La broma infinita, de David Foster Wallace

Infinite JestA veces hay que trocear un poco las cosas para entenderlas mejor. Si cogiésemos la literatura estadounidense y, por el bien de la comodidad y la cronología, la dispusiéramos como un fresco, la primera figura, mirando de izquierda a derecha, podría ser –o podría no ser– la de Poe con su bigote y un cuervo en el hombro, y podríamos seguir así, saltando de nombre en nombre, incluyendo tantas luminarias como quisiéramos, hasta llegar al último en ganarse un lugar en el fresco –al menos de momento– y que no sería otro que el de David Foster Wallace con su pañuelo en la cabeza. Sí, cierto, sólo por sus cuentos y ensayos ya podría tener un lugar destacado en ese fresco; pero si a todas esas palabras, a esas ideas y a ese humor, le añadimos la incomparable, realmente incomparable La broma infinita, entenderíamos por qué no sólo figuraría sino que, como la aparición en el muro, sobresaldrían enteras la presencia y el contorno de David Foster Wallace con su bandana y sus gafitas redondas.

Porque a ver, yo me pregunto: ¿de dónde viene este libro? ¿Qué es este libro, hoy y hace treinta años? ¿Algo se le parece, o se le acerca? Esta extravagancia de escritura e ideas, ¿qué es? Es algo más que un libro largo; libros largos hay muchos y no tienen el impacto ni provocan el asombro ni el desconcierto que sigue provocando, tanto tiempo después, la novela de Foster Wallace. Y libros largos con películas dentro, con piruetas metanarrativas y con una voluntad formal, más o menos vanguardista, también hay un puñado –como La casa de hojas, por citar una que ha sido comentada más de una vez en esta página– pero nada como La broma infinita. Hay un juego con el tiempo (sobre el que luego volveré), una manipulación de las expectativas, por así decir, que te desconcierta porque no sabes por qué pasa lo que pasa pero la fuerza (que me gustaría llamar) subléxica –o, lo que es lo mismo, esa desconocida fuerza que corre como magma por debajo del texto– hace que sigas leyendo, encantado por el ritmo, por el imaginario y por las ideas que se desprenden de la prosa, y en esto se ve cómo confía Wallace en la memoria del lector, en su inagotable capacidad para la sorpresa, algo que no se ve en otras novelas de envergadura parecida.

En La broma infinita hay una academia de tenis y ahí vemos a los adolescentes en la confusión de la competitividad y la preadolescencia; hay un centro de desintoxicación (que más que sobre la droga, como podrían serlo Yonki de Burroughs, la obra entera de Easton Ellis o el ciclo de Heroína y otros poemas de Leopoldo María Panero, La broma infinita es, como El jugador de Dostoyevski, sobre la adicción en sí), en el que se ve tanto lo que te hace la adicción como los métodos supuestamente enderezadores que emplean las instituciones que te acogen. Aparecen y desaparecen esos radios de acción en la novela, además de tantas microhistorias añadidas, sobre lo que luego me extenderé, hasta que más o menos empiezas a entender el contexto general de la historia, de esta historia que gira sobre sí misma hendiendo el espacio hasta llegar a lo que está oculto como si el impulso narrativo fuese el de esos vehículos taladro que veíamos en Las tortugas ninja. Y vemos también la destrucción de la familia, de la manera de relacionarse en este capitalismo contrahumano y cómo esto lleva a esa sensación de abandono.

La broma infinitaLa familia Incandenza no sé si es o no es el núcleo de la novela pero sí que es el punto del que parte todo. Los hermanos Hal, Mario y Orin, hijos de James y Avril, son lo que, siendo generosos, podríamos llamar ‘familia’. Nadie está bien ahí. El padre (que murió), es el fundador de la academia de tenis y director experimental de la película La broma infinita; Avril, la madre, es un horror de mucho cuidado y los hermanos todos tienen lo suyo. Nos va llevando el narrador –o los narradores– de una historia a otra como para que veamos en retazos lo que está roto y nunca estuvo unido, para que veamos que el contexto en el que se crían los hermanos Incandenza ya encaminaba las cosas hacia la soledad y la incomprensión. Por otro lado, en el centro de rehabilitación está Don Gately, ser inmenso –casi como un pequeño dinosaurio– que tiene un trasfondo de horror que no sé si siempre se menciona como baza de la novela, todo el horror que contiene, digo, pero lo tiene, y se puede escoger el trasfondo familiar de Gately como imagen a escala de ese horror. Esto es entre otras cosas la novela.

De lo anterior se puede deducir uno de los núcleos del libro, uno que de hecho el propio Wallace mencionó en más de una entrevista. Que quería escribir algo triste (quizá, aunque no lo diga, como reflejo de su propio estado). Dándole alguna vuelta a este párrafo para ver si se me ocurría algún ejemplo de ‘novela triste’, trágica hasta decir basta, he visto que, al menos por ahora, no caigo en ejemplos tremendos: La metamorfosis y Peter Pan (de J. M. Barrie), me lo parecieron mucho, en su día, pero no sé si ahora sería lo mismo. Lo que sí tuve al leer La broma infinita es la sensación de que la tristeza es a la novela lo que el horror a 2666: algo que permea todo el espacio del texto, que lo nutre y tiñe, que le insufla el reverbero de sus quebrantos y casi diría que hasta lo vertebra, por qué no, pero sin llegar a corporeizarse en algo demasiado llamativo. Hay evidentes manifestaciones aquí y ahí de la tristeza, claro, como del mal en la novela de Bolaño, pero lo que se queda en ti, al fondo, lo que perdura, más que la representación de la tristeza, que la imagen concreta de lo trágico, es esa bruma imprecisa que todo lo impregna. Alguna descripción del tiempo que hace, del color ceniciento de la luz, de los cielos sin sol, te dejan una sensación de melancolía casi física más golpeadora que algunos episodios más convencional y conspicuamente trágicos. Es algo pastoso y pegajoso. Algo general que no sabes definir más allá de la evidencia de los hechos. Pero queda.

Porque el no tener ni idea de lo que hacer con su tiempo libre es un vacío que los personajes sólo saben llenar con entretenimientos frenéticos y con las sustancias de su necesidad. Todos los personajes. De hecho, más que tristeza, que también, lo que más golpea aquí es la sensación de soledad y la incapacidad de lidiar con ella. Hal se droga solo, a escondidas.

Y todo esto va sumando por acumulación, por los episodios en sí y por esas sucintas menciones a un tiempo lúgubre y plomizo. Piezas que se van sumando hasta crear una imagen y aunque la metáfora del puzzle me canse un poco, en este caso es útil. Empiezas a leer y al cabo del rato, de las, no sé, quince o veinte o treinta primeras páginas, ves que estás ante algo: unas formas amontonadas. Sigues y otro tramo de páginas después ves que eran piezas de puzzle desperdigadas. Sigues y vas viendo que hay una ilación entre ellas, que tiene que haberla. A veces se menciona algo o a alguien y no tienes ni idea y trescientas páginas después ves que, ahhhh, vale, era eso. Tanto después reaparece la mención contextualizada y tiene sentido. Así las cosas en la vida, en el fondo, ¿o no? Y aunque esto sea así y a veces te pueda frustrar estar ahí colgado ante el abismo del no tener ni idea de lo que está pasando, para entender sólo hay que seguir leyendo. El libro no es tan difícil como todo el mundo dice. Es exigente y no siempre recuerdas todos los detalles, no siempre sabes quién habla, pero todo va cogiendo forma a medida que avanzas, y, aunque no entiendas, lo que activan esas páginas en ti es una serie de conexiones cerebrales que son puro espectáculo, pura inteligencia (la de Wallace), y lo que sí entiendes es esa soledad y ese desespero en que todos se mueven. Lo que sí entiendes es el trasfondo de cada personaje, a cual peor. Y luego vuelvo a esto pero la tensión de las frases, el humor y el imaginario hacen el resto. Lo del título, por poner un ejemplo de algo que se entiende mejor con el correr de las páginas: ‘La broma infinita’ es el título de una película (dentro de la novela) que es tan entretenida que la gente la ve en bucle hasta que muere por negligir sus necesidades vitales y fisiológicas más primitivas. Y hasta en la contracubierta aparece mencionado el caso, pero llevas más de medio libro leído –más de medio libro, insisto, o sea que más de 500 páginas– y hay tan poca mención al tema que no dirías que es un aspecto clave de lo que te espera.

David Foster WallaceA Wallace no le preocupa. Ya llegará el momento de la mención. De que ates cabos. Esto crea una estructura que aunque para Wallace fuese fractal, como un triángulo de triángulos, yo la veo como algo menos definido, sin vértices y medio flotante, una estructura expansiva, fluctuante, que me recuerda a los lentos efluvios de las lámparas de lava. Algo así. Y no me estoy haciendo el interesante: es que realmente cuando pienso en la estructura de la novela pienso en esos ascensos y descensos de la lámpara, veo que se ajustan bien a los movimientos internos de la novela. Ahora te describe un tramo largo de la vida de los adolescentes en la academia de tenis, habla de cosas que no sabes, que serían como ese fragmento de lava que queda desgajado del cuerpo central, suspendido en la parte de arriba, y lo deja ahí el narrador para cortar y seguir luego con otra cosa, igual que hace ese mismo cuerpo central que de repente se detiene y baja, lento, a coger otras formas impremeditadas, y muchas páginas después retoma el narrador la vida en la academia que se había quedado flotando por encima y por fin te explica lo que había omitido, o, por seguir con la imagen de la lámpara, la esfera desgajada se reabsorbe y vuelve a formar parte de la masa principal de la que había surgido. Así las cosas en la vida, en el fondo, ¿o no? Aunque no entiendas, sigue. No entender te hará entender.

Una de las influencias de David Foster Wallace es, claro, la narrativa posmoderna norteamericana. Lo que pasa con La broma infinita, de todos modos, no es que sea un ejemplo destacado de esa estética ni lo que podríamos llamar la consecuencia lógica ni una manifestación exacerbada ni que sea LA Novela Posmoderna Puesta de Anfetaminas (no se me dan bien los titulares pero se entiende el jueguito y la pose, como el uso de esas mayúsculas, algo que me parece que viene de una influencia no muy bien digerida del propio Wallace y cuyos rastros se podían ver muy claramente en la prensa cultural de hace década y media); la novela no es eso porque todas estas cosas tienen sentido como descripción sumaria pero no suficiente para entender parte de lo que realmente es la novela de Wallace. Es como si hubiese entendido bien el corazón del pensamiento, de la estética posmoderna de su país, y la hubiera liberado de cualquier posible atadura para que la viéramos en su más libre y desacomplejada totalidad, desasida de todo. Y en ese sentido yo sé que me hago pesado –muy pesado– con Ferlosio y lo ferlosiano, pero es que realmente es una de las mentes más brillantes que haya escrito en castellano, y su manera de expresarse, esa hipotaxis sobre la que tan bien escribió, es pura emoción y deleite para los que leemos y casa bien con las maneras e ideas de Foster Wallace. Y si le menciono aquí y ahora no es porque de repente me haya apetecido hacerlo –así porque sí– lo que también tendría su gracia; es porque en Wallace vemos esa misma tendencia a la escritura desbordada y unos temas parecidos en el centro de su obra, como veremos más tarde.

ExtinciónEl dominio del lenguaje, en su caso, en el caso de estos dos, no es el de alguien que ‘escribe bien’ o el de alguien que domina la frase larga o la metáfora. No. Tampoco es la escritura de alguien que tiene sentido del humor y que sabe mantenerlo por escrito, que no es lo mismo que ser el graciosete del grupo o ser el que, de vez en cuando, suelta algo para hacer reír a los demás. El dominio que tienen es el de alguien cruzado por el lenguaje como por un rayo, y que todo lo que le rodea, toda vivencia, de hecho, le impregna y se le adhiere en forma de lenguaje, y así exuda una realidad que es sólo verbal, construcción verbal férrea y creativa y crítica. Y su prosa se extiende hacia todo como las formas del agua en una superficie lisa. La hipotaxis es una manera de abarcarlo todo –los matices pero también las inflexiones humorísticas, el contexto– y nunca pierden, ni uno ni otro, el control de lo que quieren decir. Y la frase larga de Wallace es huracanada. Pero cuando quiere ser tajante, conciso, sabe serlo. Pienso en el escalofriante inicio del cuento “El neón de siempre”, de Extinción. O en esa brevedad maestra que es el cuento “The Devil is a Busy Man”, en Brief Interviews With Hideous Men, y que no se comenta tanto como otros cuentos de ese libro. Encontró en la escritura la manera de ser expansivo y recogido, de llegar y de atraer, de ser centrífugo y centrípeto.

Y la nota al pie de página, de la que tanto se ha hablado (sin que yo sepa entender dónde está el misterio ni la complejidad), son más maneras de añadir meandros, divisiones y subdivisiones en el discurso principal de la frase mayor. Es como si hubiera una segunda voz que le permitiera matizarse o explayarse, como la cláusula subordinada en la frase principal, y eso le ayudase a encauzar su pensamiento. En ocasiones he oído o leído, no sé dónde, que el ir al final del libro a por las notas era un reflejo del vaivén del tenis. Menuda tontería. Son, esas notas, interrupciones en la lectura, como todo y tantísimo en nuestro día a día es interrupción de la lectura. (Yo mismo empecé a leer la novela en la segunda y última semana de vacaciones, e iba a buen ritmo hasta que me incorporé de nuevo al trabajo –esa incompatibilidad con la vida humana– y se rebajó ese ritmo a un 10% de lo que leía). Pero ¿tanto nos descoloca la nota final? ¿Tan raro lo vemos que lo destacamos como la primera y más llamativa de las rarezas de La broma? Y lo de las notas finales, por cierto, ya estaba, y con la misma prolijidad e intención aunque en el ámbito del ensayo, en Ferlosio, en sus comentarios a la Memoria e informe de Victor de Aveyron, de Jean Itard. Y no sólo hay similitudes, amistosas e inesperadas, entre Wallace y Ferlosio en el sentido de la prosa desaforada, como decía antes; también en sus temas, en sus obsesiones. Los tramos sobre la televisión y la publicidad en La broma infinita recuerdan a los tramos sobre la televisión y la publicidad en Non olet, y su mirada crítica y cáustica me recordó también a eso, lo que de hecho me hizo ir de las páginas de un libro a las del otro como si –esta es fácil– Ferlosio y Wallace peloteasen despreocupados en la pista de tenis del lenguaje y las ideas.

Y Wallace además crea su propia jerga en la novela, una que va concomitando con otras mutaciones lingüísticas propias, inventadas pero reales en el espacio del texto. Y las derivaciones que hace de las palabras (creando adverbios como útiles neologismos), o el uso de las mayúsculas a principio de palabra para darle una cualidad sentenciosa a lo que se dice, sustantivando algún fenómeno (algo que causó cierto impacto en los narradores españoles que nacieron en los setenta, diría. No a todos pero sí a muchos). Y todo esto, todo, es personalidad. Una que es y no se deja intimidar por lo que le dice que no sea, gesto que le hace hacer lo que le da la gana, signo yo diría del genio inquebrantable. Y vamos asistiendo de esta manera a cantidad de hallazgos, de frases para el recuerdo, como: “Sometimes words that seem to express really invoke”, por citar una particularmente memorable. Creo que esta frase tendría que convertirse en una de esas citas célebres que todo el mundo conoce pero que de tan conocidas ya ni se recuerda el autor. Y cuando quiere ser tierno, delicado en sus detalles descriptivos de la naturaleza, lo es tanto como el que más, y no escasean las atentas descripciones de la nieve cayendo, de la paulatina cobertura que crean esos primeros fríos en las calles.

¿Y como creador de personajes? Lo pienso y al instante se me ocurre que el personaje mejor creado de Wallace –al menos como ensayista– es él mismo. Que sabe que gusta y que es un seductor. Que sabe que tiene carisma y se recrea en ello. Y su mirada particular es única, ininfluenciable, y sabe que esto impresiona y lo despliega con gracia y humor entre sus brillantes disquisiciones sobre lo que sea que le ocupe. Él sabe que su mirada descifra o desoculta lo que los demás en general no sabemos ver. Sabe que su mirada nos sorprenderá y eso explica que toda su personalidad impregne las páginas de sus textos. Si de hecho pudiésemos exprimirlas, caería a chorro su personalidad como agua de una esponja. Pero en el terreno de la ficción, los hermanos Incandenza, tan distintos entre sí, pero también ese personaje colectivo, esa colmena-personaje que son los adictos en recuperación, o los estudiantes de la academia de tenis –donde, como dice Chomsky refiriéndose a los privilegiados de Harvard, aprenden lo que significa ser ‘alumno de’– son, todos ellos, un logro absoluto en la creación de personajes. Cada uno con su particularidad y con su relación con el grupo. Con las particularidades de su personalidad bien definida. Todos inmersos en un submundo que les obliga a tomar decisiones desgarradoras, o como Hal, que esconde su adicción canábica y todo está tan bien tejido, tan bien contextualizado y estructurado, que entendemos que lo oculte pero nos llama más la atención el hecho de tener que ocultarlo que el hecho en sí de ocultarlo.

Raquel WelchHay un momento (que en mi edición está en la página 372), cargado de sentidos, de intenciones, de implicaciones humanas que incomodan por la lógica, cruel y espantosa, que esconden. Me refiero al caso de la hija (biológica) paralizada cuyo padre le pone, todas las noches, una máscara de Raquel Welch. Es una escena que además está narrada por alguien –no sé quién, la verdad– que la pone en boca de la hermana adoptiva que entra, porque ya no puede más, en el programa de rehabilitación, y no se ahorra los epítetos despectivos como ‘vegetal’ o ‘invertebrada’, o incluso ‘Eso’, para referirse a quien no se puede mover de la cama. O sea que no es sólo lo retorcido de lo que ocurre y de las consecuencias y decisiones que esos hechos repetidos obligan a tomar a la habladora; es también la manera bronca y sucia en que lo explica, que añade más complejidad aún a lo narrado. A la situación de estar ahí entendiendo su lógica tan jodida de aceptar y que sólo he mencionado pero seguro que quien la haya leído lo recuerda. Consigue mezclar humor y tragedia en una misma escena, en una de sus largas frases –las veo, sus frases, un poco como si fuesen antiguos exploradores– la esencia misma, el puro ser del humor y la tragedia. No las contrapone. Es que tal como escribe y describe la escena, tampoco es que las simultanee. Es que consigue que la escena sea, con la misma rotundidad, una cosa y su contraria.

A la humanidad hay que mirarla de frente para entender todas sus contradicciones y complejidades, y así lo hizo Wallace.

O el dulce Mario Incandenza, inocente y cándido. En el libro no habrá más de veinte o veinticinco páginas de conversaciones entre él y su hermano Hal, pero cada vez que aparecen son como las de Quijote y Sancho. La distancia que hay entre ellos pero a la vez la complicidad que tienen, abarcan, como imagen, gran parte de la naturaleza humana, de sus múltiples planos de personalidad. La inocencia al lado de la madurez de alguien que se sabe privilegiado pero que no está bien e intenta compartirlo con su hermano –que tiene sus dificultades para entender lo más sencillo– y el hermano, con sus limitaciones cognoscitivas, intenta entender lo que le explican, y, entienda o no, sabe que su hermano, a quien admira, a quien quiere, está sufriendo, y sus escasos recursos sólo le permiten decirle eso mismo, lo mucho que le quiere. Y Hal, que le respeta, que le quiere, le hace su confidente, y en sus conversaciones vemos tantas cosas que nos definen como especie: las diferencias pero también la voluntad de comunicarse, de acercarse un poquito más al otro, la paciencia mutua y esos enfados que surgen a veces entre gente que se entiende y se quiere de verdad, y la necesidad de abrirse con alguien, de descargar el peso de tus pensamientos. Y a veces es hilarante la manera en que se hablan; siempre es revelador de sus personalidades y de la relación que tienen. Eso es lo que me recuerda a la maestría de Cervantes: que la conversación revela tanto a quien habla (Mario, Hal, Quijote, Sancho), como al tipo de relación que les une, cómo cada uno de ellos ve al otro y, por extensión, a esa parcela de la naturaleza humana en que se dan estas cosas. Me impaciento cada vez que acaba una de estas conversaciones en el libro.

Dhalgren1Si la pensamos en relación a nuestro género, lo que Infinte Jest tiene de ciencia ficción no es mucho y lo que tiene es superficial y menor. Menor en el sentido de secundario y poco relevante en el océano de estas páginas. Nada más. La novela transcurre en un por entonces futuro cercano, en el que algunos estados de Estados Unidos se han reagrupado, junto con México y Canadá, bajo la Organización de Naciones Norteamericanas (ONAN, por sus siglas (nada inocentes, como se ve), en inglés). Y están también The Concavity y The Convexity (no he leído la traducción y no me aventuro a encontrar las equivalencias aquí, ahora), que es el territorio contaminado del noreste de ONAN, y hay una célula terrorista, un impulso por desgajarse de esa masa autoritaria en la novela, encabezada por un grupo de usuarios de sillas de ruedas llamados, en francés, ‘Les Assassins des Fauteuils Rollents’, o Los asesinos de las sillas de ruedas. Y la cosa es que, como tantos otros aspectos del libro –muy evidentemente de lo mejor que se ha escrito en el último medio siglo en cualquier idioma del universo– esto viene explicado mucho, mucho después de que se empiece a mencionar en el transcurrir de la historia. Casi llevas medio libro leído y lo único que sabes es lo que he dicho, además de algunos actos, algunas ocurrencias terroristas como plantar un largo espejo perpendicular a una carretera para provocar accidentes (se entiende que mortales). Pero la novela funcionaría igual sin esos elementos de ciencia ficción, y mucho me temo además que nuestra novela larga, compleja, digresiva y retadora ya tiene nombre propio y es Dhalgren.

Lo que ocurre en el espacio de ese novum de La broma infinita, en la maraña de ese novum, de esa distopía en la que los años se identifican por las grandes corporaciones que le dan nombre en lugar de por fechas con números arábigos se podría dar igual, al menos a la altura de medio libro, sin esa deformación. Pero lo que le permite la deformación del novum es trasladar su historia en lo que para entonces era el futuro y que por tanto su mirada se extienda hacia adelante y lo tiña toda de desesperanza. El mundo corporativo (que es puro imperialismo) queda retratado con la descripción que hace de la estatua de la libertad con un producto –ah, la palabra ‘producto’– en la mano en lugar de la conocida antorcha iluminada de las postales que enviamos a menudo (y de la realidad). Eso sí me parece más sugestivo. La ciencia ficción no es constitutiva, definitoria, del texto. Mejor dicho: lo es, pero tarda en serlo. Las primeras menciones al novum pueden parecer arbitrarias, pero no: es la manipulación de las expectativas de la que hablaba hace un rato. Lo apunta primero como si nada y luego se detiene a dar contexto, a dar explicación del origen hasta que acaba siendo un manto que lo envuelve todo, ahondando en sus implicaciones. El novum es lo que le permite adentrarse en esos modos de producción y consumo capitalista que definen nuestro tiempo, de sus peligros y de lo que provoca en el público, en la gente: soledad, alienación, anestesia mental y emocional. Nos permite ver hasta qué punto es irresoluble esa especie de abandono en el que estamos, y lo que podría ser una momentánea vía de escape a la vida de competición y desgaste, que es el entretenimiento, no lo es.

Que no es fácil hablar de este libro lo prueban muchas cosas. Y aunque lo entienda y entienda que se la pueda clasificar como tal, siempre me ha parecido absurdo el concepto mismo de la Gran Novela Americana. ¿Qué es esta tontería? Este patriotismo. No sé. Todas las literaturas tendrán sus ‘grandes novelas’, ¿o no?, pero sólo a esa se le reserva la legitimación de la identidad nacional. Y sí, claro, si la novela recoge y trata de entender, de explicar, algunos rasgos de la cultura que la gesta y da contorno, de la lengua en que está escrita y de la gente que vive en un mismo tiempo y lugar, entiendo que se la pueda adjudicar esa representación de las esencias que connota el membrete. Pero ¿qué, realmente? ¿Es eso? No me convence mucho. ¿Es el Quijote la gran novela española, en ese sentido? ¿Es Moby Dick la gran novela americana? ¿A esas arbitrarias naderías de la nacionalidad y el idioma vamos a reducir el impacto y la importancia de esos libros atemporales y humanos?

Retrato del artista adolescenteLo que sí destaca es el par –o bastante más que ‘el par’, lo uso aquí como expresión general– de ocasiones en que he visto fulgurar, entre las páginas de La broma infinita, la intensidad, el apasionamiento, la urgencia, el desgarro, el poderío torrencial, desasido, de la rabia por huir y la furia verbal y el pensamiento liberado que exhibe Joyce en algunos de los tramos más fragorosos del Retrato del artista adolescente. Las set pieces, las secuencias narrativas como la descripción y narración del juego del Eschaton, seguido de la descripción de cómo funcionan las reuniones de alcohólicos anónimos, son, en su despliegue huracanado de texto candente, lo que más se acerca, que yo recuerde ahora, a las descripciones tan temibles que hizo Joyce de la eternidad y del infierno en su novela sobre la sana apostasía de nuestro tiempo. Además, Wallace, al inventarse un juego que es básicamente metáfora (como todos, yo diría, o casi todos), está suplantando con ello la realidad. En la pista de tenis ya no hay red o divisiones pintadas con líneas rectas en el suelo sino fronteras y países que hay que atacar e invadir. Eso, que es lo que ven los críos jugando a una especie de Risk en vivo y en la pista de tenis, con pelotas de tenis peladas y reblandecidas haciendo de artillería, de repente suplanta la realidad para los personajes y también para nosotros: es una segunda capa de ficción superpuesta a la de la academia de tenis. Tan reales son las ficciones dentro de las ficciones.

El relato de los adictos –me refiero al suyo, al de lo que les lleva a la Sustancia, y, mucho después, a rehabilitación– y las dinámicas de estos centros, parecidos a sectas en su uso prefabricado y ritual del lenguaje, y el hecho de que haya tantos adictos llegando como riadas, es una inmersión en esa realidad, algo de hecho con lo que podemos identificarnos más de lo imaginado en nuestra condición de adictos a los medios, a las redes. No es inocente el Estado al fomentar o facilitar estas situaciones. Todos están como títeres colgando de la mano de la adicción. Es como si la adicción fuera el sustrato urbano que define a la gente, como si los personajes vieran la sustancia, la o las que sean de su predilección, como la única salida. Hay una inevitabilidad del consumo, en ese mundo de David Foster Wallace. Como si estuviera implícito en el tipo de vida competitiva que tienen los adolescentes. Pero también en el aburrimiento y el eterno no saber qué hacer con mi vida. Algunos tramos, en sí mismos salvajes, lo son todavía más por todo lo que implican. Ya no es sólo la esperable tragedia de lo que te lleva a ese submundo. Es que todo es trágico pero cómico y Wallace consigue mantener esa tensión, esa pugna fundida en una sola cosa y logra que las dos pasiones se den con la misma intensidad en un mismo tramo.

Algunos tramos de esta cosa trágica son comparables al horror urbano de la violencia y la sordidez que se ven en esa obra maestra que es Última salida a Brooklyn, de Hubert Selby, Jr, y tienen la misma cadencia de la oralidad tal como suena ‘Out There’. Todo se da a la vez: la sordidez de la adicción y cómo crujen todos los filamentos de tu ser cuando te quedas solo con el horror absoluto de tus nervios necesitados de sustancia. Da igual cuál. Ahí Wallace se luce con el genio de quien describe con corazón pero también con la distancia que le permiten una ironía y un humor afiladísimos, arriesgados, algo que en otros autores sería sólo la descripción de las mentes desplomadas, búsqueda de la imagen icónica de la tragedia social. La descripción, más fácil, del horror. Wallace a ese horror le entreteje como digo ironía y humor hasta hacer de ellos algo más complejo. Todos tenemos que leerlo y afrontarlo, averiguar qué pensamos de ello. Saber ver el punto de ridículo además de desesperado que también hay en esos centros de vida salvaje, en todas esas dinámicas, y, sobre todo, saber qué pensamos de exponer eso con la contundencia de la imagen del abismo y la mordacidad de la ironía. Afila los tramos de una realidad que es en sí misma una fría, brillante katana.

La broma infinita es una novela centrípeta, lo que la hace más condensada aún. Todo gira en torno a dos escenarios y a la soledad de los personajes (lo mismo pasa en ese lienzo maestro que es Futurama), a sus adicciones, que tanto aíslan, y la subtrama de la célula terrorista y la reconfiguración del mapa norteamericano no deja de ser tanto un reflejo más de esa soledad como un síntoma global de ese control supraestatal que define, que condiciona y limita, las vidas de la gente. Y ahí reincide una y otra vez en esos espacios para que veamos todo lo que ocultan, ahondando con la imagen de ese vehículo taladro que decía antes. La pugna por llegar a ser aceptado por la burocracia de los estudios así llamados superiores (que de ‘superiores’ no tienen nada), la caída en las adicciones, la familia desasida de un núcleo cálido que la vertebre, todo esto está ahí subordinado al mal mayor que lo tiñe todo como una humedad. Todos se sienten solos en La broma infinita.

2666Por oponerle un conocido libro ya citado, en 2666 cruzamos muchos países (cito esta novela porque la releí hace poco y la tengo fresca en el recuerdo), y aquí en cambio está todo reconcentrado en el fondo de las emociones de los personajes: no ocurre mucho fuera de sus cabezas. Quizá pueda ser, o muy probablemente sea, porque Bolaño vivió en tres países y viajó, un poco a la desesperada, por lo que así a vuelapluma podríamos decir medio mundo, y Foster Wallace, en cambio, salió poco de Estados Unidos. También es la novela de un gran ensayista, como sabemos, por si fuera poco, por Hablemos de langostas o Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer; y es la novela de alguien que no teme adentrarse en el mimbreral de unas teorías que pudieran ser o no; que no teme discurrir sobre lo que sea. De hecho: él tira millas y tú como lector ya llegarás. Tanto confía en la capacidad de quien lee.

La mirada acrítica ante el entretenimiento. Para que nos alivie del miedo de estar solos y sin nada que hacer, nuestra mirada tiene que ser acrítica. El paralelo entre la adicción a las drogas y la adicción al entretenimiento es enriquecedor si lo vemos menos como simple paralelismo que como síntoma de una población sola, desesperada, que ya no sabe cómo vivir y se entrega al vacío de esas soluciones. Que es el mundo que define Wallace. En una de las sesiones de rehabilitación, en las terapias grupales en las que la gente se presenta, describe Wallace el vacío que deja la abstinencia, y cómo alguien en ese estado es una cáscara, una cosa hueca, y el peligro entonces es llenarlo –dejar que, acrítico, te llenen– con los tópicos de la autoayuda que imperan en estos centros, con esa especie de devoción hacia los mandamientos que te llevarán hacia los beneficios de una nueva vida, que se parecen sospechosamente a las doctrinas religiosas y a las doctrinas, también, de empresa, que te dicen qué pasos tienes que seguir para iniciar tu viaje compensatorio hacia los cargos intermedios y el éxito. Todo son estructuras de poder que, sectarias, llenan el vacío que hay en ti para resignificarte y poseerte como un objetito más en su colección de logros autoafirmadores y legitimadores. Hasta en organizaciones bienintencionadas y necesarias como las terapias grupales se dan esas dinámicas de poder.

Como se puede ver, también es una novela de microrrelatos, de momentáneas incursiones en la relación entre conocidos, en las manías de alguien que está en rehabilitación y le da por matar gatos para combatir las urgencias de su adicción, en puntuales pero muy violentas batallas campales. El marco general de ese territorio reconfigurado, tóxico (en el sentido de contaminado) y definitivamente extraño, tiene su correlato en los episodios que describe, que son todos una maravilla. Todos. Acabo de leer la página en que describe el estado de las antiguas mascotas montaraces, que deambulan por la periferia de la Gran Concavidad, asilvestrados y perdidos, y de repente te lleva a un imaginario nuevo, que recuerda en su descripción, o eso quiero creer, al de cierto cuento de James Tiptree. Cómo irrumpe, cómo hace que irrumpa, lo postapocalíptico y feral en un instante, para, poco después, en una de las (388) notas finales, desplegar otro tramo, este de implicaciones mucho más personales –porque La broma infinita también es una saga familiar– donde describe el episodio en el que Hal se come, a los cuatro años, una cosa horrible, un repugnante cúmulo de moho, que acaba revelando, como una radiografía, las particularidades de esa familia.

Qué momentos, qué delicadezas sembró Wallace en su novela para que podamos volver a reencontrarnos con lo que nos haya sorprendido. O el secundario (¿hay alguien que no sea secundario en esta vida?) Bruce Green, sobre el que en un momento dado sabemos que le dan sutiles espasmos en la cara cada vez que alguien habla de una ‘madre’, de la madre que sea, y cuando –siguiendo el modus operandi del narrador, descrito ya con la imagen de la lámpara de lava– muchas páginas después, asistimos a un inmenso trasfondo para que entendamos el motivo de esos espasmos, eso es en sí mismo un episodio memorable, un añadido más de ese mundo en el que la gente está sola y vive como impelida a consumir. Estamos tan mal que nos entregamos al vicio y la corrupción porque mira, sabes qué, de perdidos al río. Son espacios de lectura a los que puedes volver.

La broma infinitaY de repente vuelve la primera persona del inicio, de las primeras páginas. Ese Hal que al principio de la novela (en un año cronológicamente posterior a lo que vendrá después), sentado en la oficina de admisiones de una universidad, nervioso y ajeno a lo que le rodea, vuelve pero esta vez en un contexto, como digo, anterior, donde aún está en la academia de tenis y sigue siendo el chico que se droga, triste y solo, en secreto. Es un regreso, un ouroboros narrativo que ya te pone sobreaviso: ahora verás y entenderás qué pensaba Hal, o cuál era su contexto, cuando le viste ahí sentado en la oficina en la ya lejana primera página de la novela. Que lo que te permite decir que el tiempo es cíclico sin ponerte estupendo. Es que en La broma infinita realmente lo es. ¿Lo es? No lo sé. Pero el inicio se resignifica en este gesto narrativo. La primera persona, con la que reencontrarnos es una alegría, es la misma y es otra, y ese gesto es la unión de contrarios (aspecto este que hubiese hecho las delicias de Octavio Paz). Y proyecta una sensación de no poder escapar de ese bucle narrativo, gesto que no deja de ser consecuente con la estructura que describía al principio, la transición es sutil, como ese magma que reabsorbe la célula suspendida en la parte de arriba de la lámpara. Así las cosas en ese entorno de enajenación, soledad, desesperación. Sientes que no hay avance sino recurrencia, y de ahí esas estructuras. Y por cierto que Vicente Luis Mora recomendaba hace tiempo en su blog, de hecho, volver al inicio al terminar la novela, más o menos hasta la página ochenta, algo que tiene todo el sentido cuando acabas y ves que el final va ligado al inicio.

Aunque luego hay otras primeras personas que no son Hal, y el final no es un final, como digo. Pero Don Gately, a quien casi no he mencionado pero es de una importancia capital, está en el suelo y Hal, en otra parte, también está en el suelo aunque por distintos motivos, como si nuestro paso por el mundo fuese siempre y sin remedio lo que vemos si nos tumbamos en el suelo. Todo se ve desde una perspectiva que te empequeñece, que agiganta el entorno y te lo aleja, acentuando así la sensación de soledad, de desamparo, y haciendo que la tentación de las drogas y el entretenimiento frenético sea vea como una buena, recomendable alternativa a esa visión de la vida.

A los que creen que es un libro tan difícil que es casi ilegible sólo les diría: ¡no, para nada!, al contrario: es irresistiblemente divertido, gracioso, trágico y desgarrador, y sus personajes se sientan contigo a tu lado cuando lees. Cualquier página de Juan Benet, por citar a alguien de renombrada dificultad, es mucho más complicada y desalentadora como lectura –más disuasoria, al cabo– que la entera totalidad de la excentricidad, brillante e insuperada, que es La broma infinita. Adelante.

La broma infinita, de David Foster Wallace (Literatura Mondadori, 2002)
Infinite Jest (1996)
Traducción: Marcelo Covián
Rústica. 1280pp.
Ficha en La tercera fundación

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