No sé si se acordarán, pero hace muchos años la parrilla de la televisión pública giraba alrededor del cine. Todos los días tocaba película, había ciclos de géneros, directores, actores… Incluso de madrugada echaban películas subtituladas de “arte y ensayo”, o de cinematografías que entonces parecían ignotas. Por aquella época yo era una máquina de ver películas con mucho tiempo libre y, como a todo el mundo que se aficiona a esto del cine, me llegó el “momento Tarkovski”, en mi caso Solaris primero y Stalker después, que además tenían ese aura misteriosa de ciencia ficción rara del otro lado del telón de acero. Solaris no tanto, pero Stalker me impresionó muchísimo (y eso que por aquel entonces me sabía el 2001 de Kubrick de memoria). Yo no tenía ni idea de quien era Tarkovski, ni de nadie que fuera remotamente similar, no leía revistas ni libros de cine y veía las películas con mucha inocencia y sin ideas preconcebidas, no como ahora, que sigo sin tener ni puta idea y encima no soy consciente de ello.
Stalker me fascinaba con su mágica combinación de narrativa difusa y difícil de discernir y su poderosa imaginación visual. Se trataba de una experiencia muy diferente al cine “clásico” norteamericano al que estaba acostumbrado, por lo general sometido a la dictadura de un guión férreamente estructurado, preocupado por contar historias cerradas que generasen la ilusión de verosimilitud, con su adecuado desarrollo de personajes, su abundancia de diálogos ingeniosos y espléndidamente escritos, etcétera. Sin embargo, lo de Stalker era como si hubiese estado mirando por la mirilla de una puerta, y esa puerta se fuese abriendo poco a poco revelando un paisaje nuevo que hasta entonces desconocía.
Esa impresión de asombro que viví ante Stalker lo he vuelto a experimentar hace un par de semanas viendo, me atrevo a afirmar que sobrecogido, Qué difícil es ser un dios, de Aleksei German, una alegoría de ciencia ficción, inmensa, excesiva, barroca, agobiante y absolutamente fascinante. Como los cuatro gatos que me estarán leyendo ya sabrán, Qué difícil es ser un dios es la libérrima adaptación de la novela del mismo título de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski originalmente publicada en 1964. Una adaptación que German pretendía llevar a la pantalla ya en 1968, pero que fue rechazada por la censura soviética alegando que la trama suponía una crítica a la reciente invasión soviética de Checoslovaquia durante los acontecimientos de la Primavera de Praga (la carrera cinematográfica de German es una lucha constante contra la burocracia, de proyectos continuamente pospuestos, rechazados, o pobremente financiados). No fue hasta el año 2000 cuando German pudo acometer el proyecto, rodando durante seis años en un castillo de la República Checa primero y unos inmensos estudios de San Petersburgo después (ahí hay un documental épico). Y tras siete años de montaje y sonorización extremadamente complejos. German falleció en febrero de 2013, a poco de finalizar, como perseguido por una maldición de burócratas y censores. Fueron su esposa y su hijo, también director de cine, los que terminaron la película, un largo y difícil parto que ha dado a luz una obra que no se parece a nada que yo haya visto jamás en una pantalla.
Qué dificil es ser un dios está ambientada en un planeta lejano sumido en una especie de Edad Media bárbara y salvaje, donde una comitiva de científicos terrestres estudian el desarrollo social de los diferentes reinos que lo componen. Uno de esos científicos, el historiador Don Rumata (fantásticamente interpretado por Leonid Yarmolnik, que crea un personaje aparentemente cínico y brutal, pero en el fondo hastiado, frustrado, y finalmente derrotado), se encuentra situado en una resbaladiza y pequeña posición de poder como caballero del reino de Arkanar, donde es testigo de una pequeña revolución que prometía el Renacimiento, pero que, desgraciadamente, desemboca en el estado policial de “los grises” que fieles al lema “muera la inteligencia”, se entregan a la represión de los intelectuales, los artistas, los científicos, el conocimiento y la educación en general, sumiendo de nuevo a Arkarnar en el atraso y la barbarie. Rumata, considerado hijo del Dios por los nativos, ya que la tecnología terrestre le convierte en un mortífero guerrero, se ve atado de pies y manos, puesto que las autoridades terrestres le han prohibido interferir con la sociedad de Arkanar, así que se limita a intentar proteger a unos pocos intelectuales como buenamente puede. La cosa se complica todavía más cuando “los negros” de la Orden, unos fanáticos cuyo programa de gobierno incluye los pogromos, la tortura y las ejecuciones en masa, se hacen con el poder. A partir de ese momento, tanto la posición política de Rumata, como su equilibrio mental y autocontrol ante los horrores que ha de contemplar, son cada vez más precarios.
Aparentemente todo indica que estamos ante un intento de comprender la historia de Rusia durante el siglo XX, un país que, tanto bajo el régimen comunista como durante la enloquecida y muy cyberpunk Rusia ultraliberal de los años de Yeltsin, se ha desviado tanto de los ideales que dieron forma a la Revolución de Octubre, que German ya no le encuentra sentido. Pero va aún más allá, Qué difícil es ser un dios es también la desesperación de comprobar que realmente el sueño de la Ilustración produce monstruos, la tensión insoportable de ser testigo impotente de cómo lo utópico deriva en totalitarismo, un poco en la línea de Rebelión en la granja, de Orwell. Que la historia humana no es la del progreso continuo y ascendente hacia la utopía, la justicia universal, la paz entre los pueblos y la igualdad entre los hombres, sino que lo único que existe es la ley del más fuerte, la cruda, sangrienta y despiadada lucha por el poder y ejercer ese poder sobre una masa ignorante y miserable para que se mantenga así hasta que el desharrapado más fuerte se levante en armas y venga a ocupar el lugar del que manda, en un ciclo eterno que se viene repitiendo desde la noche de los tiempos. Tampoco nada se puede esperar de los intelectuales, humanos como los demás, al fin y al cabo, traicionándose unos a otros por viejas disputas, enredados en invenciones absurdas o matándose por quítame allá unos teoremas. La falta de esperanza llega a tal extremo que uno de los intelectuales protegidos de Rumata, interrogado por el Don sobre el consejo que le daría al Creador para remediar la espantosa situación del pueblo de Arkanar, acaba por suplicarle al Dios que acabe con todo y con todos y al menos disfrutar de la paz del cementerio.
Vamos, la alegría de la huerta. Se puede comulgar más o menos con la amarga misantropía de German, pero lo que resulta indiscutible, lo que eleva la película al nivel de MADREDELAMORHERMOSO LO QUE ESTOY VIENDO, es su impresionante lenguaje visual. De nuevo tengo que acudir a la palabreja que aparece mucho últimamente por la página, ésa vieja herramienta de la ciencia ficción, la inmersión. La película, filmada en un blanco y negro prístino, se estructura en largos planos secuencia en los que la cámara, como si de un pequeño artefacto volador se tratase, acompaña a Rumata en su extenuante deambular por las tripas opresivas y nauseabundas de Arkanar, atormentado por sus recuerdos de la Tierra, buscando un refugio, un consuelo ante el horror del que es testigo. Planos secuencia que se alternan con escenas más convencionales que ofrecen tremebundas visiones del abismo, como la llegada al castillo de la Orden, una referencia directa y muy reveladora al Triunfo de la muerte de Pieter Brueghel (recomiendo muchísimo pinchar en el enlace y escuchar a Carmen Martín Gaite disertar sobre el cuadro, sobre todo si ya han visto la película).
De este modo, gracias a la obsesión de la ambientación y la puesta en escena en ofrecernos con todo detalle la podredumbre que cubre Arkarnar, uno se ve inmerso, sin piedad ni referencia a la que aferrarse, en un infierno de barro y lodo, obligado a descifrar poco a poco y con dificultad lo que se está viendo, como si se tratara de metraje encontrado en un sótano olvidado de alguna universidad del futuro cientos de años después. Un excesivo horror vacui que acaba por resultar hipnótico y que me tuvo completamente absorto durante las casi tres horas de metraje, asistiendo asombrado al combate que se establece entre la narración casi abstracta (el argumento y los temas de la película se despachan en un par de discursos en off y cuatro diálogos) y el poder de las imágenes, que libres de la tiranía del guión, generan una poética única, surgida del barro y la deformidad, del caos y la confusión, del asco y la desesperación más absolutas, resumidas en esa pregunta retórica que Rumata/German, sentado en un charco de barro, completamente exhausto, derrotado y rodeado de cadáveres, le hace a un colega terrestre; “¿Has visto lo que he aprendido?”.
En fin, si han conseguido leer hasta aquí imagino que ya habrán decidido que no van a ver esta película ni de coña y lo entiendo, yo tampoco la recomendaría para triunfar en una primera cita (aunque nunca se sabe); es repetitiva, grotesca, desagradable, de un áspero sentido del humor y encima no se entiende. Pero eso mismo es lo que la convierte en una de las experiencias más intensas, poderosas y únicas que vayan a poder disfrutar delante de una pantalla. Ya sólo por su mostrenca singularidad, merece la pena.
Qué difícil es ser un dios (Trydno byt bogom). Rusia, 2013.
Dirección: Aleksei German
Guión: Aleksei German, Svetlana Karmalita (basada en la novela homónima de Arkadi y Boris Strugatski)
Fotografía: Vladimir Ilin, Yuri Klimenko
Reparto: Leonid Yarmolnik, Aleksandr Ilyin, Yuriy Tsurilo, Yevgeni Gerchakov, Aleksandr Chutko, Oleg Botin, Dmitri Vladimirov, Laura Lauri, Pyotr Merkuryev.
Blanco y negro. V.O. 177 min.
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