Durante el siglo XIX en Inglaterra –seguida muy de cerca por E.E.U.U.– se desarrolló el primer mercado masivo de literatura popular. Evidentemente, libros y lectores han existido desde tiempo inmemorial, pero únicamente cuando se ha conseguido un sistema educativo amplio que dé cabida a la mayor parte de la población de un país podemos hablar de literatura popular masiva y de mercado. En Inglaterra esto empezó a conseguirse a finales del XVIII cuando las mujeres –las grandes ausentes– devoraron e hicieron triunfar a la llamada literatura gótica. Con la posterior incorporación de los jóvenes y las clases trabajadoras al vicio de la lectura, el mercado creció de una forma tan brutal que hizo posible la aparición de una pléyade de autores profesionales. Evidentemente, los nuevos lectores exigían más diversión que profundidad y a lo largo de esta centuria fueron apareciendo la mayoría de los géneros literarios actuales: misterio, policíaco, romántico, juvenil, histórico, erótico, aventuras, humor, espionaje y, como no, fantasía, terror y ciencia ficción.
La competencia fue feroz y muchos autores, como Conan Doyle, lograron tocar casi todos los palos con una envidiable maestría. No es de extrañar, por tanto, que el número de grandes autores de esta época y lugar sea abrumador –Stevenson, Rider Haggard, Le Fanu, H. G. Wells, etc., etc.– y que algunos alcanzasen cotas realmente inimaginables partiendo de donde partían –Kipling, Conrad–. Sin embargo, el tiempo ha condenado a un injusto olvido a muchos de estos escritores con la burda acusación de ser de «segunda fila». Afortunadamente existe una editorial como Valdemar dispuesta a rescatar a algunos de ellos para uso y disfrute de las actuales generaciones. Y este es el caso de este grueso volumen que recoge la obra fantástica de Arthur Quiller-Couch, un perfecto desconocido del que sólo se sabía que había sido elegido por Stevenson para finalizar a su muerte su inconclusa novela St. Ives.
Quiller-Couch, al igual que Conan Doyle, fue un escritor profesional que, como tal, tocó todos los palos posibles, de ahí que su obra fantástica sea, hasta cierto punto, marginal y que se encontrase dispersa en varias colecciones de relatos. En El horror de la escalera y otros cuentos fantásticos se recogen los veintiséis relatos de estas características que el británico escribió entre 1890 y 1905. Son la obra de un profesional, de un mercenario y de un artesano, lo que, en modo alguno, significa ningún demérito. Como he dicho antes, la competencia en este mundillo literario era darwiniana, así que para sobrevivir había que tener mucho pero que mucho oficio. A Quiller-Couch le sobraba, de ahí su éxito, pero, en cambio, le faltaba originalidad, una chispa que le hiciese destacar ente la masa. No es M. R. James, ni Sheridan Le Fanu, pero tampoco le hace falta. Siguiendo las huellas de sus mayores consigue relatos muy logrados que harán las delicias de cualquier aficionado a esta época y este tipo de autores.
Muchos de los cuentos de Quiller-Couch están ambientados en su Cornualles natal o en Escocia y sus protagonistas suelen ser católicos. Ambos datos son parte del imaginario popular colectivo de la época que situaba entre los católicos y los «celtas» los restos de la antigua magia perdida por la Revolución Industrial. Para acentuar más aún esta sensación, algunos tienen un cierto carácter histórico, ambientados en las guerras napoleónicas, o los siglos XVI a XVIII.
Entre sus personajes abundan todos los tópicos de la novela popular británica: soldados tan heroicos como granujas, nobles arruinados refugiados en el campo, marinos de probado valor, contrabandistas, ladrones de naufragios, clérigos intelectuales, profesores despistados… una galería mil veces vista pero que aún sigue produciendo una gran fascinación ente los lectores más anglófilos.
Unos pocos relatos han envejecido un tanto, como la aventura infantil “Los barcos parlantes”, o los intentos humorísticos de “John y los fantasmas”, “Intercambio mutuo, sociedad limitada” y “A contramano”. Otros son demasiado breves, meros esbozos – “Psique”–. Algunos pueden molestar por su aire patriótico y militarista, hoy totalmente pasado de moda aunque perfectamente encuadrable en el contexto histórico en que fueron escritos –“El pase de lista del arrecife”, “La suerte del señor”– y otros poseen un trasfondo alegórico religioso que puede chocar en nuestra agnóstica época –“Océano”, “El séptimo hombre”–. Aún así, todos están los suficientemente bien escritos como para que un lector bondadoso pueda pasar por alto estas peculiaridades. No obstante hay otros tan perfectos y magistrales que es difícil ponerles alguna pega. Como relato con final sorpresa y con una crueldad tan certera como incómoda, pero de la que sólo somos conscientes en las últimas líneas, es difícil encontrar nada tan conseguido como “El viejo Esón”.
Una fantasía medieval estremecedora aparece en “La leyenda de Sir Dinar”. El horror total y absoluto tan ineludible como inexplicable alcanza cotas impresionantes en “El horror de la escalera”, “La curva del camino”, “La dama del barco”, “Una pantomima azul”, “El dragón embrujado”, o “El velero encantado”. Encontramos brillantes disquisiciones sobre la literatura en “Un espejo oscuro” y “La sombra mágica”. E, incluso, lo gracioso puede alternar con el terror en una extraña mezcla eficaz de los dos géneros –“Doble y nada”, “Mi abuelo, Hendry Watty”–.
También hay interesantes y vívidas descripciones esotéricas muy del gusto de la época sobre dobles y reencarnaciones –“La habitación de los espejos”, “El misterio de Joseph Laquedem”–. Incluso un cuento de fantasmas “buenos” –“Un par de manos”–. Y un par de rarezas inclasificables sobre el pasado más remoto de Cornualles –“Febo en Halzaphron” y “¡Aquí no, oh, Apolo!”–.
En los cuentos más logrados –“La curva del camino”, “El horror de la escalera”, “La dama del barco”, “El misterio de Joseph Laquedem”– Quiller-Couch llega a la altura de Sheridan Le Fanu, en especial a la hora de crear una atmósfera de terror inexplicable, de algo ominoso que acecha a los protagonista de los cuentos, algo desconocido, extraño y esquivo pero ineludible. El británico es especialmente hábil dejando huecos en la historia, trozos que faltan, explicaciones que no se dan y que deben de ser rellenadas por el lector para entender lo que está ocurriendo. Esto hace, en ocasiones, la lectura más árdua pero, también, más satisfactoria. Y es muy eficaz a la hora de hacer que el miedo aflore a la superficie del cuento cuando menos lo esperamos.
Por todo ello, este libro es plenamente recomendable para los amantes de la literatura fantástica inglesa clásica y del cuento de miedo decimonónico. Eso sí, sabiendo que su autor nunca nos va a deslumbrar por su originalidad pero que, a su humilde manera, puede hacernos disfrutar como nunca.
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