Ante todo, no confundir a Ryu Murakami con Haruki Mukami. Éste último, por alguna razón del todo inaprensible para mí, es un superventas con un preocupante lado cursi y blandengue. Ryu Murakami, sin ser tampoco, ni mucho menos, un escritor imprescindible, nada tiene que ver con el anterior.
Empezando por sus temas. Piercing es una novela que parece un poco un inventario, una ordenada sucesión de escalas en el descenso a los infiernos del protagonista, Kawashima Masayuki.
Se nos dice, casi desde el principio, que el tal Kawashima debería estar más que contento con la vida. Tiene un buen trabajo, una mujer que le quiere, acaba de ser padre. La mujer, Yoko, además de quererle, le apoya y le comprende, y se dedica a hacer pan casero porque da clases de cocina en casa. El olor a pan recién hecho permanece, quizá de forma abusiva, como un símbolo del hogar que le fue hurtado a Kawashima en su infancia, y que ahora ha recuperado gracias a esa mujer y a esa hija.
Entendemos que tener una familia tiene una gran importancia para él, puesto que pronto sabremos que, abandonados él y su hermano por su padre, Kawashima quedó en manos de su madre, una mujer desquiciada. A los cuatro años empezó a pegarle, a infligirle toda clase de humillaciones y malos tratos.
Pero, un momento, así no es como empieza la novela; Piercing tiene uno de los arranques más desasosegantes que he leído en los últimos tiempos. Es de noche y Kawashima no puede dormir. Está parado ante la cuna donde duerme el bebé de cuatro meses. Pudiera parecer que se trata de uno de esos padres abnegados que se levantan a velar el sueño de sus retoños. Nada más lejos de la realidad. Kawashima, con un punzón de hielo en el bolsillo, sueña con apuñalar con él a la hija. “Cogiendo el punzón ligeramente para temblar lo menos posible, colocó la punta junto a la mejilla de la niña”.
Ya otra vez tuvo un episodio similar. Vivía con una mujer mayor que él, con la que mantenía una relación de violencia y abuso, una reproducción de la vida con su madre. Un día le clavó un punzón en la barriga.
Ahora siente exactamente lo mismo. La necesidad de perforar la tierna carne del bebé. Él racionaliza su necesidad; no es en absoluto un enfermo desesperado ni un lunático. Sabe lo que quiere hacer, y quiere hacerlo, pero entiende que no puede asesinar a su hija, porque pondría en peligro todo el edificio de su bienestar presente y comprometería su bienestar futuro. El amor hacia él de su mujer Yoko es como si le hubieran expedido un certificado de cordura; es lo único que le hace pasar por “normal” en el mundo de la gente normal. Romper esa atadura sería condenarse a sí mismo a la locura.
Lo que se plantea como alternativa es buscar una intermediaria, alguien a quien asesinar en lugar del bebé, una víctima propiciatoria que se tienda en la piedra de inmolar en sustitución de su hija.
Decide con frialdad que tendrá que ser una prostituta, pero no una prostituta extranjera, porque necesita que grite y suplique por su vida en japonés. Puestos a fantasear, Kawashima no solo sueña con clavar el voraz punzón en la víctima; también la torturará. Debe aprovechar la ocasión que se le presenta. Cortará el talón de Aquiles porque ha oído que el tendón hace un sonido de disparo al cortarse. Quiere comprobarlo. La apuñalará varias veces. Anticipa ya el placer que le proporcionará.
En todo momento se muestra frío, calculador. No hace ninguna reflexión en beneficio de la víctima, que se le aparece como algo impersonal, un objeto en el que dar rienda a su impulso homicida para que pueda seguir viviendo en la cómoda burbuja de protección que se ha creado. En su interior, acepta que no es como los demás, que esconde cuidadosamente una rabia eterna que amenaza con desbordarse y causar una catástrofe. Su plan es controlar esa rabia, canalizarla hacia un objetivo menos valioso, anodino, inofensivo.
Traza un plan minucioso. Lo pone por escrito. Lo revisa. Rellena páginas y páginas con todos los detalles. Qué necesitará, qué le dirá a su mujer para ausentarse, cómo limpiará el asesinato, cómo sacará el cadáver de la habitación de hotel a la que piensa dirigirse.
Con diversas excusas, se ausenta de su casa, coge unas vacaciones en el trabajo, alquila una habitación de hotel con nombre falso. Una vez allí, hace una prueba primero con una masajista, evaluando riesgos y posibilidades; luego llama a un club de sadomasoquismo para que le envíen una chica que se deje atar.
Lo que ocurre es que la chica está todavía peor que él. Sanada Chiaki también vive en su peculiar ciclo de descenso a los infiernos. Si en el caso de Kawashima la aparición del desasosiego se anuncia con la llegada del insomnio, en el caso de Chiaki el pistoletazo de salida lo da la pérdida del deseo sexual. Chiaki llega a la habitación del hombre que quiere matarla en pleno subidón de autodestrucción.
Por supuesto, todo se complica para el asesino. La chica tiene la costumbre de herirse a sí misma, y entre corte y corte se lee enteritas las pulcras notas de Kawashima.
A su lado, el protagonista es un modelo de sensatez, porque elige hacer daño a un desconocido en lugar de hacérselo a su propia hija, que sería como hacérselo sí mismo. En cambio, el personaje de Chiaki es totalmente autodestructivo. Su forma de manejar el dolor es autoinfligirse daño. Destruirse.
Desasosiega la soledad desgarrada que transmite el autor cuando escarba en los efectos ulteriores del trauma, dibujando un escenario de desamparo por el que los personajes se mueven sin poder hacerse cargo realmente de ellos mismos. Aunque en la superficie pueden parecer gente corriente: él, la quintaesencia del japonés de clase media, completamente anodino y aparentemente inofensivo; ella, una chica con piercings no muy diferente a cualquier otra de su edad; en su interior se encuentran vacíos y aislados de todos los demás. Solo pueden reproducir los mismos movimientos, como títeres de una historia que ya nada tiene que ver con ellos, que sucedió hace décadas, en su infancia, y que sin embargo siguen reviviendo cada día. Son víctimas; víctimas hasta el último día de sus vidas.
Hay en esta ficción una gran violencia implícita, una violencia apuntalada por descripciones crudas que amenazan al que lee con algo que no termina de concretarse en las últimas páginas. Sin embargo, a mi modo de ver, va perdiendo fuelle paulatinamente. Para justificar el comportamiento de sus personajes, el autor recurre a la enumeración del trauma, quizá con un exceso de complacencia al recrearse en los detalles más truculentos. Pero esto no proporciona de por sí profundidad a la novela, en todo caso le añade sensacionalismo. Y, además, incurre en el riesgo de menospreciar la perspicacia del lector, avezado cazador de pistas y señales, y más que acostumbrado al género de psicópatas.
Quizá hubiera sido más inquietante dejar en suspenso las causas del comportamiento de estos dos personajes. Causas, por otra parte, que parecen sacadas de una enciclopedia de psicología de los años cincuenta. En todo caso, el autor corre el riesgo de desactivar la capacidad de revulsión de su historia ahondando demasiado en el origen de su trastorno. Sin duda, la imaginación del que lee puede superar con mucho una explicación de manual.
Una vez puestas las bases que aclaran el origen del trauma, la cosa deviene cada vez más superficial. Las coordenadas han sido suministradas, y puede colocarse en el estante de “Psicópatas varios” para ser inmediatamente olvidada.
Estoy pensando en una obra que resultaba más aterradora con una economía de medios encomiable: A sangre fría (1966), de Truman Capote. Que yo recuerde, Capote no recurría en ningún momento a explicar en detalle los motivos del comportamiento homicida de los asesinos, no hacía psicoanálisis barato y se limitaba a enunciar lo que se adivinaba una vida sórdida y trastornada. Hablo de memoria, hace muchos años que no releo A sangre fría.
En todo caso, creo que lo que realmente nos aterroriza es aquello a lo que no encontramos explicación. Por el contrario, la conducta de Kawashima y Chiaki aparece justificada por el abuso que sufrieron de pequeños. El autor se encarga de proporcionar la información al respecto a lo largo de la novela. Entender los motivos de alguien, por peregrinos que éstos sean, es mil veces más tranquilizador que no entender por qué necesita apuñalar a una desconocida.
Otra posibilidad que tenía Murakami, llegados a este punto, era adentrarse por el camino esbozado en las primeras páginas y obligarnos a mirar. Si se trata de incomodar y hacer desfallecer al sufrido lector, La chica de al lado (1989), de Jack Ketchum, es una de las lecturas más espeluznantes en ese sentido. Y lo peor es que, como A sangre fría, está inspirada en hechos reales, es la transcripción desapasionada de la tortura y muerte de Sylvia Likens, un caso real sucedido en los años cincuenta en Estados Unidos. El autor se limita a hacer una crónica novelada de una estremecedora página de sucesos: una chica a la que encerró su cuidadora en un sótano y a la que torturó y violó todo el barrio hasta que murió. La realidad siempre supera a la ficción.
Murakami nos intenta transmitir una realidad en la que el dolor es omnipresente, invasivo, pero lo hace de una manera un tanto ingenua, y termina por componer una especie de advocación contra los malos tratos, una denuncia que no termina de cristalizar porque la historia no se decide por ningún género en concreto: ni novela de horror, ni romántica, ni particularmente reflexiva ni bien escrita. Se lee bien, deprisa y con interés, pero se olvida tan rápido como se leyó.
Piercing (Ediciones Escalera, Col. Precursores, 2011)
ピアッシング (Piasshingu), 1994
Traducción: Ana Lima Lima
Rústica. 128pp. 15 €
Ficha en la web de la distribuidora
Me ha recordado una de las tres subtramas que alimentan “Luz”, de Harrison, el asesino en serie que mantiene una relación con la suicida.
A mí esta obra me pareció mediocre, y me dejó sin ganas de leer nada más de este autor. En cambio “el otro” Murakami me parece un escritor excelente, si bien un tanto irregular. Lo que no me parece correcto es que para hacer una reseña de un libro se destripe todo su argumento, casi como de un resumen se tratase.