Tiempos inauditos, estos que vivimos los aficionados españoles a la ciencia ficción. Primero fue el notable incremento en el caudal de novedades. Como si alguien hubiera abierto las compuertas de una presa, decenas de volúmenes, publicados por nuevas y viejas editoriales dedicadas al género fantástico, se desparramaron por los mostradores y anaqueles de las librerías, hasta anegar el mercado. Luego llegó el anhelado reconocimiento y la normalización, con muchos de los mejores narradores contemporáneos alimentando sus nuevas obras con las temáticas del género, inoculando con ello el virus de la cf en casi todas las editoriales generalistas y asentándola, al fin, en la sección más prestigiosa de las tiendas de libros. Y desde hace bien poco, y para acabar con todas las carencias históricas, el sueño definitivo, la llegada de formatos más económicos, como los libros de bolsillo y, finalmente, las ediciones ómnibus de cf.
En los últimos años, la publicación de este tipo de compilaciones en nuestro país, especialmente en el campo de la cf, había rozado lo anecdótico. Era más fácil encontrar en un solo volumen divisiones de novelas que conjuntos de ellas. Y es extraño, porque en el mundo editorial anglosajón el ómnibus es un formato bastante popular. Tanto, que a uno se le colorean los mofletes de envidia al comprobar en internet el gran número que hay de ellos. El momento del reencuentro con estos containers tan anhelados –me vienen a la memoria aquellos librazos de Orbis– se ha hecho esperar, pero, gracias sean dadas, por fin ha llegado. La posibilidad de conseguir, en un solo tomo, varias novelas de Brown, o las tres obras magnas de LeGuin o el tríptico del Imperio asimoviano, a un precio inferior a los 30 euros, constituye una bendición para los nuevos aficionados y, por qué negarlo, también para bolsillos más añejos.
Centrándonos en esta Trilogía del Imperio, es innegable que el hecho de tener recopiladas las tres primeras novelas del autor de las Fundaciones, en las cuales se desarrollan historias propias de ese mismo universo, cuenta de salida con un importante valor intrínseco. Cosa distinta es analizar la calidad literaria que atesoran, asunto complicado tanto para el crítico como para el lector debido a la intromisión de un factor de difícil ponderación. En el análisis interfiere una variable que está magníficamente resumida en una de las citas con las que M. John Harrison abre su brillante último trabajo, Nova Swing: «La nostalgia y la ciencia ficción están escalofriantemente relacionadas».
Resulta difícil aparcar las subjetividades cuando se le guarda cariño al objeto de estudio. De las tres novelas aquí incluidas había leído dos, las tituladas “Guijarro en el cielo” y “Las corrientes del espacio”. Sólo “Polvo de estrellas” me era desconocida. Volverlas a leer ha sido como un reencuentro con sensaciones olvidadas hace mucho tiempo, un viaje al pasado hacia la mente de un adolescente fascinado por las estrellas, hacia espacios y objetos cubiertos por las telarañas de la memoria: el Bibliobús todos los jueves, cubiertas negras gastadas por el uso, hojas de bordes amarillentos, noches de verano a la luz de un flexo, Supertramp sonando muy bajito en un casete de un solo altavoz, ruido de grillos en la oscuridad… Variables de origen parejo se entrometen en la apreciación de esas novelas: los recuerdos, la emoción de entonces, aquel chaval. Es increíble cómo pasa el tiempo. Lo que entonces me parecieron novelas repletas de acontecimientos, continentes de vastos universos, se han transformado, muchos años después, en meras refacciones. El análisis ha intentado dejar de lado el recuerdo, se ha batido con él, y, me temo, no ha logrado una victoria completa.
Isaac Asimov forma parte de los denominados Tres Grandes de la Edad de Oro de la cf junto con Robert A. Heinlein y Arthur C. Clarke, y, como sus pares, carga con su propio sambenito. Heinlein suele ser tachado de fascista, y al recientemente fallecido Arthur C. Clarke –a mi entender el más grande de los tres– se le acusa de plagiario y de no haber producido más que basura a partir de los 80. La cruz de Asimov ha sido su escasa capacidad literaria, lo que no deja de ser curioso en un género tan poco exigente con lo formal y estilístico. Si incluso desde esa idiosincrasia literariamente relajada se reconocen las limitaciones de Asimov en ese sentido, y aun así es considerado una leyenda de la cf, es evidente que algún otro factor especial han de poseer sus narraciones.
Observado con detenimiento, el pecado estilístico del escritor viene dado más por ausencia que por deficiencia. Hay una famosa anécdota que resume perfectamente la esencia de su estilo literario. Cuenta Asimov que cuando le presentó en medio de un mar de dudas su primera novela, precisamente “Guijarro en el cielo”, a Walter I. Bradbury, entonces director de la colección de cf de Doubleday, éste le preguntó:
– Isaac, ¿sabes cómo escribiría Hemingway ‘El sol salió al día siguiente’?
– ¿Cómo?
– El sol salió al día siguiente.
Viendo toda su escritura posterior, hay que admitir que Asimov tomó buena nota de aquel encubierto consejo, pues su pluma no volvió a perderse en florituras. Claridad, concisión y sencillez rayana en la simpleza son las principales características de su prosa. Sus textos dan cuenta de una cierta escasez de vocabulario, una ausencia casi total de figuras retóricas tales como metáforas y comparaciones y un abuso más que notable de los diálogos. Esto último, sin embargo, conforma el pilar básico sobre el que Asimov ha construido su estilo. Y si se calibra detenidamente el peso que adquieren en la narración esos diálogos, se acaba por reconocer que el norteamericano mostraba una loable pericia en su uso, no sólo para hacer avanzar la trama, sino también para aportar los datos y el fondo argumental en que ésta se apoya.
Para hacer funcionar su sistema de información, como digo basado en los diálogos, el escritor añade una serie de herramientas internas. Una invariable es la del individuo ignorante casi caricaturizado en su estupidez. Mientras otro personaje le pone al día de lo que ocurre, también el lector es informado. También invariablemente, tras la fachada de estupidez suele esconderse la inteligencia en lo que se descubre finalmente como una interesada pantomima por parte del personaje, estrategia que tanto a él como al autor les resulta muy fructífera. Los diálogos aportan también verosimilitud mediante la creación de aparentes cabos sueltos. Con ellos, se siembra la duda en el lector, que perspicazmente cree haber pillado al escritor en un renuncio para, a continuación, comprobar en su resolución que todo estaba calculado. Esta continua delación de los pensamientos y dudas del lector por boca de los personajes va apuntalando la confianza de éste y su interés por la trama. La farsa no alcanza sólo a la historia, sino también a la propia creación.
Los diálogos sirven también para caracterizar a los personajes y jugar con las relaciones entre ellos. Donde peor se maneja el escritor es en el trasfondo amoroso entre los protagonistas. Su afición por el almíbar peleado y tontorrón, propio de la década de los 50, es quizás el elemento más castigado por el paso de los años. En el otro extremo, el barniz político que cubre a los personajes secundarios es, sin duda, uno de los aspectos más interesantes de sus historias. Dotados de una cierta complejidad moral y alejados de maniqueísmos dicromáticos, siempre más de lo que aparentan a primera vista, suelen ser hombres de Estado que concilian pragmáticamente sus ideas personales con las debidas a sus respectivos cargos. Su forma de ver las cosas a veces no concuerda con la oficial, aunque sus fines sí lo hagan. Se trata de individuos sensatos, adaptados al sistema pero con ideas propias, a veces tan atractivas que, tal como señala acertadamente Rodolfo Martínez en el artículo que cierra la edición española, se ganan el cariño del lector con más facilidad que los presuntos protagonistas. Y es que a poco que se estudie a éstos, se hace evidente que el papel que interpretan es el de simple detonante. Biron Farril, el amnésico Rik y el terrícola Joseph Schwartz, protagonistas centrales de estas tres novelas, no son más que víctimas ignorantes de un gran entramado político cuyo equilibrio, de un modo inconsciente, destruirán con su presencia. En realidad, a pesar de que sus nombres brillan en las sinopsis promocionales de estas historias, su auténtico protagonismo es más que discutible.
Está claro que el entramado de personajes dispares es fundamental en las novelas del Imperio. Pero aun teniendo su atractivo, no son tan importantes per se como por la función global que desempeñan. Asimov sabe mezclar bien las intrigas a dos niveles, micro y macro-cósmico. Sabe conjugarlos de forma que los primeros acaban siempre al servicio de los segundos, partiendo de historias particulares que desembocan en asuntos de trascendencia global, que afectan a las sociedades y culturas enteras en juego. Esa direccionalidad ascendente, de lo individual a lo global, de lo personal a lo planetario, tiene una gran capacidad de enganche. El lector comienza intrigado por el periplo personal del protagonista y acaba inmerso en una historia de calado cósmico.
De la intencionalidad política de estas narraciones se puede extraer una de las principales convicciones de Asimov: su fe en el individuo como motor de la Historia y causa de sus cambios. No es ningún secreto el gran interés que tenía el escritor por el pasado, a cuyo estudio dedicó muchos de sus libros. Sus Fundaciones, por ejemplo, están basadas en Historia y decadencia del Imperio romano, de Edward Gibbon. Las novelas que componen este tríptico del Imperio también son reflejo de otros períodos históricos –y, por no repetir, les remito de nuevo al interesante artículo de Martínez–. El resultado de todo ello es que, en conjunto, las novelas del Imperio parecen, por momentos, libros de Historia escritos en un futuro lejano, en los que se resumen los procesos políticos que llevaron a la creación o desaparición de diferentes regímenes y naciones. En esos marcos globales, sin embargo, los actos de un solo individuo, de un elemento desestabilizador, pueden derribar imperios. Por muy insignificante que éste sea, puede marcar la diferencia y afectar al gran tablero cósmico. El mulo, famoso personaje de Fundación e Imperio, es, seguramente, el ejemplo máximo de esta convicción asimoviana.
La celebrada reunión de estas tres novelas permite también constatar una cierta evolución en los contenidos ideológicos de las narraciones. Mientras que en los tres casos el argumento gira en torno al universal tema de la opresión política, tanto el enfoque como el resultado final varía. Si en los dos libros creados con posterioridad, “Polvo de estrellas” y “Las corrientes del espacio”, los opresores se ven abocados a abandonar el statu quo por la liberación de los oprimidos, en “Guijarro en el cielo”, sin embargo, son los supuestamente oprimidos quienes fracasan en su intento de exterminar al opresor. En ésta novela, que aun siendo la primera cuenta con un ideario más complejo, hay además matices políticos que no están presentes en las otras, en las que los papeles respectivos de ambas facciones están mucho más claros. Donde sí coinciden es en el eje argumental y el desenlace, pues son los actos del ignorante protagonista los que provocan el cambio en los tres casos, tanto la liberación de los oprimidos como la salvación del teórico opresor.
Pero es evidente que si Asimov ha logrado interesar a millones de lectores no ha sido sólo por el trasfondo político de sus historias. El lector va a encontrar en este tríptico los elementos más conocidos de la narrativa asimoviana. A saber: un marcado optimismo humanista, habitual en los escritores de su generación; la interconexión con el resto de su obra, que conforma una monumental serie que, si se es riguroso, no parece tal cosa; tramas de un marcado tono detectivesco, enfocadas siempre hacia un hecho u objeto secreto que enfrenta a distintas facciones y cuya localización suele estar, como en “La carta robada” de Poe, oculta pero a la vista; protagonismo humano absoluto, en un entorno que carece de alienígenas, y, finalmente, un peculiar sentido del espectáculo marca de la casa. Asimov se esforzaba con igual intensidad tanto en la construcción de la intriga como en su presentación, que muchas veces llegaba a exagerar hasta lo circense. Valgan como muestra los títulos de los episodios finales de “Polvo de estrellas” –¿Dónde?, ¿Aquí?, Allí–, que releídos hoy promueven la sonrisa.
Este monovolumen asimoviano permite al lector más curtido no sólo acceder a todas aquellas características que han convertido al escritor en uno de los más reconocidos de la cf mundial, sino también evaluar si el paso del tiempo ha afectado a estas novelas y, de ser así, cómo repercute eso en la filosofía que tenía el autor acerca del género. Asimov fue un escritor fiel a sí mismo, a su estilo, a sus temas y tipos de personajes en todas sus obras, con la única excepción, quizás, de Los propios dioses, esa magnífica novela que presentaba a una especie alienígena de fascinante biología, escrita, según el propio autor, por encima de sus posibilidades. En la línea marcada por John W. Campbell, tenía una idea personal clara de lo que debía ser la cf. Había de ser siempre rigurosa con la ciencia y con lo posible, parecer real. Todo lo que no se ajustara a esa rigurosidad era, para él, mala cf. Así, y por esas razones, calificó de esa forma a 1984, la obra maestra de George Orwell, una de las indiscutibles cimas del género.
En mi opinión, los cambios que han traído estas décadas han puesto en entredicho poco de lo contenido en estos títulos, pero sí una de las ideas principales del escritor. Uno de los pilares de su ficción, su apuesta por la amnesia galáctica, cada vez tiene menor crédito. La caída de su Imperio Galáctico, sus argucias argumentales, provienen casi siempre de un olvido de la Historia. Si miramos al pasado, que es de donde Asimov extrae su inspiración, pudiera tener cierto sentido, pero el presente, sin embargo, parece correr en dirección opuesta. Especialmente tras un siglo XX invadido por lo que Javier Marías cataloga irónicamente como «erudición exhaustiva y tantas veces inútil». Sentado ante mi Pentium 4, con la ventana al mundo de la información global abierta, con millones de personas conservando el pasado diariamente, se me hace difícil pensar en un futuro que haya olvidado su historia.
En el mismo orden de cosas, me intriga también, conociendo esa exigencia del rigor científico que pedía para la buena cf, cómo encajó las rectificaciones que, tras los descubrimientos científicos que negaban la verosimilitud de sus ideas, se obligó a sí mismo a colocar en las reediciones de “Polvo de estrellas” y “Las corrientes del espacio”. ¿Pensaría que, siguiendo su propia lógica, había escrito mala ciencia ficción? ¿O admitiría finalmente que la ficción está por encima de la realidad y que sus narraciones, por muy desapegadas que estuvieran de lo posible, conservan otros atributos que las seguirán haciendo válidas? ¿Descubriría al fin que la ficción, aunque sea «ciencia ficción», no se debe a la realidad, sino como mucho a sus posibilidades, y que para la literatura es más importante hacer creíbles las mentiras que basarse en verdades? ¿Qué la literatura es, antes que nada, literatura?
Pero volvamos al principio. En un tono más personal, ¿qué resultado final arroja mi reencuentro con estas novelas? ¿Qué impresión me causan hoy en día, tamizadas por la nostalgia? Veamos:
“Polvo de estrellas”, la única que no había leído, me parece un mero aperitivo. Correcta en su construcción, la intriga parte de una tirada de dados argumental –«ve allí, a ver qué sale»–, el enredo amoroso ha quedado desfasado y la naturaleza del arma más peligrosa de la galaxia, veneno puro en la actualidad antiamericana, me ha sacado los colores. Imaginar a un escritor español proponiendo algo semejante hace que me muerda las uñas.
“Guijarro en el cielo”, de la que guardaba un recuerdo mítico por aquello de que un humano de mi propio siglo decidiera la suerte de un Imperio galáctico monstruoso, peca, sobre todo, de una mala construcción y un ritmo irregular. Aun siendo el más arriesgado en su especulación ideológica, no acaba de conjugar bien contenido y continente. Se nota, excesivamente, una cierta bisoñez en la que fue su primera novela.
“Las corrientes del espacio”, de cuya lectura adolescente quedaba bien poco en mi cabeza, ha sido, sin embargo, la novela que mejor regusto me ha dejado. En cuanto a ritmo, estructura, trama y personajes, la más redonda. En el aspecto narrativo es, además, la más sofisticada. Cuenta con un goteo bien medido de adelantos previos de la trama que van empujando al lector poco a poco hacia su desenlace. Su carga ideológica es relevante, y en lo anecdótico, cuenta con algún detalle precursor del Arrakis herbertiano.
Es decir, que, actualizando mi dietario mental, ni “Guijarro en el cielo” era tan mítica, ni “Las corrientes del espacio” mediocre. “Polvo de estrellas” desaparecerá pronto de mi memoria. De todos modos, más allá de calificaciones, me ha satisfecho esta lectura. En un género de iniciación adolescente, que le debe tanto a la nostalgia, encontrarse de nuevo con estas historias, y consigo mismo, es casi un acto obligado para el buen aficionado.
Para despedirme he de decir que me ha encantado volver a verte, chaval.