La verdad es que hacer la crítica del volumen sexto de una heptalogía no deja de ser un tanto absurdo. Me explico, para los fans de la serie –un aviso, me incluyo entre ellos–, esta crítica sobra; están –estamos– tan enganchados a la magia de Sapkowski que da lo mismo lo que nos cuenten, nos vamos a leer todo lo que nos echen caiga quien caiga. Para sus enemigos –que digo yo que los habrá aunque me cuesta creerlo–, más de lo mismo, si no se hicieron adictos en los primeros libros dudo yo que a estas alturas decidan reiniciar la lectura de esta saga.
Ahora bien, seguro que existe un grupo de lectores potenciales que todavía no se han acercado a las aventuras de Geralt de Rivia por las razones que sean. Bien, pues va por ellos, intentaré hacer un sano ejercicio de proselitismo que les decida a sumergirse en los seis libros publicados hasta hora del autor polaco porque, de verdad, merece mucho la pena. Y además, intentaré dar argumentos nuevos a los ya conocidos y mil veces comentados.
En primer lugar, recordar en pocas líneas las virtudes de Sapkowski y su obra: su carácter renovador respecto a una fantasía anquilosada desde tiempos de Tolkien. El Señor de los Anillos marcó tal hito que casi se cargó él solito todo el género de la fantasía épica. Mucho de lo que vino después –Lloyd Alexander, Alan Garner, Stephen R. Donaldson, Guy Gabriel Kay– era una clara imitación del modelo tolkinieano y ya se sabe, lo que no evoluciona tiende a pudrirse y lo podrido acaba por oler mal. Sapkowski –y George R. R. Martin, no lo olvidemos– renovaron un género agonizante de la mano del realismo digamos «sucio». Los personajes de estos autores están mejor construidos que la media y se alejan considerablemente del tópico. Geralt, en una novela servilmente tolkieniana, sería «el malo», mientras que aquí se convierte en un héroe tan carismático como atípico.
Por otro lado, los rigores de la guerra y la alta política son expuestos con una crudeza tal que recuerda más a uno de los reportajes de un Pérez Reverte que a la épica que da nombre a este subgénero del fantástico. Este elemento además es muy útil para construir una visión de la humanidad terriblemente pesimista y demoledora. El famoso aforismo de «el hombre es un lobo para el hombre» queda plenamente demostrado en las muchas aventuras y desventuras de los protagonistas de la serie. Frente al optimismo aparente de un Tolkien, Sapkowski nos presenta un pesimismo también aparente y claramente contrapuesto al de los muchos seguidores del autor de Oxford.
Pero, probablemente, lo más llamativo de toda la obra de Sapkowski haya sido el revolucionario uso del lenguaje popular, el dialecto y la jerga que consiguen dotar a sus libros de un sabor de autenticidad difícil de encontrar en otros sitios y que dan al pueblo llano, ese gran ausente dentro de la fantasía épica, el digno papel que hasta ahora se le estaba escamoteando. No hace falta decir que esta parte de la obra de Sapkowski ha conseguido llegar –y calar con fuerza– en el público hispano gracias a la inmensa labor de Faraldo, un traductor que ya habría ganado todos los premios que se otorgan en su gremio si en vez de trabajar con novelas de género lo hubiera hecho con autores mucho más «respetables».
Ahora bien, hasta ahora hay otros aspectos que se han tenido menos en cuenta a la hora de hablar de la saga de Geralt de Rivia y que en La torre de la golondrina alcanzan su máxima expresión. La labor renovadora de Sapkowski no nace de la nada ni parte de cero. Su origen inicial es, cómo no, J. R. R. Tolkien, un autor por el que el polaco siente una sincera admiración. Así pues, muchos de los elementos habituales desarrollados por el autor inglés aparecen en los libros de Sapkowski pero de una forma peculiar y retorcida. Partiendo del mismo paisaje y protagonistas, e incluso intenciones, Sapkowski decide hacer las cosas de otra manera plenamente original, como ya he dicho, más realista, cercana y habitual a un lector del siglo XXI. El ambiente es medieval pero no bucólico ni complaciente sino tan sórdido y sucio como pueden ser los bajos fondos de una ciudad cualquiera de nuestros días o los oscuros tejemanejes de la realpolitik de turno.
Pero, a pesar de todo, el fondo tolkienano esta ahí, de una forma u otra pero está. Por ejemplo, hay hobbits –llamados medianos por aquello de las leyes sobre el plagio–, enanos y elfos pero con un comportamiento totalmente diferente al habitual: elfos guerrilleros y racistas, enanos chovinistas y calculadores, medianos puteros y ladrones. En La torre de la golondrina hay también otras especies sacadas de Tolkien –y, me imagino de la mitología y el folklore eslavo– que prefiero no desvelar porque su aparición, aunque breve, es realmente impactante y, ¡cómo no!, diferente.
Y si analizamos la trama que poco a poco se va desvelando libro tras libro nos vamos dando cuenta de que hay mucho de El Señor de los Anillos: un enemigo oscuro que inicia una guerra de exterminio contra una serie de reinos libres bastante desunidos –Nilfgaard y los norteños en vez de Sauron y los reinos de humanos y elfos–, una asociación de magos dividida entre ambos bandos y con sus propios traidores –Vilgeforz en vez de Saruman–, una figura mesiánica que podría salvar al mundo gracias a la magia –no como Frodo con su anillo mágico sino Ciri que es mágica en si misma–, una compañía heterogénea y variada dispuesta a ayudar como sea a la figura mesiánica –un brujo, un bardo, una arquera, un traidor y un vampiro en vez de una comunidad de hombres, mago, elfo, enano y hobbits–, una profecía con unos versos terribles –en vez de aquello de «una anillo que los domine a todos» las visiones apocalípticas de Ithlinen–, etc, etc.
Las comparaciones podrían continuar con otros muchos ejemplos pero muestran perfectamente cómo Sapkowski ha tomado muy buenas notas de la lectura de Tolkien. Pero, como cualquiera que haya leído los libros sabe, no hay nada más diferente que la lectura de la Trilogía del Anillo y la saga de Geralt de Rivia.
Es curioso cómo Sapkowski se parece tanto en el fondo y tan poco en la forma mientras que en las imitaciones más pobres de Tolkien ocurre exactamente lo contrario. Sapkowski, a la larga, intenta hacer lo mismo que hizo su ilustre predecesor: una genealogía del mal y una muestra de cómo la dignidad y el valor pueden encontrarse en los sitios más infrecuentes y son tan necesarias como escasas a la hora de hacer frente al lado oscuro del corazón humano.
Pero claro, los años 90 no son los 50 y hace falta usar nuevas técnicas para lograr atraer a los lectores y que el mensaje –y la diversión, qué duda cabe– cale más fuerte en sus espíritus. Frente a la visión limpia, religiosa, poética y moralmente intachable de Tolkien hace falta ese realismo sucio, esa cierta ambigüedad ética, esos héroes tan dubitativos como improbables, ese lenguaje tan soez como creíble que el polaco ha creado con auténtica maestría para conseguir enganchar al público y que éste tenga la sensación de que le están contando una nueva historia por mucho que esto no sea estrictamente cierto.
Además, Sapkowski tiene muchos más recursos en el bolsillo para lograr llamar nuestra atención, guiños a la ciencia ficción, por ejemplo, o el uso de la historia como un recurso más que se usa sin rubor –por estas páginas desfilan vikingos y druidas, la Segunda Guerra Mundial y el plan de Préstamo y Arriendo de Roosvelt, entre otras perlas–.
En fin, una historia muy bien hecha y muy disfrutable, tanto La torre de la golondrina como cualquiera de los otros libros, y a la que aún le queda un último volumen, La dama del lago que, en palabras de su traductor, es la mejor novela de fantasía jamás escrita.
Así pues, los que todavía no se han lanzado a este proceloso mar, tienen todavía un año o dos antes de que salga el último y definitivo libro de la serie, para ponerse al día. Avisados quedan. Luego no valen lloros y lamentos.