los distintos relatos, que fue nutriendo su catálogo de cataclismos por guerras nucleares, virus pandémicos, asteroides destructores, catástrofes ecológicas y un sinfín de desgracias globales tras las cuales el hombre intentaba sobrevivir y volver a crear una civilización estable.
Con pocos altibajos, la presencia del subgénero a lo largo del siglo pasado fue continua. Los autores ingleses, fervientes seguidores de la temática, nunca dejaron de explotarla. Los correligionarios de la new wave, movimiento literario que encontró un filón en la catástrofe global, se sirvieron de ella apoyándose en la herencia de los 50 y 60, utilizándola como campo de pruebas para la experimentación formal y la búsqueda de paralelismos con los espacios interiores. En los años 70, el fin de todo fue un tema recurrente también en los cines. Pero si bien es cierto que el postapocalíptico fue una presencia ineludible a lo largo de la centuria y que sumó muchas obras maestras al acervo del género (El día de los trífidos, La Tierra permanece, Soy leyenda, Cántico por Leibowitz, La muerte de la hierba, El mundo sumergido, La ciudad poco después…), a partir de la siguiente década fue perdiendo protagonismo y su carácter no sería preponderante hasta comenzado el siglo XXI. Los años 80 del ciberpunk, los 90 de la space opera y el revival pulp que supuso la new weird en los albores del nuevo siglo parecieron relegar al subgénero a un segundo plano.
En realidad, la causa de esta pérdida de interés se debió, principalmente, a la dependencia que tiene este tipo de literatura de las inquietudes catastrofistas del momento, de una realidad colectiva coyuntural que en tiempos de paz, con alguna notable excepción, suele conducirlo al olvido. La ciencia ficción, a diferencia de lo que suelen señalar los articulistas externos desde un vergonzante desconocimiento, jamás ha sido una disciplina adivinatoria. El objetivo de la ficción especulativa que la conforma no es la videncia ni el acierto. El sentido de su existencia no se encuentra en la predicción, un efecto colateral en realidad, sino en el paralelismo alegórico, en arrojar lecturas del presente disfrazadas de metáfora fantástica. Y de todas las ramas que parten de la cf, el postapocalíptico, con el apocalíptico que lleva implícito, es sin duda el subgénero más atado a la realidad y los miedos del momento. En los tiempos de paz y aperturismo mundiales que cerraron el siglo, Perestroika y Caída del Muro mediantes, hubo poca inquietud generalizada, desde luego ninguna por el desastre global.
Eso iba a cambiar una mañana de septiembre de 2001. La caída de las Torres Gemelas sacudió la realidad de todos los habitantes del planeta, abriendo una brecha en la falsa seguridad mundial que se había ido construyendo en las dos últimas décadas tras la apertura soviética y la naciente globalización. Estados Unidos, país preponderante en aquel momento, fue atacado en su propio territorio continental con el mundo entero como espectador. Un par de rascacielos, edificios civiles con más de dos mil personas en su interior, se derrumbaron por el impacto de sendos aviones comerciales como si de una película catastrofista se tratase, entre nubes de polvo en plena Nueva York, la capital mundial de la normalidad. Y en imágenes reales, tomadas desde diferentes ángulos, servidas en directo a todo el planeta. Con esa caída, el concepto de civilización vulnerable retornó del olvido al que los ciudadanos occidentales lo habían relegado. La realidad era inestable, insegura; el realismo se tornó dudoso. Todo era posible.
Los escritores del mainstream, de la rama central de la literatura que solía eludir el género fantástico como si fuera veneno, se vieron asaltados diariamente por imágenes y ficciones que rebasaban el concepto de normalidad anterior. Sus inquietudes, impregnadas de la atmósfera de irrealidad que teñía artículos y discursos en todas partes, del clima de inseguridad en los años subsiguientes, comenzaron a dirigirse hacia escenarios en los que las posibilidades inauditas pesaban más que lo cotidiano. El goteo de obras de ciencia ficción escritas fuera del género se convertiría en un torrente a partir de 2004, en una serie correlativa de años prodigiosos para este tipo de literatura. Importantes escritores de la considerada Gran Literatura abordarían el género fantástico con obras de gran calidad y lo tomarían por asalto. Autores como Philip Roth, David Mitchell, Kazuo Ishiguro, Hari Kunzru y Michel Houellebecq, quien se sumergió del todo en la temática postapocalíptica con La posibilidad de una isla, cogerían por sorpresa a todos sus incondicionales y, especialmente, a los lectores de cf. El aluvión de incursiones semejantes en años posteriores demostraría que, en realidad, lo del final de lustro era una mera avanzadilla.
En ese sembrado literario, las semillas comenzaron a germinar en gran número. No era solo la mayor cantidad de obras de cf, sino el significativo aumento de lectores que, ahora sí, parecían mostrar un interés desprejuiciado por las narraciones fantásticas, pasando por caja en librerías y cines. En pleno ascenso del fenómeno zombi, un concepto importado del terror y convertido a la ciencia ficción, las cifras de ventas de Guerra Mundial Z, una especie de diario del apocalipsis zombi escrito en clave realista por Max Brooks, vendría a demostrar que el mercado para la ficción postapocalíptica podía producir pingües beneficios. Durante más de una década, legiones de infectados por el virus definitivo se apoderarían de las páginas y pantallas de todo el planeta. Libros, series, películas, cómics… Fue considerada una moda que se acabaría extinguiendo como las anteriores, dejando sólo un fugaz esplendor para el recuerdo. Y así podría haber sido, pero dos obras fundamentales en la historia de la ciencia ficción vendrían, paralelamente, a reventar todas las expectativas de la literatura no realista, apuntalando la presencia del subgénero postapocalíptico en el zeitgeist del naciente siglo XXI: La carretera, de Cormac McCarthy, y Los juegos del hambre, de Suzanne Collins.
En 2007, un año después de su publicación, La carretera, del norteamericano Cormac McCarthy, gana el premio Pulitzer y conquista las librerías de todo el mundo. Es un postapocalíptico de manual, escrito con una madurez y un estilo extraordinarios, propios de un escritor siempre candidato al Nobel. El eco cultural que tiene en todo el planeta es insólito. Es llevada al cine y autores de toda índole comienzan a imitar su estilo y escenarios. Reseñadores del género a los que coge fuera de juego comienzan a usar el nombre del autor como adjetivo, lo mccarthyano, para todo libro que encuentran digno. Críticos de la literatura realista empiezan a darse cuenta del cambio de paradigma y de dónde vendrá la literatura importante en los años siguientes. Extramuros, la relevancia de la novela anima definitivamente a los buenos escritores que ya estaban pensando en abordar el género fantástico. La sinergia creada entre la atmósfera post 11-S y la calidad de La carretera lleva al postapocalíptico, y a la ciencia ficción en general, hasta las zonas de las librerías y plataformas audiovisuales que antes la rechazaban.
En 2008, Suzanne Collins contribuye decisivamente al proceso desde la propia literatura fantástica con Los juegos del hambre, una novela young adult, primera de una trilogía cuyos efectos, a la postre, serían incluso mayores. Que uno de los escritores importantes creara una gran obra abordando ese tipo de literatura conllevaba una apertura, una puerta de entrada buscada durante décadas, pero en realidad era un fenómeno que ya se había dado antes, siempre con resultados apenas temporales. Sin embargo, la obra de Collins procede del propio género fantástico, y el éxito que supone a varios niveles, de aceptación comercial e identificación política, va más allá. Las películas convierten la temática de la trilogía en la más leída y vista durante los siguientes años y abre un abanico de posibilidades que empiezan a ser tenidas en cuenta muy en serio.
Por un lado, se hace evidente que incluso los libros juveniles procedentes de un género hasta entonces denostado y meramente, creían, escapista, pueden constituirse en una máquina de hacer dinero. Por otro, ciertos acontecimientos demuestran que el calado de la obra rebasa lo meramente comercial. El economista Paul Krugman pone Los juegos del hambre como ejemplo en sus columnas del New York Times. La juventud del sudeste asiático comienza a utilizar el signo de respeto del Distrito 12 en sus manifestaciones de protesta. La frase “si nosotros ardemos, tú arderás con nosotros” es incluida en textos y blogs escritos por airados adolescentes. Los medios se hacen eco de la repercusión de las películas y novelas en los jóvenes, su mensaje es tomado en serio. El calado distópico de la obra es global.
A partir de ahí, el ascenso de la distopía, una ficción política de raigambre postapocalíptica, es aprovechada por editoriales y autores para, por fin, acabar con la mala imagen que impide a la ciencia ficción hacer llegar sus obras fuera de sus fronteras. La respuesta popular y las insólitas cifras de ventas, así como el respetable pasado de ese tipo de ficción política, impulsan la sustitución de los términos apocalíptico y postapocalíptico, e incluso el de ciencia ficción, de mala fama, por el de distopía. Desde ese momento, toda ficción que presente una crisis de cualquier tipo, política o natural, situada en el futuro será presentada por editoriales, críticos e incluso autores bajo la elegante y digna etiqueta de distopía. Así, la presencia del género postapocalíptico y su derivado político irá creciendo en todos los productos de consumo cultural hasta situarse en las primeras posiciones de interés en los años subsiguientes. Paradójicamente, sin su propio nombre.
Estas dos obras postapocalípticas, La carretera y Los juegos del hambre, son las principales culpables literarias de la expansión que ha tenido la ciencia ficción como género dominante en el siglo XXI. Lo primero que llama la atención al hacer una comparativa es que, por esas extrañas cuestiones de la literatura, ya sea por pura sincronicidad o por homenaje no confeso, estos dos libros trascendentales, publicados con apenas un par de años de diferencia en Estados Unidos, comienzan de manera similar, con la misma acción. Así principian ambas novelas:
Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado.
Cormac McCarthy
Cuando me despierto, el otro lado de la cama está frío. Estiro los dedos buscando el calor de Prim, pero no encuentro más que la basta funda de lana del colchón.
Suzanne Collins
Este es, curiosamente, el único punto formal en el que coinciden, pues las dos obras son, en ese aspecto, muy diferentes. Precisamente, la tormenta perfecta de la que forman parte, junto con la inercia producida por el 11-S y continuada por la crisis económica planetaria de 2008, viene dada por la disparidad de sus contenidos y del tipo de público al que llegan. Abarcan ambos sectores, el culto y el popular, reuniéndolos bajo un mismo foco de interés: qué ocurrirá tras el fin de la civilización tal como la conocemos. La carretera es el relato del viaje de un hombre y un niño en busca del mar, a través de un mundo deflagrado y cubierto por la ceniza, sorteando antropófagos y enfermedad. Es una historia centrada en lo individual, en la supervivencia de un padre y su hijo como último reducto de humanidad en una naturaleza vacía. Ellos son los portadores de la llama, una representación simbólica de la esperanza civilizatoria, la luz última ante el glaucoma de un mundo frío. Los juegos del hambre es una distopía canónica, en la que, a pesar del protagonismo de su personaje central, lo importante es lo colectivo, la revolución social, el conflicto por la recuperación de la justicia e igualdad en un estado tiránico. Katniss no es mas que una herramienta utilizada por un sistema político cíclico que busca regenerarse. Se trata de una historia de inquietud global, pero es ella, el individuo, quien al final tiene la decisión y el poder de cambiar el sistema.
Formalmente distintos, maravillosamente complementarios, estos libros abarcan los dos grandes relatos de interés humano: el individuo y la sociedad; la persona y el Estado. Muestran dos posibilidades de afrontar el desastre y ponen el foco en dos tipos diferentes de reconstrucción, la personal y la social. Sin embargo, si se miran las conclusiones finales, ambas obras caminan en paralelo a pesar de las diferencias marcadas por sus propios relatos. La novela de McCarthy incide en la futilidad de los actos humanos ante una naturaleza indiferente, una constante en toda su obra. En la trilogía de Collins el Sistema se perpetúa ignorando el sufrimiento y los deseos de sus ciudadanos, meros instrumentos de subsistencia. Sin embargo, a pesar de sus respectivos fracasos personales, tanto el padre como el sinsajo marcan finalmente la diferencia con sus decisiones y sus actos.
Estas dos historias fueron publicadas en un mundo temeroso y receptivo, en el que los lectores volvían a sopesar la posibilidad del fin, con la amenaza de una guerra de civilizaciones aún no superada y a las puertas de un desplome económico de alcance mundial. Inseguros ante el carácter frágil de la realidad y dispuestos a creer fatalidades y alternativas, la llegada de estas dos novelas, con sus crisis futuras posibles, impactó en los lectores y, por extensión, en la cultura general del momento como una piedra en un estanque. Las ondas de expansión que crearon en los campos literario y audiovisual ayudaron a la ciencia ficción a alcanzar su privilegiado lugar actual. No solo fueron imitadas hasta la saciedad, estilos literarios incluidos, sino que popularizaron la ciencia ficción a nivel mundial y consolidaron el acceso a un espacio de la literatura que a este tipo de narrativa siempre le había estado vedado. Son, en mi opinión, las dos obras más importantes aportadas por el género en lo que va de siglo XXI.
A sus hombros han ido llegando a las librerías cientos de novelas y cuentos postapocalípticos de calidad dispar. El 90% olvidables, independientemente de su procedencia. Distopías fabricadas en serie, juveniles y adultas; autoediciones desde el fandom; experimentos provenientes de la literatura general; presuntos superventas caseros y hasta obras de relleno sin más razón de ser que la de diversificar el catálogo del autor. Muchas de las obras de éxito han sido, curiosamente, fanediciones que dieron el salto desde internet, un fenómeno visto en otros ámbitos literarios. En el mundo anglosajón, best sellers como El pasaje, Espejismo o Estación once han vendido millones de copias. En España, el fenómeno ha dado novelas autóctonas muy interesantes y con gran aceptación, como Fin, Cenital o El año de la plaga. En definitiva, el interés incondicional del consumidor ha hecho que en muchos casos ya no importe la procedencia o la calidad; si vende, va directamente al cine o a la televisión, el medio que lleva el mando estos años. Todo lo que tiene la impronta postapocalíptica interesa, y todo lo que interesa vende, esa es la situación.
La pregunta que cabe hacerse, ahora que el concepto de apocalipsis ha saltado de los libros a la realidad, es: ¿qué podemos esperar después de esto? Si miramos atrás, la oscuridad del año sin verano provocada por la erupción del Tambora trajo el que para muchos fue el nacimiento de la ciencia ficción. Los efectos del 11-S y la Gran Crisis Económica provocaron el ascenso de la narrativa postapocalíptica en la literatura mundial. ¿Qué obras producirá este baño de irrealidad que ha afectado a todo el planeta? ¿Cómo serán los libros del postapocalipsis pandémico? Con la realidad cotizando por debajo del barril de petróleo, todo parece indicar que la narrativa de la próxima década seguirá expresándose en los mismos términos de estos últimos años. Es previsible que la tendencia a lo fantástico incluso se agudice. Puede que la Gran Novela de la Pandemia, que a buen seguro ya estarán intentando escribir la mitad de los autores del planeta, lleve a la ciencia ficción todavía más allá, al final de esta revolución nada silenciosa, hacia un nuevo orden literario.
Excepcional y trabajadísimo artículo. Hace que me pregunte, ahora que la realidad ha suplantado a la ficción, cómo va a plasmarse esta inversión de papeles en la creación artística. ¿Habrá una Colmena llena de mascarillas, currantes de supermercado y hospitales, trapicheos bolsa de basura en mano y detectives de balcón? ¿La necesidad de evasión no nos llevará de vuelta a una normalidad impostada, ya sea basada en el viejo mundo o a partir de “fantasías realistas”? Emocionante panorama el que nos deparan los siguientes años.