No soy muy aficionado al género negro, no sé muy bien porqué. Debe ser por culpa de esa media docena de cromosomas que me sobran, que tampoco me permiten disfrutar de un western clásico a la hora de la siesta, como es obligado en un padre cuarentón o contemplar un buen melodramón de llorar sin torcer el morro. Así que llegué a Dog Soldiers a través de William Gibson. Creo recordar que en el foro de su página web alguien le preguntaba, o se quejaba, de que en sus obras más recientes (de Mundo espejo en adelante) los personajes eran hermanitas de la caridad y del buen rollo a diferencia de lo que ocurría en la trilogía del Sprawl, por ejemplo. Yo, personalmente creo que el sufrido fan no se atrevía a reprocharle al ídolo que le veía acomodado, perdido en estructuras argumentales que se repetían de un libro a otro, rematadas por finales blandos y sin contundencia. Gibson respondía amablemente con un “ej lo que hay” y que si quería leer una novela en la que los personajes se hacían cosas muy desagradables unos a otros, y que, además, habían influido mucho en la forma de construir los argumentos de las novelas del Sprawl (sobre todo en Conde cero, añado yo), que se leyese Dog Soldiers de Robert Stone. Y cómo a mí me gusta mucho leer novelas sobre gente que se hace cosas muy desagradables unos a otros, pues para allá que fui.
Publicada originalmente en 1974, Dog Soldiers narra la historia de John Converse, un periodista fracasado que se aventura en Vietnam buscando una gran historia que levante su carrera y su autoestima, y, en un ambiente de decadencia y absurdo a partes iguales, acaba arrojándose en los amorosos brazos del beneficio rápido que ofrece un clásico del enriquecimiento en un pispás; el tráfico de heroína. Con una de las justificaciones morales más bizarras de la historia, decide entregarle un alijo de heroína de varios kilos a un amigo, David Hicks, un antiguo marine, aficionado al zen y las artes marciales. Un samurai con un estricto y particular código moral, un personaje que a Frank Miller le debió gustar muchísimo, vagamente inspirado en Neal Cassady, el héroe de En el camino o Gaseosa de ácido lisérgico (parece el Jerry Cornelius de la literatura contracultural norteamericana). Hicks trabaja en la marina mercante y su misión es llevar el paquete de contrabando desde Saigón a Los Ángeles. El plan es que, una vez desembarcado en la ciudad, Hicks entregue el alijo a la esposa de Converse, Marge.
Por supuesto la cosa se complica por esas menudencias de la avaricia y la traición, el deseo convertido en necesidad que gobierna sobre todo lo demás y la narración se centra en la huida hacia ninguna parte de Hicks y Marge, perseguidos por unos corruptos agentes del FBI, unos traficantes de droga muy cafres y el propio Converse, atravesando el infierno del submundo de la droga en paisajes urbanos en descomposición. Una estructura construida sobre el retrato de unos Estados Unidos sumidos en el autodesprecio y la corrupción, una superpotencia que exhibía su cara más fea en una guerra perdida contra un país del tercer mundo y que trastabillaba al borde del abismo. Donde la contracultura y el movimiento contra la guerra parecía que iban a cambiar las cosas, pero que habían fracasado ante la máquina represora del Estado. Y con la contracultura también habían fracasado las drogas como herramienta para liberar la consciencia (como escribía Hunter Thompson al final de Miedo y asco en Las Vegas, las drogas psicotrópicas, o simplificando mucho, el LSD, la droga de los hippies, que expande la mente y ayuda al autoconocimiento acabaron cediendo ante la heroína, una droga extraordinariamente adictiva y entumecedora), el feminismo (esa Marge Converse, que vive sumida en una tranquila desesperación, abotargada por los tranquilizantes mientras curra de taquillera en un sórdido cine porno) y las comunas y los movimientos contraculturales, aplastados por la represión de finales de los sesenta (los ocho de Chicago), y que derivarán en la lucha armada (los Weathermen), el exilio interior o los espejismos liberadores de la tecnología que acabarán dando forma a Silicon Valley. Una era en la que seguir un código moral hasta llegar al sacrificio personal por unos principios será también un acto estéril. Stone no lo sabía entonces aunque quizá lo intuía; más allá del desierto esperaba la era Reagan y el triunfo de la idea de individualismo sobre el bien común.
Creo que no es necesario restregarles más subtextos por la cara. Además de todo eso, Dog Soldiers es una novela extremadamente pesimista, de un ritmo endiablado, de personajes tan débiles que sólo saben hacerse daño unos a otros, con unas gotas de sarcasmo muy negro y montones de referencias literarias algo desconcertantes. Un relato que fusiona la violencia pulp y la narración postmoderna, fragmentada y confusa, y que parece escrita a pachas por Michael Herr y Graham Greene con una caterva de secundarios brutales a lo Jim Thompson. Con el Raw Power de The Stooges atronando al fondo. Vale, ya paro.
Dog Soldiers, de Robert Stone
Picador (1998, publicada originalmente en 1974).
Mass Market Paperback 352 pp. 8,34 €
Dog Soldiers, de Robert Stone
Colección Miradas. Ed. Libros del Silencio.
Traducción de Mariano Antolín Rato e Inga Pellisa Díaz.
Prólogo de Rodrigo Fresán.
1ª Ed. Octubre 2010. 432 pp. 20,90 €