Jurgen, de James Branch Cabell

Hay algo intrigante en las veleidades del gusto popular, en cómo escritores, músicos y artistas en general que, siendo inmensamente famosos en su época, acaban cayendo en el olvido. ¿Quién tira de los hilos, dicta los gustos, quien escribe la historia o cómo se aceptan unos relatos sobre otros? Intereses económicos de editoriales y medios, críticos literarios, prebostes académicos, historiadores del arte, árbitros del buen gusto, sociedades secretas… Sea quien fuere el responsable, el “ahora molas, ahora no” sí que es un lema que nunca se pasa de moda. Un ejemplo meridiano de esto es la novela que toca hoy, Jurgen, de James Branch Cabell, la obra más conocida de un escritor prestigiosísimo en el panorama literario norteamericano de los años 20 y 30. Nada menos que admirado por escritores y lumbreras del calibre de Mark Twain, Scott Fitzgerald (su esposa Zelda tenía a Cabell como su escritor favorito), Aleister Crowley o Sinclair Lewis, el primer autor norteamericano que ganó el Nobel, y quien reconoció la enorme influencia que Cabell ejerció sobre él en su discurso de aceptación del famoso premio sueco. Pero poco a poco, por desconozco qué razones, la popularidad de Cabell comenzó a menguar, convirtiéndose en el típico autor de culto en el género fantástico, un “escritor de escritores” en cuya fantasía humorística he podido reconocer a Fritz Leiber o Jack Vance (muy particularmente las dos divertidas novelas de la saga de Cugel pertenecientes al ciclo de La Tierra Moribunda) y, en su juguetona erudición mitológica, a Gene Wolfe. Por no hablar de los consabidos grandes nombres fascinados por Cabell en general y esta novela en particular, que adornan los textos introductorios y promocionales de esta edición, como Terry Pratchett, Robert Heinlein o Neil Gaiman. Así que estamos ante una obra más o menos olvidada pero importante por su influencia en el fantástico anglosajón. Pero, ¿sólo por eso?

En la tierra de Poictesme, situada algún lugar de una Francia medieval fantástica, vive Jurgen, un acomodado prestamista cuarentón a cuya esposa debe su actual prosperidad, ya que el negocio pertenecía a su suegro. Este matrimonio ha caído, por definirlo de una forma suave, en la rutina, y Jurgen, que se considera no un usurero sino un poeta, aún aspira a sentir de nuevo la excitación el romance amoroso como en su juventud, a poseer la belleza y sentirse vivo una vez más antes de bajar la persiana. La crisis de los cuarenta, por decirlo de un modo más prosaico y sin tanto circunloquio (es interesante notar que Branch Cabell se casó a los treinta y cuatro años con una mujer mayor que él, que aportaba al matrimonio cinco hijos y un interesante capital que permitió a Cabell dedicarse a la escritura a tiempo completo). Así que un día al salir del curro, Jurgen se encuentra con el Demiurgo disfrazado de Satanás a quien, con la ecuanimidad que le caracteriza, Jurgen le dedica un simpático elogio, a cambio del cual recibirá un regalo envenenado; Satanás le librará de la fuente de todas sus desdichas haciendo desaparecer a su gruñona esposa, la dama Lisa. Al principio la sensación de libertad es euforizante, pero pasados un par de días, harto de videojuegos, porno, pizzas y comida china, oliendo fuertecito y con la ropa sin planchar, Jurgen se ve impelido a cumplir su deber como un hombre y sale en búsqueda de su esposa. Gracias a la intervención de su cuñada, Jurgen averigua que la dama Lisa se ha internado por una cueva que da acceso a otro mundo, una especie de País de las Maravillas que alberga en su interior, a modo de juguetería maravillosa, todo tipo de personajes y tierras fantásticas, un batiburrillo de mitologías clásicas, nórdicas, célticas, anglosajonas, eslavas y cristianas, con su Cielo, su Infierno y hasta la Thelema de Crowley (“en el país de Jauja haz lo que te parezca mejor, ésa es toda la ley” parodia Cabell). A lo que hemos de añadir el inevitable toque gnóstico, un Demiurgo “que ha creado las cosas como son”. En este mundo fantástico, Jurgen, modestamente dotado de una inteligencia monstruosa según nos recuerda él mismo continuamente, engañará al avatar ruso de la Diosa Madre para conseguir volver a ser joven una vez más, gracias a lo cual intentará revivir un primer y nunca olvidado amor con la dama Dorothy y, posteriormente (siempre con la búsqueda de su esposa en mente, claro), viajará de reino en reino y de fémina en fémina durante todo un año, dominado por su sed de belleza, lujuria, deseo y amor, intentando recuperar el tiempo perdido echando unas cuantas canas al aire antes de volver al redil.

El argumento de Jurgen es, es básicamente, “el viaje del pícaro”, una de las muchas herederas de El progreso del peregrino (The Pilgrim´s Progress, 1678) de John Bunyan, la que se considera primera novela de la literatura inglesa, la historia de un tipo corriente en su viaje en busca de la salvación y la iluminación espiritual, recorriendo lugares fantásticos (alegóricos) donde le acontecen todo tipo de peripecias (alegóricas también), se plantean numerosas cuestiones filosóficas y religiosas y conoce a multitud de seres sobrenaturales. Es un argumento muy empleado, homenajeado o parodiado en la literatura anglosajona, desde Alicia en el País de las Maravillas a Matadero-5, pasando por Viaje a Arcturus. En esta estructura de contrastada eficacia, Cabell introduce la sátira de la fidelidad, la vida matrimonial, la moral o el amor mediante la parodia de la novela de caballerías, como el ciclo artúrico de Thomas Malory, o la romántica de aventuras, al estilo de Ivanhoe, de Walter Scott. A lo que podemos añadir la influencia de las novelas de pícaros anglosajonas como Tristram Shandy, que aportan el catalizador de la fórmula; el pícaro. En este caso nuestro protagonista, Jurgen, un tipo aquejado de un grave caso de narcisismo egoísta (“la justicia” que a menudo invoca como ideal o guía para sus acciones no es más que lo que mejor le convenga a él en cada momento), que acaba resultando simpático por su desvergüenza, su jeta de hormigón armado y su inquebrantable ecuanimidad, si sus intereses no están en juego, siempre obtendrás un valoración justa (aún descarada e irreverente) de Jurgen. Pero a su vez, este narcisismo egoísta es su condena, Jurgen nunca podrá disfrutar en su viaje del amor sincero, de lo que significa entregarse a la persona que se ama y por eso siempre vagará insatisfecho de una amante a otra, incapaz de reconocer cuando es amado de verdad, como le ocurre durante su relación con la hamadríade Cloris. Hasta que acaba por aprender una triste lección, el tiempo no puede recuperarse y “la vida es un proceso arbitrario y despilfarrado” como afirma nuestro héroe en lo que es para mí la escena más memorable y emotiva; Jurgen y y la dama Dorothy, quienes en otro tiempo eran dos jóvenes enamorados que hablaban de las cosas espléndidas que harían y la vida feliz que llevarían juntos, acaban, en la madurez, negociando un préstamo de dinero para pagar las deudas del amante de ella, sentados en un banco de piedra mientras contemplan un paisaje nocturno bañado por la luz de la luna. Una triste parodia del ideal romántico enfrentado a la cruda realidad del implacable paso del tiempo.

No me duelen prendas en reconocer que me costó un poco pillarle el punto a Jurgen. Aunque en general el desarrollo del relato resulta bastante ágil, ya que se presenta estructurado en capítulos de pocas páginas en los que van introduciéndose continuamente nuevos personajes y situaciones, éstas últimas son básicamente conversaciones de Jurgen con los personajes que va encontrando en su viaje, diálogos paródicos muy engolados y teatrales que a veces se hacen un poco de bola. Sobre todo porque el sentido del humor de Cabell es muy sutil, muy fino e ingenioso, de sonrisa interior más que de carcajada, pero resulta quizá demasiado erudito y referencial en ocasiones (aquí tienen una incompleta guía para guiarse un poco), como ocurre, por ejemplo con el gag recurrente de la camisa de Neso que viste Jurgen, símbolo de su vanidad y su ineludible maldición de persona insatisfecha, que no sólo no evita que sea infiel a su mujer, ni por supuesto le mata, sino que encima le convierte en tu tipo aún más gallardo y atractivo. O su vida matrimonial y familiar con Anaïtis, la Dama del Lago, una deidad femenina lunar que podría ser la equivalente a la terrible Hécate, que, en uno de los mejores y más graciosos capítulos del libro, parodia la rutina matrimonial de una pareja de principios del siglo XX. No obstante, en este marcado tono de humor culto también hay espacio para los venerables chistes de pollas de entrañable viejunez o escenas de doble sentido que juegan con el carácter fálico de las espadas y los cetros y que recuerdan con mucha fuerza tanto a clásicos como El satiricón como a las canciones más picantonas de la venerable Revista Musical Española. Finalmente, no quiero cerrar la reseña sin mencionar los pasajes descriptivos y reflexivos que cuando tiran por lo lírico se podrían comparar con un Lord Dunsany e incluso aguantar el tipo ante todo un Oscar Wilde, teñidos de esa melancolía de Señor Mayor mirando hacia el pasado, algo entre tristón y un poco ridículo, que recorre la historia como una corriente subterránea que va a morir en una mansa resignación ante la inexorabilidad del paso del tiempo.

Me preguntaba al principio de la reseña si Jurgen merecía la pena aparte de su valor histórico. A pesar de cierta irregularidad y de que, en mi opinión, algunas partes no han envejecido demasiado bien, en conjunto se trata de una obra divertida, de ritmo ágil, bien escrita (y traducida), graciosa y a la vez emotiva y profunda. Sí, merece la pena leer a Cabell.

Jurgen, de James Branch Cabell (Jurgen: A Comedy of Justice, de James Branch Cabell, 1919)
Ed. Gigamesh, Febrero de 2018.
Traducción de Marta Pérez.
Rústica. 317 pp, 17€

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