A menudo sostengo la hipótesis de que ciertos autores se equivocaron al asociar su nombre con la literatura fantástica o de ciencia ficción. Y no porque su dominio de esos subgéneros fuese pobre o inadecuado, sino por el sentido de injusticia cósmica que asalta a uno cuando escritores de calidad, inventivos y comparables a cualquier santón de las letras, como Disch, Crowley o Wolfe, se pasan la vida esforzándose en construir una obra que resista el paso del tiempo para que al final su existencia sea conocida sólo por cuatro jugadores de rol anclados en la adolescencia, que cuelgan en sus blogs fotos en las que salen manejando la espada láser de Star Wars y suelen estar de acuerdo con Goebbels en aquello de «Cuando oigo la palabra ‘cultura’ echo la mano a mi revólver».
Pero existen casos aún más flagrantes. Al fin y al cabo, Disch, Crowley o Wolfe cultivan unas formas exigentes, muy a menudo difíciles, saltándose a la torera los conceptos más tradicionales de «entretenimiento» y haciendo inevitable que los lectores sin ínfulas intelectuales se alejen de su producción. En cambio, autores como Graham Joyce se dedican a un tipo de novela de personajes cercanos, que pasan por experiencias universales, cuidando un tipo de narración accesible capaz de enganchar desde las primeras frases y de mantener hasta el final una atmósfera de intriga y misterio. Y sin embargo, Joyce sólo ha visto publicadas dos novelas en nuestro país, manteniéndose inédita toda su producción anterior que incluye libros tan sobresalientes como The Tooth Fairy.
¿Qué pasa con Joyce? ¿Por qué es una firma tan olvidada entre nosotros? Quizá por habitar una zona incómoda: a pesar de que su obra es susceptible de alcanzar a todo tipo de lectores, se le ha publicado casi siempre en editoriales y colecciones de género, pensando que su componente fantástico e imaginativo –que no obstante suele situarse en zonas grises de ambigüedad– alienaría a lectores «normales». El resultado final está a la vista: editoriales finas como Anagrama, tan dadas a lo «british», ignoran a Joyce, supongo que sin haber mirado ni por encima ninguno de sus títulos, mientras éstos se antojan demasiado normales y realistas a los que se ganan la vida publicando tochos de vampiros con priapismo y astronaves fálicas que eyaculan a velocidades mayores que la de la luz.
En todo caso, una lástima: The Tooth Fairy resulta tan especial precisamente por su doble lectura. La historia del paso a la adolescencia de un grupo de chavales en la ciudad de Coventry durante los años 60 se beneficia tanto de lo verosímil de la ambientación como de su trastienda inquietante, simbolizada en esa Hada de los Dientes –equivalente anglosajón del Ratoncito Pérez– que se convierte en la compañera secreta del protagonista, simbolizando para él todo cuanto de extraño, violento, tierno y erótico tiene la vida que va descubriendo poco a poco. Los sinsabores de la existencia, el componente ineludible de dolor que se desarrolla en torno a nosotros a poco que miremos en torno nuestro, puede superar en horror a cualquier cuento de miedo, por eso no es de extrañar que Sam, el protagonista, vea en el Hada la influencia maléfica que empuja a sus conocidos hacia la locura, la muerte o la desgracia, aunque en ocasiones no sea tan fácil odiarla por el modo en que su soledad y su tristeza reflejan la suya propia de un adolescente enfrentado a su metamorfosis traumática.
Joyce construye personajes ordinarios pero memorables, y sabe dotar de un enfoque propio a situaciones y motivos tan típicos como el descubrimiento del sexo, el maltrato por grandullones abusivos, la rivalidad por una chica, la iniciación en las drogas. Uno tiene la impresión de que, incluso sin la faceta irreal de la historia, la novela podría funcionar y enganchar al lector, tanto sabe presentar lo inmemorial con apariencia de algo nuevo.
Pero evidentemente los terrores imaginativos forman parte indisoluble de la infancia, así que uno no ve muy bien por qué una novela deseosa de captar con una mínima fidelidad este período de la vida debería soslayarlos. En ese sentido, el personaje del Hada de los Dientes, verdadero eje del libro, está desarrollado y trabajado tanto o más que el resto del reparto, siendo una creación repleta de matices y aspectos, de lo diabólico a lo escatológico, de lo amenazador a lo vulnerable, que sobrepasan lo meramente simbólico e incluso se prestarían a una interpretación literal, propia de la ciencia ficción, de lo más sorprendente.
Tal vez Joyce haya dominado mejor en otros libros el arte de captar la identificación del lector, por ejemplo en la posterior Los hechos de la vida, que, pese a un contenido imaginativo más «corrientito», sabe introducirnos en su mundo de una manera más sutil, no como aquí, donde la escena «fuerte» inicial carece de las consecuencias que uno podría esperar y huele a truquillo narrativo. En cambio, el recurso que dota de suspense y cierta cohesión a una trama que puede definirse como episódica, bastante parecido, pero a la inversa, al que encontrábamos en aquella primera publicación de Joyce entre nosotros –baste decir, para no reventar ambos libros, que en los dos hay cadáveres ocultos de por medio–, funciona mucho mejor aquí por su relación directa con las traumáticas peripecias de los protagonistas, y su resolución, pírrica en el otro libro, aporta aquí un genuino sentido de liberación.
Persiste también el eficaz buen rollito de retratar clases tirando a desfavorecidas –¿para cuándo unos poderosos, dominantes y adorables aristócratas, que serían mucho más difíciles de lograr? –, pero la humanidad sucia de los personajes de este libro, aunque comprensible y a veces carismática, no es rival para las figuras mucho más peculiares y entrañables que poblaban Los hechos de la vida. Que no puedo evitar considerar mejor novela, aunque The Tooth Fairy sea una creación más original, dura e inquietante, y menos susceptible de etiquetamientos simplones del tipo «realismo mágico a la inglesa» que a la larga terminan resultando perjudiciales.
Nota: Esta reseña fue publicada originalmente en Visiones fugitivas