El terror y la ciencia ficción, como mínimo en cine, han hecho muy buenas migas. Alien, Terror en el espacio, La cosa, Scanners, Terminator, Horizonte final, Cube o The Faculty son unos pocos ejemplos de lo bien que ligan las idiosincrasias del terror y la ciencia ficción, de lo mucho que se llegan a nutrir la una de la otra hasta lograr esas obras híbridas que son lo que son, y algo más. Salvo excepciones, el idilio ha sido mucho más rico en cine que en literatura, y más estimulante, como decía en el texto anterior, que el del humor y la ciencia ficción. ¿Por qué más en cine que en literatura? A eso, la verdad, no tengo mucha respuesta.
Pero si la ciencia ficción es, como dije en el texto sobre Los jugadores de Titán de Philip K. Dick, la deformación plausible de la realidad, quiere decir que, si prescindimos, por un momento, de los escenarios metafísicos del terror paranormal, veremos que la relación entre avance científico y terror, o entre futuro y terror, es muy natural. Veremos que un género se deriva ágilmente del otro, da igual el orden, y que el terror, así, contribuye también a esa misma deformación plausible de la realidad. Los robots rebelados o el salvajismo que brota en una situación desesperada de sociedad postapocalíptica nos plantean posibilidades de horror fascinante más allá del simple slasher (es un decir), porque el caso es que la ciencia ficción ensancha las posibilidades y el imaginario del terror extendiéndolo a través del tiempo y del espacio en la misma medida en que el terror modifica y matiza los logros que normalmente le atribuimos a la ciencia ficción, acercándola más, con sus espantos, a lo sublime. Se retroalimentan, vemos.
Tanto el terror como la ciencia ficción se preguntan por lo desconocido, y de ahí que casen bien. El espacio exterior es una incógnita, una maravilla fascinante, sí, y de ahí la space opera, pero también es aterrador, y de ahí Alien. La fantasía no da pie, o no tanto, yo diría, a que se indague en las honduras morales propuestas por la ciencia ficción; si vemos un dragón sonriendo entre árboles dorados, lo aceptaremos sin más en el marco de la fantasía; pero si vemos ese mismo simpático dragón en un marco bien estructurado de ciencia ficción, podremos indagar en las posibilidades que tiene el haber creado esa figura, las ramificaciones que podría tener esa invención, sus motivos o las consecuencias, constructivas y aliviadoras, o letales y definitivas, que tendría ese invento científico. Las preguntas, en la ciencia ficción, se viralizan.
El mundo teme a la ciencia tanto como la admira, y quizá ahí, en esa sensatísima contradicción, esté una de las explicaciones del porqué ligan tanto y ha dado tan buenos frutos el encuentro entre estos dos géneros. Brian Aldiss, en su aún por traducir pero no por ello menos brillante y absolutamente necesario ensayo Billion Year Spree. The True History of Science Fiction, identifica la novela gótica como molde común del que nacen, o evolucionan, los dos géneros. Si ese común origen es cierto, que podría ser, nada nos sorprenden los frutos que dan estos géneros cuando se juntan. Al fin y al cabo, como dice Aldiss en el mismo libro: “la ciencia ficción siempre ha sido, en general, una literatura lúgubre”.
En este sentido, no es de extrañar que tantos críticos de ciencia ficción sitúen el origen del género en el Frankenstein de Mary Shelley, que, sí, hibrida los dos géneros con total maestría y naturalidad, y en ese sentido es tanto una cosa como la otra. Lo que me causa, a mí, mis propios debates internos, es que no tengo tan claro que esto sea el resultado de una deliberada, meditada y meticulosa intención consciente, o el feliz resultado de una casualidad (lo cual no restaría un ápice de valor ni mérito a esa obra maestra, claro). Dr. Jekyll y Mr. Hyde es la otra novela que prefigura la carrera futura, compartida, de estos dos géneros, aunque, en este caso, también me debato sobre la autoconsciencia de Stevenson, de si era o no sabedor de lo que estaba consiguiendo.
Esas posibilidades, adentrarse con la escritura en lo que te plantean esas distorsiones, las del terror y la ciencia ficción, puede dar, como fruto, tanto exploraciones insospechadas de la cambiante naturaleza humana, como imágenes un poco ridículas y cutres en un contexto de desenfado que igual haga que la fusión se escore más hacia el horror comedy, que también funciona, aunque el resultado normalmente se interprete más por lo que tiene de humorístico que de terror o cienciaficcionesco. Pero cuando los dos géneros se juntan, jugando sus cartas, presentándose tal como son, es cuando mejor funcionan.
Esa querencia por la maravilla, ese antojo por lo desconocido y lo improbable, hacen que se puedan tender fácilmente los caminos hacia artefactos de una ciencia ficción de terror, o un terror de ciencia ficción. Y aunque, como decía al principio, es en el cine donde mejores ejemplos podremos sacar, en literatura tenemos un puñadito que se me ocurren ahora, así, casi de improviso: Caminando hacia el fin del mundo, de Suzy McKee Charnas, Las estrellas son Legión, de Kameron Hurley, algunos tramos de La carretera, de Cormac McCarthy, la trilogía Plop, Subte y Frío, de Rafael Pinedo, y algunos cuentos de James Tiptree, Jr., como “Carne de probada moralidad” o “Beaver Tears”. Todos son buenos ejemplos de lo que es capaz de conseguir, en página impresa, el terror en la ciencia ficción. De cómo esas gotas de terror se expanden en el océano de la ciencia ficción, tiñéndolo de un tercer color nuevo, apartado, que no es de un género ni del otro, sino del híbrido que, juntos, conforman.