Llegué a la conclusión de que, mucho más que cualquier argumento o sentido convencional, me importaba la mera direccionalidad que sentía al leer la prosa, la textura del tiempo al pasar, la máquina blanca de la vida [1]
Así se expresa Adam Gordon, el alter ego de Ben Lerner en Leaving the Atocha Station, la primera entrega de lo que parece que va a ser la novelística del autor de Topeka (Kansas), una serie de romans à clef en las que se narra y se cuestiona la peripecia de este (y otros) sosias del escritor. Ben Lerner/Adam Gordon no engaña a nadie, deja bien claro que eso es lo que le atrae de la narrativa [2], y eso es lo que el lector va a encontrarse. Quien busque otra cosa saldrá escaldado.
Adam es un poeta estadounidense que gracias a una beca pasa unos meses en Madrid, supuestamente con la intención de escribir unos poemas relacionados con la Guerra Civil. Vive solo en un apartamentito en la plaza de Santa Ana; se da sus paseos por el centro; se tumba en los céspedes del Retiro, a la bartola, disfrutando de la distancia con lo real que ofrece un porro bien calibrado; lee El Quijote, entendiendo de la misa la media (Adam entiende de la misa la media todo el rato, tanto en sus lecturas como en sus intercambios con sus pocos conocidos españoles, y en eso reside gran parte de la singularidad de su visión, en lo sesgada que es su percepción de la realidad –lingüística– en un entorno que le es extraño: al no tener ni papa de español, todas las conversaciones se convierten en suposiciones, en variables, en alternativas de significados posibles); se corre sus juergas en eso que se ha dado en llamar «la noche madrileña»; va a alguna que otra fiesta en las afueras; hace alguna que otra escapada fuera de la ciudad (un fin de semana fugaz en Granada en compañía de uno de sus rolletes españoles); y, de vez en cuando, porque le da por ahí, miente sobre algunos detalles de su vida, como si se dejara llevar por la irrealidad constituida por el extrañamiento cultural y geográfico en el que vive. También va al museo del Prado, a alguna galería y a alguna que otra presentación poética. Básicamente se aburre. Hace como que escribe. Se fuma otro porro. Lee sus poemas. Y así hasta que se le acaba la beca y se vuelve a los Estados Unidos.
El problema de la novela, que para algunos ha sido insalvable, es sobre todo la higiene mental típicamente estadounidense que Adam no puede dejar de representar en sus pseudoamoríos y en sus círculos pijos madrileños y que tiene como resultado la vacuidad más absoluta rayana en la simple y vana estupidez. Pero es a pesar de esta vacuidad, o precisamente por ella, que Lerner es capaz de arrastrarnos con sus frases, prosa abajo, porque cuando se pone a escribir, escribe; lo hace por ejemplo al final del cuarto capítulo donde rapsodia poetiso en lo que se llamaría «prosa literaria poética fina» (no olvidemos que Lerner fue primero, y probablemente lo seguirá siendo toda su vida, poeta).
Adam/Ben resulta mucho (muchísimo) más interesante cuando habla de arte o de poesía o de sus sensaciones y procesos mentales que cuando introduce una escena, narra acciones, dialoga o describe. Se le nota el hartazgo, el aburrimiento mientras aborda esas partes, mientras trabaja esos elementos necesarios para ensamblar su novela. Y en la balanza uno no sabe qué pesa más, si esa vacuidad insufrible (que, aunque no vayamos a hacer hincapié en ello, en cierto sentido no sabemos si se debe quizás a la propia vacuidad del Madrid que frecuenta el protagonista, a su gilipollez intrínseca, a lo que ese Madrid ofrece por defecto a un guiri cualquiera), la apatía, la desgana y el tedio que nos induce página tras página y que nos hace sentir un claro desprecio por el narrador, o la prosa aguda y bruñida de la que Lerner hace gala puntualmente y que (con cuentagotas, sólo cuando habla de arte y de poesía, que nadie se lleve las manos a la cabeza) puede llegar a evocarnos al DeLillo tardío de Point Omega o The Body Artist, o al F. Wallace de la compulsión introspectiva más bizantina. Eso sí, a unos cuantos kilopársecs de distancia, abanderando (tal vez incluso a su pesar) una tontería y una superficialidad muy estadounidenses, muy contemporáneas, con lo que la mera mención de estos pesos pesados ya supone un elogio que el bueno de Lerner todavía ni tan siquiera parece que haya empezado a ganarse. Veamos a partir del siguiente párrafo cómo se desenvuelve en 10:04, su segunda novela.
Han pasado unos años y Ben [3] disfruta del relativo éxito de su primera novela y más concretamente del adelanto que le han pagado por la segunda (que es la que estamos leyendo). Del Madrid del 11-M pasamos al Nueva York del movimiento Occupy y el vórtice polar, y las inquietudes de nuestro protagonista se centran en la intemporalidad del presente, en esa textura del tiempo que en la primera novela Adam experimentaba al leer prosa, esa granularidad que de alguna manera conduce a la volatilidad de lo real y acaba apuntalando la aparente fragilidad de lo imaginario.
Lerner vuelve a darle protagonismo a los temas que sabe que domina: arte y poesía. Entre otras cuestiones reflexionará sobre la instalación The Clock de Christian Marclay, los cuadros que decoran las consultas de los médicos, las obras de arte «totalizadas» (ready-mades invertidos a los que se les ha extraído el valor mercantil y han quedado libres de la tiranía del precio), y la poética de Walt Whitman y cómo entronca ésta con la idea de futuro, que en 10:04 se articula en torno a la película Regreso al futuro y al discurso de Reagan con motivo del desastre del Challenger.
Todo arranca con la comida (pulpos portugueses) con la agente para firmar el contrato de una novela basada en un relato publicado en The New Yorker, y a partir de este encuentro seguiremos los pasos del narrador por Nueva York (ese NY virtual que ya llevamos incorporado en nuestras cabezas después de tantas lecturas y tantos visionados de películas), sus restaurantes, sus galerías y sus museos, sus parques y sus clínicas de fecundación in vitro.
Podríamos pensar que lo único que ha cambiado con respecto a Leaving the… es el escenario (que no es que sea poco), pero no, el salto tiene más enjundia. Si en aquella, aparte de lo que se decía sobre arte y poesía no había mucho más que rascar, todo se quedaba en una especie de pose insípida, en esta Lerner sí sabe dotarse de un elenco de personajes con más sustancia, con más peso específico, unos personajes que nos resultan más reales, o en un contexto (meta) ficticio como este, más literariamente nutritivos, en esta sí sabe abordar los temas de toda la vida (el miedo a la muerte, el miedo a la muerte de una persona mayormente sana, bien posicionada, de éxito, un miedo a la muerte pueril, pero no por ello menos genuino o menos real; la vida misma, la gestación de una nueva vida, banal en sí misma pero al mismo tiempo mágica; la amistad, la sociedad en su conjunto, el cooperativismo y sus círculos viciosos; la mentira como raíz de muchas certitudes, esos tenues hilos de los que a veces penden nuestras realidades) desde un ángulo que aunque no sea del todo original, sí consigue hacer que lo veamos como tal, porque, a pesar de o precisamente por, y aquí reside la paradoja, su genoma impepinablemente posmoderno, 10:04 se percibe como una obra sentida y sincera.
Con esa voz lúcida, sutil y peliaguda, capaz de transmitir una sabiduría que poco importa que se intuya prestada, Ben nos contará por qué se hizo poeta, nos hablará de ese discurso de Reagan en el que cita un poema hecho con los jirones de otros poemas (una de las mejores defensas del sampleo como motor de la creatividad que he leído en mucho tiempo), del propio desastre del Challenger y de los chistes sobre el desastre del Challenger. Dejará la Gran Manzana para pasar una temporada en Marfa (Texas), donde vivirá nocturnamente, leyendo a Whitman, supuestamente escribiendo la novela contratada pero en realidad escribiendo un poema, poema que intercala en el capítulo, logrando con ello un retruécano que destella como las propias luces «fantasma» de Marfa, situándonos en una tierra de nadie que titila entre lo real y lo ficticio, que altera la realidad de la narración en el propio contínuum de lo narrado, un salirse de sí mismo, un mirarse la pelusilla del ombligo desde lo alto del trampolín de la piscina, que no es moco de pavo. Y volverá a hablar de arte (las cajas de Donald Judd), a ir de fiesta, a tomar alguna droga, y por momentos dejará traslucir de nuevo esa mojigatería que en Leaving the… era francamente insoportable y que aquí puede llegar a resultar enternecedora.
Ya de vuelta en Nueva York y acercándonos al cierre de la novela, el narrador/personaje/autor nos mostrará nuevas facetas de sí mismo: sus intentos de procrear (esta vez vía coito) con una amiga, su papel como profesor universitario, como miembro del mundo de los adultos responsable en parte de los miedos que atenazan a los jóvenes. Y volverá a rapsodiar bonito, jugando con los tiempos, dirigiéndose directamente al lector [4], desnudándose (desde el ombliguismo de su trampolín), hasta conseguir que creamos ver en una suerte de espejismo esa enésima cuadratura del círculo que vendría siendo la llamada «nueva sinceridad».
Pero lo más destacable es que Lerner parece haber aprendido la lección en lo que atañe al andamiaje novelístico, a esas minucias, esas situaciones, esa condensación de elementos, de pequeños detalles que hacen que una novela funcione como un mecanismo de relojería imposible, y logra (esta vez sí) que el planeo metaliterario se afiance y alce el vuelo por encima de sí mismo. 10:04 es sin duda una obra más redonda, en la que poso, estilo y estructura conforman un todo indisoluble.
Parte del acierto de 10:04 reside en su dinamismo, que se manifiesta tanto en lo narrativo como en lo narrado, tanto en la forma como en el fondo; la novela arranca en el NY posmoderno contemporáneo, con sus habitantes inteligentes, sofisticados y cultivados, una urbe en la que se respira la niebla de los postafectos, pero a medida que avanza va perdiendo esa impostura (esa coraza) y se vuelve hacia los sentimientos, la familia, la amistad, la muerte, los alfa y los omega de toda la vida. Al final Lerner parece querer acercarse ya no sólo al lector, sino a todo lo que queda fuera de su novela, es como si quisiera abrazarnos a todos y a todo, como si en sus últimas páginas el espíritu del Whitman más trascendental se hubiese apoderado del texto.
¿Dónde se encuentra Lerner con respecto a esos astros del universo literario estadounidense que mencionábamos antes? Tan sólo diremos que Lerner se ha diseñado un vehículo muy a su medida, que ha dado con las coordenadas correctas y que parece dirigirse a una velocidad cuasi superlumínica hacia el cuadrante adecuado.
Leaving the Atocha Station.
186 pp; idioma inglés.
Coffee House Press, Agosto 2011.
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10:04.
256 pp; idioma inglés.
Faber & Faber, Septiembre 2014.
Notas:
[1] Saliendo de la estación de Atocha; traducción de Cruz Rodríguez Juiz. Lerner explica qué es esa “life’s white machine” (que no es otra cosa que la rutina del estar vivo) en esta entrevista.
[2] En contraposición a la poesía, que le aporta otras experiencias.
[3] En esta ocasión parece que la distancia entre autor, narrador y personaje es aún más corta que en Leaving the Atocha Station.
[4] La invocación del lector, el punto de vista del narrador, la voz, es una de las preocupaciones, si no la preocupación principal de Lerner, que en más de una ocasión ha manifestado sus dudas con respecto a la novela, en particular el problema de la voz y la artificiosidad/teatralidad de los diálogos.