El despertador me avisa algo más tarde que en un día laborable normal. Durante estas semanas, la ausencia de tráfico me ha permitido posponer la alarma quince minutos y prolongar un poco el sueño. Me levanto y realizo la rutina diaria de aseo y desayuno sin cambiar un solo detalle. Mientras me tomo el café con un dónut leo en el dispositivo móvil las noticias que trae internet, primero los diarios y luego twitter. Repaso los primeros consciente de sus correspondientes deudas ideológicas. El segundo lo ojeo con la mascarilla mental puesta.
Twitter es, en estos días de crisis, más estercolero que nunca. A pesar del callo que he criado con los años, hay ciertos comentarios y actitudes que me siguen afectando. Suelo limitar mi lectura a aquellos tuits que dan datos y opiniones desde una autoridad contrastada, pero la curiosidad me arrastra a veces hasta lugares dañinos, a través de los crecientes cauces de rencor político y desechos morales mal intencionados. Soy un ciudadano más, y doy por hecho que este malestar intelectual nos estará infectando, como el propio virus, a todos. Ya he asistido a algún enfrentamiento vespertino entre ventanas, entre compañeros y vecinos.
Mientras ella y el niño siguen durmiendo yo me visto, salgo a la calle y me sumerjo en este apocalipsis blando que estamos viviendo. La policía municipal está a cosas más importantes, así que aparcar cerca de casa ahora no supone un problema. El coche continúa donde lo dejé, encima del bordillo, a veinte metros del portal. Gracias a él, a lo largo de los años, he visto y vivido cosas extraordinarias, pero ninguna tan extraña como la que estamos compartiendo estos días. Subo al vehículo, compruebo que la mascarilla, los guantes y el gel sanitario están en su sitio y arranco.
Ruleteo un poco entre calles angostas y edificios silenciosos y me dirijo al puente de Santa María de la Cabeza. Me incorporo a la vía principal. Prolongo la vista y apenas se ven un par de coches hasta la glorieta, un kilómetro más arriba. Normalmente, cuando paso a diario por este primer tramo siempre me apetece mirar el río, pero el tráfico habitual me impide girar la cabeza. Estas dos últimas semanas he podido hacerlo sin problemas. Miro a derecha e izquierda y la tranquilidad del Manzanares, con su arroyuelo de agua, el creciente verdegal y las numerosas aves en vuelo me aporta sosiego. La primavera, sin duda, ha acabado de instalarse. Sonrío al pensar que este es solo el principio del festín contemplativo que me aguarda.
La fuente de la glorieta está cubierta por un salpicón de palomas que beben sin ser molestadas. La calle Ferrocarril, en cuyo recorrido suelo emplear diez minutos, siempre con retenciones en los días laborables, pasa por el parabrisas de principio a fin en apenas treinta segundos. Aquí comienzan a aparecer los habitantes más numerosos de las calzadas, los autobuses. Como apacibles bestias azules que recorren un mar de aire, moviéndose entre espacios deshabitados, son casi los únicos con quienes comparto la ciudad estos días. Los autobuses, ahora transportes públicos sin usuarios, parecen leviatanes extraños. Sus asientos vacíos aportan contexto a la soledad de las propias calles.
Voy escuchando música en el coche. Clásica, una lista de propio cuño. Se reproduce en modo aleatorio, lo cual suele arrojar resultados caprichosos. Pero no hoy. Hoy no, hoy el orden de las piezas parece querer encajar en el relato apocalíptico de los últimos 20 días. Quizás porque es festivo y la selección ha decidido hacerme un regalo a juego con esta mañana. Es Jueves Santo y la atmósfera no puede ser más propicia.
Subo por el Paseo de las Delicias y suena el Concierto nº 21 de Mozart. Primaveral, alegre, pero dotado de una cierta solemnidad de fondo que se impone como banda sonora de lo que voy viendo y sintiendo. Animados por el ciclo de lluvia y sol estacional, los árboles han estirado sus ramas y aumentado su frondaje. Las hojas crecidas tapan los semáforos. Hay rastros de hojarasca y algún cadáver de paloma junto a los bordillos. El virus también ha provocado bajas en el departamento municipal de limpieza.
Llego a Atocha. Las aceras frente a la Estación están vacías. Los puestos de la Cuesta de Moyano están cerrados. No hay personas bajando la calle, no hay libros expuestos. Silencio y quietud total. Pienso, animado por Mozart, que quizás el Retiro y el Real Jardín Botánico, tan cercanos, hayan sumido a toda la zona en un letargo complaciente, de naturaleza lenta, gozosa en su tranquilidad sin injerencias humanas. Los arbustos y las copas de los árboles tras la verja del Botánico han crecido tanto que comienzan a desbordarla y aventurarse hacia la calle. Al otro lado de la calzada, los setos parecen más verdes que nunca.
A la altura del Museo del Prado comienza a sonar la séptima de Beethoven. Un pensativo Velazquez contempla desde la altura de su asiento el vacío que se despliega a sus pies, hoy sin la fila de visitantes que, por cientos, suelen hacer cola desde la Puerta de los Jerónimos. El semáforo de la Plaza de Cánovas del Castillo me obliga a detenerme. Prolongo la mirada desde la estatua de Neptuno a la de Cibeles, quinientos metros más allá. Ese tramo de seis carriles suele estar atestado, pero hoy ningún coche se interpone entre ambos dioses.
Nadie. No hay nadie.
Llego a la glorieta más famosa de Madrid con los ojos bien abiertos y la mirada errante, desde la estatua de la diosa hasta el Palacio de Cibeles y de allí a la Puerta de Alcalá, sin una figura humana que se interponga en el trayecto que dibujan mis ojos. Ese movimiento de cabeza se repite durante todo el viaje, de principio a fin, como si estuviese asistiendo a un partido de tenis inolvidable. No quiero perderme nada. No puedo, el asombro no me deja. Como en una postal trucada, las vías, los monumentos, los edificios, todos aparecen nítidos, singulares. Así Colón en su pedestal, así el rostro de Julia, así la enorme bandera.
En el Paseo de Recoletos, el césped de la mediana luce un aspecto esplendente, más denso del habitual. Es un colchón verde moteado de florecillas blancas y pequeños tallos que, desordenados, se alzan sobre el mar de hierba buscando el sol. Al otro lado de la calzada, las glicinias derraman racimos de blanco y lila sobre las verjas que delimitan el Palacio del Marqués de Salamanca. Sin el molesto ir y venir humano, descienden libres y en tropel hasta la superficie. Este año no hay Feria del Libro, no hay casetas blancas tapando el paseo, y un colorido intenso domina todo este tramo.
El edificio de la Biblioteca Nacional, en primer plano por la ausencia de paseantes, se alza a las puertas de la Plaza de Colón como un coloso inmutable, el gran vigilante de sueños. En sintonía con la irrealidad del exterior, con las calles vacuas desprendidas de significado, yace la ficción en su interior, a la espera de que los seres humanos vuelvan a dar sentido a los libros.
Continúo subiendo por la desierta Castellana, siempre muy despacio, y atisbo a lo lejos la formación en embudo de un control de policía. Cuando llego a él, aminoro la marcha y el primer agente me indica que me detenga en el lateral. Allí, uno de sus compañeros me pide el justificante de trabajo para, inmediatamente, darme paso sin siquiera mirarlo.
Ah, es usted. Adelante, me dice.
No es la primera vez que nos vemos estos días. Me hace un reconocible gesto en arco con la mano invitándome a continuar. Los escasos habitantes de las calles comenzamos a reconocernos poco a poco. Antes de dejar la Castellana identifico a otro de ellos, un rider de Glovo con el que ya me había cruzado dos veces. La peculiar vestimenta que lleva es tan inconfundible como su extraña forma de pedalear. Las bicicletas de los repartidores corren estos días en total libertad por unas calles que hasta hace poco les sometían a una prueba de supervivencia continua. Si no fuera por el peso de la constante amenaza que supone el virus cualquiera diría, al contemplarlos, que hay liberación e incluso alegría en su carrera.
Salgo de la arteria principal de Madrid en la Glorieta de Emilio Castelar. Me fijo en la estatua central que representa al tribuno que da nombre a la plaza. Está volcado en una oratoria que no encuentra a oyentes reales, sino de piedra. La verdad, la elocuencia, el trabajo, los símbolos que moran a sus pies están tan congelados como las figuras humanas. La imagen es tan simbólica del ahora mismo que me sorprende. Solo hay entes de piedra en esta desolación, lo humano se ha detenido en el tiempo. Mientras espero diligentemente a que el verde me dé paso, observo cómo varias urracas picotean el césped a los pies del monumento.
Dejo la plaza atrás y subo la calle General Martínez Campos, de tirón. Encuentro todos los semáforos abiertos, lo cual sería insólito en una situación normal. Siento un cierto fastidio, porque las paradas en los pasos peatonales me dan la oportunidad de atisbar nuevas calles, nuevos vacíos sorprendentes, pequeños momentos para guardar en la memoria. Cuando al fin topo con el color rojo en la Glorieta de Iglesia, encuentro uno de ellos. Es Jueves Santo, pero ni hay misa ni se puede entrar a rezar, así que han plantado una figura enorme del crucificado en el pórtico. Hay flores en las verjas y dos ancianas cogidas de la mano, sin miedo al contagio, murmurando plegarias a una divinidad que estos días parece tener tanto poder sobre la enfermedad como cualquier ser humano. El campanario empieza a repicar anunciando las diez en punto cuando continúo mi marcha. El sol se ha apagado un poco.
Llego al trabajo. Mascarilla, guantes y gel. Realizo mi actividad en cinco minutos sin llegar a cruzarme con nadie. Si fuera un día laborable me esperarían a continuación dos horas de limpieza y desinfección. Por eso puedo recorrer Madrid en pleno apocalipsis cuando nadie puede, de ahí el privilegio. Porque yo, el último mono Antes de la Pandemia, soy en esta crisis un trabajador esencial para la sociedad. De friegasuelos a protector de la civilización, todo en un suspiro. Otro asunto para la reflexión que caerá en el olvido inmediatamente, cuando todo esto acabe. Pero hoy no me entretengo más, hoy me limito a lo básico, cubos adentro. Porque es fiesta. Hoy cierra casi todo, incluso gran parte de las tiendas de alimentación, y por eso el aspecto de la ciudad es más espectral que nunca.
Antes de volver al coche, me quedo contemplando el rosal chino durante varios minutos. Una torrentera de flores amarillas se precipita desde el jardín de la finca hasta la rampa de entrada al garaje. El color es tan intenso que parece una cortina en llamas. Este año la primavera parece desencadenada, sin control, libre. Hago unas fotos para mi archivo del gran colapso y elijo el camino de regreso. Para la ida he subido por el eje vertical que parte Madrid en dos, para la vuelta prefiero comprobar cómo luce este día extremo en otro lugar de la ciudad, al oeste.
Cuando llego a la Glorieta de Quevedo está sonando Grieg. La solemnidad de Aase’s Death y del Réquiem de Mozart, que el azar colocará a su conclusión, sumado a unos nubarrones primaverales que amenazan lluvia, van a impregnar de tonos oscuros el trayecto de vuelta. Un vistazo a mi izquierda me permite contemplar una calle Fuencarral vacía. Sus cines, sus tiendas de ropa y complementos, su Casa del Libro no son mas que muros vacíos, bocas muertas sin las personas que las alimentan. La pandemia ha tornado la actividad de las compras en un concepto obsoleto. En San Bernardo me cruzo con una camioneta de desinfección del servicio municipal. Los operarios del ayuntamiento combaten al enemigo, ser vivo o cosa, con mangueras, tratando de cubrir con un manto protector todas las superficies. Miro mis propias manos sobre el volante, peladas por la lejía, y giro hacia Alberto Aguilera.
En Princesa veo por el retrovisor a un taxista despistado. ¿Qué hace un taxi en esta desolación? ¿Qué utilidad tiene? El paisaje y la atmósfera han absorbido mi capacidad de reparar en el elemento humano, en las preocupaciones más evidentes. Ese parece otro mundo, una realidad de otra dimensión que a veces vislumbro detrás de esta o aquella cortina. El aplauso vespertino desde las terrazas, que me encuentra siempre en la calle, es el único momento en el que tomo conciencia del pasado y del otro presente. Me aturulla su sonoridad. Representa una ruptura con la nada humana, con el nuevo orden que gobierna el resto del día en la ciudad. Cada vez me cuesta más retornar al antiguo mundo.
El taxi me adelanta y rompe mi ensimismamiento. Me parece que va a demasiada velocidad, una procacidad sin razón de ser en este entorno. Una mirada al salpicadero me hace ver que soy yo quien va demasiado lento. Y sin embargo, ya he llegado a la Plaza de España. De cerca, sus altos edificios parecen enormes vigías pendientes de que el vacío que se extiende desde la Gran Vía al resto de la urbe permanezca inviolable. Aunque el semáforo está abierto, he de esperar el paso de un anciano que, ayudado por una mujer más joven y por un enfermero, se dirige renqueante a una ambulancia atravesada entre dos carriles. Aprovecho para mirar la plaza, aunque está rodeada de vallas opacas. Sospecho que sin las obras estaría ahora contemplando más vegetación desbordada. Es la emancipación de los jardines, de los parques, de las arboledas. Las enredaderas conforman una cortina de hojas en la entrada al túnel de la M-30. La atravieso y me introduzco en una semioscuridad ausente. No veo ni un solo vehículo en los subterráneos durante varios kilómetros. Me sobrevienen imágenes de jabalíes recorriendo estas galerías, sorprendidos por los faros. Ya se les ve vagar por la Ciudad Universitaria.
La salida hacia la A-42 me devuelve a la luz. Estoy de nuevo en el barrio. No hay necesidad de buscar aparcamiento, así que conduzco directamente hasta mi portal. Dejo el coche encima de la acera, doy uso al gel y subo a casa. Tras cerrar la puerta con el pie, agua y jabón en el lavabo. Ella y el niño ya se han levantado. Mientras yo recorría mi escenario de ciencia ficción han estado desayunando en esta otra realidad, tras las cortinas. Es reconfortante verlos, sentirlos. Me dan los buenos días, intercambiamos trivilidades y después me encierro en la biblioteca.
Recorro los lomos de los libros con la vista, identifico los títulos, los autores: Stewart, Wyndham, Monteagudo, Christopher, Shiel, Ballard… Toda una vida leyendo esto. Toda una vida fascinado por la temática. Porque la ficción te permite acceder a realidades imaginarias, esas que nunca ocurrirán. Porque, pensamos, los libros son el único reducto de lo imposible, de ese tipo de cosas que solo suceden dentro de sus páginas, que es el auténtico motivo por el que las disfrutamos.
Desolados paisajes de la imaginación.
Paso a la siguiente balda, del apocalíptico al postapocalíptico, del presente a lo que podría venir después. He leído que hay tumultos en el sur de Italia. Coloco mi mano sobre el lomo de un conocido libro, uno de mis favoritos. La portada es negra, casi un presagio. Lo entresaco para ojearlo. En ese momento, el niño entra en la habitación. Lleva un juego consigo y me pregunta, despreocupadamente, si me apunto. Me detengo y le miro, aún con la novela entre los dedos. Su sonrisa es sincera, sus ojos están llenos de vida. El paisaje que se ha desplegado esta mañana ante los míos, ya gastados, es un símbolo de mi futuro, no del suyo. El futuro real aguarda en su mirada.
No hay elección posible. Le digo que sí y empujo el libro de vuelta adonde estaba, a la estantería donde moran las ficciones, los sucesos imaginarios.
A su sitio.
Sobrecogedor, Santi. Por azar, como el caprichoso orden de reproducción de tu lista musical, tu itinerario pasa por las todas las zonas de Madrid que he transitado durante más de treinta años. Me ha parecido estar recorriéndola en esa manera que morbosamente deseaba cuando solo parecía posible en la ficción. Gracias por transportarme a mi ciudad, que tanto echo de menos. Genial el final, no hace falta que me confirmes la novela de que se trata. Un abrazo, camarada.
Gracias a ti por leerlo, Javi. Y sí, es ese libro. El paralelismo es buscado.
Santiago, tu relato me ha emocionado mucho. He tardado en leerlo porque me emocionaba y me detenía en cada línea a saborearlo. Es una delicia. Un abrazo, amigo.
Gracias mil, Loren.