La Alejandría de los tiempos de Hipatia ha sido protagonista de al menos dos novelas de escritores españoles con inclinación a amalgamar Historia y fantasía. Hace una década, Eduardo Vaquerizo le dedicó La última noche de Hipatia, el relato de una viajera temporal desplazada hasta la Alejandría de las postrimerías del siglo IV para testar en sus carnes el curso obstinado, inevitable de la Historia. Unos años antes, Pilar Pedraza emplazó en la misma época La perra de Alejandría e iluminó su desarrollo bajo una luz crepuscular, ideal para representar el declive del Imperio Romano y la desaparición del mundo clásico, demolido golpe a golpe del martillo cristiano. Aunque sendas novelas fueron escritas desde sensibilidades opuestas, no se limitaron a explotar el contexto. Ambos, Vaquerizo desde su mirada de ciencia ficción, Pedraza desde su fidelidad a la fantasía oscura, acertaron a modelar los elementos históricos que mejor se ajustaban a sus necesidades.
Ya en sus primeros capítulos hay en La perra de Alejandría una fuerte presencia de lo mitológico, sobremanera al caracterizar una parte de la sociedad, la pagana, resiliente ante las andanadas de la nueva fe del imperio. El protagonista, Bárbaro, exiliado en la antigua capital del Egipto helénico tras al asesinato de sus padres, es testigo de múltiples prodigios alrededor de la figura de Dionisos. Durante una bacanal, Melanta, una fanática del dios, se ve involucrada en un portento que asombra a los participantes en la celebración; apenas un preámbulo de los que están por venir.
Mientras Bárbaro acude a diferentes festejos o conversa con sus compañeros perros (cínicos), se vislumbra la guerra soterrada entre los seguidores del obispo de la ciudad, Críspulo, y los paganos, cuya escalada conduce a sendos martirios y una revuelta que marca el punto de inflexión de La perra de Alejandría. El giro donde el relato abandona el curso pseudo histórico para penetrar ya del todo en el campo de la fantasía.
La galería de personajes es nutrida: Elpidio, el mentor de Bárbaro y cabeza de los perros, fiel a las enseñanzas de Diógenes; Melanta, cuya entrega a Dionisos la ha convertido en un imán para la atención del dios; Orestes, el gobernador que se resiste a someterse a la voluntad de Críspulo pero es incapaz de enfrentarse abiertamente porque sería ir contra la voluntad del Imperio; Linceo Antimater, el anatomista obnubilado con su labor y aficionado a guardar el hígado de sus disecciones; Uranio Kinántropo, el viejo sacerdote del olvidado templo de Plutón… Cada vez que se cruzan con Bárbaro muestran facetas que enriquecen el lugar narrativo, pero ninguno al nivel del propio protagonista. El mismo curso de la novela, sus tropezones con la sociedad protocristiana y su extensión imperial detrás de la muerte su familia, la tensión creciente en Alejandría, ponen de manifiesto los conflictos del personaje y, por extensión, el zeitgeist de este siglo IV entre la ensoñación y la pesadilla.
La exuberancia de las descripciones se realimenta con la atención obsesiva a los detalles de los prodigios y los diversos tormentos físicos. Nunca he sido un lector muy dado a dejarme seducir por este tipo de excesos. Sin embargo he disfrutado particularmente de estos fragmentos, sobre todo porque Pedraza acierta a mantener el equilibrio con la narración. En un principio dirigida a presentar los personajes, el escenario y la tonalidad crepuscular para, más adelante, conducirlos hacia un pandemonio inesperado.
El tono jamás llega a rallar lo catastrófico. Incluso en sus últimas páginas, cuando las fuerzas mitológicas se desatan, La perra de Alejandría se encuentra dominada por una atmósfera melancólica. La trama abunda en un pesimismo sustentado en el fracaso a la hora de mitigar las emociones y las tensiones (auto)destructoras, canalizadas a través del fundamentalismo de sus principales actores. Hay alguna escena donde Pedraza se queda a gusto comparando las obsesiones de la ciencia con las de la religión (ese anatomista, Linceo Antimater, deleitándose con un cadáver que se conecta con los restos de la lapidación), y el fracaso de ambas para detener lo inevitable del fin, la muerte.
Novela armoniosa, repleta de pasiones desbocadas y sutilmente exótica, La perra de Alejandría se sirve de la decadencia del mundo clásico para ilustrar un inesperado y sorprendente apocalipsis. Un libro casi tan bueno como La fase del rubí para tomar conciencia de la importancia de Pilar Pedraza en el fantástico escrito en castellano.
La perra de Alejandría, de Pilar Pedraza (Valdemar, col. Gran Diógenes nº1, 2003)
Tapa blanda. 256 pp. Cartoné. 12 €
Ficha en La Tercera Fundación