En alguna ocasión ya he comentado que una de las dificultades de reseñar de manera justa una obra literaria de ciencia ficción es la de ser capaz de distinguir entre las distintas cualidades que se deben juzgar. La obvia, como el valor de los toreros, es la calidad como producto literario, artístico. A partir de ahí, la especificidad del género requiere de una cierta originalidad, si no en el tema, al menos en su tratamiento; verosimilitud y vuelo imaginativo.
Hay una más, especialmente polémica, y de la que los escritores de cf suelen abominar como de la peste en tanto acostumbra a centrar el interés de los medios de comunicación cuando se acercan a nuestro género: su acierto profético. De ahí la atención que despierta en los últimos tiempos la distopía; en un periodo de incertidumbre, buscar predicciones sensatas acerca del futuro es casi una necesidad inevitable, por mucho que resulte estéril.
Una y otra vez, en mi labor como periodista, sabedores mis clientes de mi proximidad al género, he recibido en algún momento la propuesta de hacer algo sobre “los aciertos de la ciencia ficción”. Es curiosísimo: siempre me lo han pedido como si fuera algo superoriginal. Y sistemáticamente han quedado decepcionados ante mi respuesta: son pocos, son casuales, no son el propósito de la cf. El nuestro es un género que ha dedicado buena parte de sus propuestas más serias a llevar a cabo admoniciones, no profecías. “Si esto sigue así…” no es lo mismo que “esto será así”. Entre otras cosas, porque una novela que tuviera un propósito completamente profético, y algún ejemplo hay, resultaría terriblemente aburrida.
Todo esto me sirve para decir que estamos ante un caso bastante singular, porque el principal interés de Las torres del olvido es que seguramente es la novela de cf que me ha transmitido más seriamente la sensación de encontrarme ante una obra diseñada con precisión absoluta para reproducir el futuro que nos tememos hoy. Esto implica, en efecto, que nos encontramos por momentos ante una novela aburrida; en numerosas páginas es excesivamente discursiva, casi víctima del tipo de torpezas que suelen cometer los autores externos al género cuando se introducen en él, aunque no sea el caso de Turner, pese a que en España esta obra se haya reeditado numerosas veces fuera de colección especializada.
La cuestión es que la perspicacia de Turner, y también tal vez su valentía para encarar de frente problemas obvios y darles una forma narrativa, es casi inigualada en la historia del género. La trama principal nos lleva hasta Australia, hacia el 2040: los casquetes polares se están derritiendo, el calentamiento global entró seriamente en marcha, no hay trabajo para las tres cuartas partes de la población, el sistema monetario colapsa. Los ricos, cada vez más ricos, viven en zonas altas de las ciudades, mientras los pobres, derivados en lumpen al que se conoce como “infras”, se hacinan en rascacielos que son sociedades autónomas, con sus propias normas y sus propios caciques. Lo único que hay es, de acuerdo al mucho más sugerente título original del libro, el mar y el verano: el agua ganando terreno por momentos y el calor dejándose sentir de forma cada vez más pesada sobre gente que ha perdido toda esperanza en un futuro cambio a mejor.
El padre de la familia protagonista, los Conway, se queda sin trabajo, lo que le obliga a trasladar a la familia a “la periferia”, la zona limítrofe con el territorio infra. Incapaz de soportar la humillación, se suicida. Sus dos hijos, Teddy y Francis, serán incapaces de perdonar a su madre, especialmente cuando se empareja con un cacique local, Billy Kovacs, para garantizarse la supervivencia.
En esta presentación del relato, Turner sigue un esquema distópico de manual: la caída en desgracia de miembros satisfechos del sistema, que pasan a conocer la cara oculta de la sociedad en la que se sentían felizmente integrados. Sin embargo, a medida que la narración avanza, es obvio que el autor va sintiendo la necesidad de introducir nuevos elementos para hacer de la novela algo más que un paseo por el futuro. A la postre, la última mitad larga de la demasiado larga novela será una especie de drama shakespeariano envolviendo a esa familia extraña: Kovacs, un corrupto heroico que antepone su dudoso pero firme sentido del honor a cualquier beneficio; Nola, la madre, melancólica espectadora de la situación, superviviente nata, tierna y herida; Teddy, convertido en policía, que descubre las grietas del sistema de la mano de un jefe con visión de futuro; y Francis, inmaduro genio aritmético capaz de cualquier cosa con tal de mantenerse alejado del entorno infra.
Turner toma varias decisiones que contribuyen a acartonar esta parte final de la novela, que tiene poco afortunadas notas de Grand Guignol. En particular, los continuos cambios de narrador, cada cual con un punto de vista demasiado obvio y voces no sé si originalmente engoladas o fruto de la muy cuestionable labor de Jordi Gubern en la traducción.
Esos cambios de punto de vista sólo son una de las rarezas estructurales de la novela. El hecho es que he obviado hasta ahora mencionar que todo lo que he comentado se presenta como una novela escrita por una arqueóloga de un lejano futuro, en el que la Tierra ha sanado tras un colapso y se mira esa época como el comienzo de una prolongada Edad Media. En tres capítulos intercalados sabemos que un actor famoso está intentando informarse para crear una obra teatral sobre esa era y la arqueóloga le presta su novela. El propósito de ese introito superfluo, intuyo, es el mismo que el del epílogo de la propia obra inserta en la novela: hablar de esperanza. El futuro a corto plazo está decidido, nos dice Turner, tanto por las circunstancias que hemos creado en nuestro entorno como por el egoísmo intrínseco a nuestra sociedad, también a nuestra especie. Sin embargo, la Tierra sabrá curarse y la humanidad adaptarse; seguramente aprendamos a convivir con la naturaleza una vez que ella nos castigue por nuestro maltrato. Este recurso permite también justificar a Turner tanto el tono teatrero (en el peor sentido) del final como el hecho de que en torno a la familia Conway se desarrollen tantas líneas argumentales útiles para retratar esa sociedad: todo es algo forzado y está visto desde un punto de vista futuro, no es la historia real.
Con sus defectos y virtudes, hay un hecho incuestionable: Las torres del olvido es la única obra de cf que he leído en las últimas décadas con la sensación de que hablaba sobre un posible futuro real. Que no haya más obras traducidas al castellano de Turner es comprensible, porque parece cuestionable que más allá de esos aciertos, sea un autor capaz de responder a los restantes requisitos, los más básicos, para escribir buena cf.
Las torres del olvido, de George Turner (Ediciones B, Col. Grandes Novelas, 2007)
The Sea and The Summer (1987)
Trad. Jordi Gubern
480 pp. Rústica. 20€
Ficha en La tercera fundación