Es un gran creador de mundos, el navarro Pablo Loperena. Lo demuestra con creces en Ciudad nómada, rebaño miseria —la novela que brotó de su relato homónimo, ganador del premio Alberto Magno en 2016—, y vuelve a hacerlo en La Isla Grande en el mar eterno, recientemente publicada por Insólita, donde se zambulle en la mitología del vudú caribeño para desgranar el devenir de los miembros de una tribu en Haití. Aunque el escenario es nuevo —la historia se desarrolla en esa «Isla Grande» del título—, el marco temporal es el mismo futuro postapocalíptico que ya pudimos atisbar en su primer libro: un planeta Tierra sobreexplotado, exprimido como un limón, que el capitalismo ha devorado hasta los huesos.
Se intuye detrás de La Isla Grande en el mar eterno una labor de documentación mastodóntica, exhaustiva. Es obvio que Loperena sabe de lo que está hablando, y que está encantado de mostrárselo al lector. Consagra su pluma exuberante, casi barroca, a la construcción de la sociedad que ha concebido, y lo hace con minuciosidad y sin prisas, como si del mecanismo de un reloj se tratara, recreándose en cada rito de la congregación, mostrándonos con abundancia de detalles cómo es la vida cotidiana de los habitantes de la isla, qué clase de artefactos utilizan, cuáles son sus valores y creencias, cómo se relacionan entre ellos y cómo se articulan sus políticas con otros grupos vecinos. El worldbuilding, en resumen, es deslumbrante. Y cuánto mérito, además, esto que consigue hacer el autor: ahondar en el universo de Ciudad nómada, rebaño miseria con una novela tan radicalmente distinta de la anterior.
El problema es que un trasfondo impecable, por impresionante e imaginativo que sea, no basta por sí solo para sostener una obra literaria; ni siquiera cuando está descrito con un estilo tan florido y personal como el de Loperena. Y yo, al menos, no he conseguido conectar con la novela. Me lo puso difícil, para empezar, ese argumento que nunca termina de despegar del todo —gran decepción hacia el final de la primera parte, cuando parece que lo hará pero se limita a realizar un vuelo corto— y que con demasiada frecuencia da la sensación de caracolear en exceso, de divagar, en ocasiones hasta el punto de terminar perdiendo el foco. Pero lo que me dio la puntilla fue la ausencia de un protagonista rotundo y carismático al que poder aferrarme a lo largo de la procelosa narración. No se trata de que en La Isla Grande en el mar eterno escaseen los personajes. Hay muchos, de hecho. Muchísimos. Probablemente demasiados; cada uno con su nombre y su ocupación y sus parientes y una descripción física más o menos pintoresca. Cómo es posible que me sintiera huérfana de personajes entre semejante abundancia. Pero si de verdad estaba ahí, en algún lugar entre la muchedumbre, esa ancla que yo necesitaba, ese alguien en el que reconocerme, o con el que empatizar, o al que odiar, o incluso que simplemente me acompañara a lo largo del camino, fui incapaz de encontrarlo. Quizá simplemente quedó eclipsado, diluido en medio de la multitud. Es difícil abarcar tanto.
Desde el punto de vista formal, a La Isla Grande en el mar eterno no se le puede poner ni una pega. El estilo de Loperena gustará más o menos —su voz es muy reconocible y original y, por tanto, no adaptada a todos los paladares—, pero su escritura es profundamente evocadora e inmersiva. Basta leer las primeras líneas para sentirse transportado a ese Haití sumido en la superstición por el que pululan sirvientes-zombi, galipotes (animales, a los que visten como a personas, en los que se han encarnado ancestros familiares) y humanos «cabalgados» por loas, espíritus que los imbuyen de sabiduría sobrenatural. El arranque es muy potente: los miembros del culto Fah se disponen a realizar uno de sus ritos más importantes —la elección de una nueva líder, que será cabalgada por la loa Erzuli— cuando, en el momento culminante de la ceremonia, una estrella, o lo que ellos creen que es una estrella, cae del cielo.
La novela se divide en dos partes (más una tercera, muy corta, que funciona a modo de coda), una estructura similar a la ya utilizada en Ciudad nómada, rebaño miseria. La primera sigue un orden cronológico y cuenta (sin entrar en detalles para no destripar la trama) lo que ocurre después de que la nueva jefa de los Fah decida organizar una partida para investigar el astro caído. La narración es densa, en ocasiones incluso apabullante —muchos personajes, un mogollón de términos con los que familiarizarse de golpe—, pero mantiene viva la curiosidad del lector y está salpicada de buenos momentos que levantan la historia. Mi Waterloo lector sobrevino en la segunda mitad del libro, que comienza varias décadas después de los sucesos previamente narrados. No me atrapa la nueva misión en la que se embarcan los Fah, y no contribuye a aligerar la lectura que cada faceta de la ritualizada vida de los personajes se siga describiendo con pelos y señales. Pero, sobre todo, me desagradan los saltos temporales («Hace tiempo», «Hace mucho tiempo», «Hace mucho más tiempo», «Hace unos días»…) en los que está estructurada. Un recurso que me resultó artificioso, una manera de complicar innecesariamente una trama sencilla.
Requiere mucho de los lectores, La Isla Grande en el mar eterno, y no creo que a todos les compense lo que ofrece a cambio. También Ciudad nómada, rebaño miseria era un libro exigente, con su narración prolija y un tanto abrumadora. Pero había en ella contrapesos que no encuentro aquí: un timón que mantenía el rumbo con mano firme, la afilada crítica social que lo impregnaba todo, personajes con la pegada de Diantre o Salvaje, un ritmo in crescendo, una resolución satisfactoria. La Isla Grande en el mar eterno comparte con su predecesora algunos de sus logros: es ambiciosa y sofisticada, con una escritura muy sugestiva y rica. Es interesante como experimento narrativo, como ejercicio de estilo para explorar de manera verosímil cómo se podría desarrollar una sociedad completamente aislada regida bajo los auspicios del vudú. Sin embargo, en una novela busco algo más; algo que aquí no he encontrado. Me quedo, no obstante, con la originalidad de la escritura de Loperena; su extraordinaria capacidad para concebir otras realidades, su habilidad para transportarnos a ellas.
La Isla Grande en el mar eterno, de Pablo Loperena
Insólita Editorial, 2024.
Rústica con solapas. 412 pp. 20€
Ficha en la web de la editorial