La lluvia amarilla, de Julio Llamazares

La lluvia amarillaEl disputado voto del señor Cayo había sido hasta el momento mi único acercamiento literario al mundo de la despoblación en España. Y si algo recuerdo de aquella novela no es tanto ese tema en concreto sino su manera de representar la fractura entre dos realidades, la rural y la urbana, casi siempre enfrentadas. Sin embargo es un tema por el cual me he sentido cada vez más interesado, sobre todo después de desarrollar la afición a fotografiar lugares abandonados. Mi buen amigo Santiago L. Moreno tiene el proyecto de visitar Ainielle, el pueblo donde Julio Llamazares había situado una de sus obras más conocidas: La lluvia amarilla. Y como la idea es acompañarle, me he zambullido en esta lectura desgarradora que va mucho más allá de ese tema.

La narración tiene la forma de un monólogo: el de Andrés, el último habitante de Ainielle, pueblo del norte de la provincia de Huesca que, como tantos otros del resto de España, padece la despoblación de mediados del siglo XX. Ese testimonio, narrado desde la emoción, el dolor y una cierta locura, sigue el febril sendero de su pensamiento. Un hilo inquieto que atraviesa sus recuerdos de manera vertiginosa para construir un panorama amargo en el cual el recuerdo de sus seres queridos, sus vecinos y diversos momentos arraigados en su memoria dan pie a una abrumadora reflexión sobre la familia, la soledad, el paso del tiempo y la muerte. Estas ideas cobran forma no solo a través de sus facetas más obvias (la muerte de su mujer Sabina, familiares, vecinos) sino también a través de aspectos como el descuido de sus quehaceres, la decadencia de su entorno, las estaciones predominantes a lo largo de sus recuerdos (el otoño y el invierno), o unas relaciones personales ásperas y, ante la hosca personalidad de Andrés, condenadas a desvanecerse o ser guillotinadas sin contemplaciones.

La emigración del campo a la ciudad y el vaciamiento de Ainielle y tantos pueblos de toda la geografía española no solo trajo (y trae) el abandono de tierras de labranza o pastoreo, el envejecimiento de la población rural, o la desaparición de usos y costumbres arraigados durante cientos de años. Supuso (y supone) un cataclismo personal macerado en la pérdida y la evidencia de que toda obra conseguida durante la vida está condenada al olvido. Una noción alimentada en los estremecedores capítulos finales, especialmente con una de las últimas acciones realizadas por Andrés antes de tumbarse a morir en su cama. Solo la tierra permanece. Tal es el sentimiento de abrumadora tristeza que me llevo de La lluvia amarilla, un llanto demoledor digno de ser degustado en todo su amargo esplendor.

Para terminar, el soliloquio de Andrés puede interpretarse como una singular historia de fantasmas. Son varios los momentos en los cuales es atormentado por presencias del pasado, capitalizadas por la aparición del espíritu de Sabina, silente compañera de su vida en soledad. Una alternativa a la lectura de La lluvia amarilla como monólogo de un demente, por cómo crea sinergias con ese fantasmagórico pasado con el que convive en la memoria y, a la vez, le rodea físicamente. De hecho, a título personal, el propio relato contado en los instantes previos a su muerte daría pie a una explicación como el llanto de un espectro en pleno acto de recordar su vida pasada. Sin duda, una obra rica y sobrecogedora destinada a hacer mella en el lector.

La lluvia amarilla (Booket, 1988)
Bolsillo. 144 pp. 5.95 €
Ficha en La web de la editorial

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