Entre los muchos defectos que tenemos los humanos hay uno que me parece especialmente insidioso, aquel que nos lleva a dar más importancia a lo negativo que a lo positivo, a resaltar el defecto por encima de la virtud. En esta época de redes sociales y mensajes breves la cosa se ha agudizado, pero siempre ha estado ahí. La ironía o el chascarrillo malicioso proporcionan más popularidad que la alabanza, recompensa más meter el dedo que pasar la palma de la mano. Traigo a colación el ejemplo de Arthur C. Clarke, quien a día de hoy continúa siendo mi escritor de ciencia ficción favorito. A falta de relecturas, opino que tiene al menos cuatro obras extraordinarias, que yo solía calificar como obras maestras antes de que me volviera más exigente con el uso de ese término. Cuenta también con cuentos maravillosos, repartidos por varias antologías, y con novelas de calidad media que procuran lecturas satisfactorias, de esas que hacen pasar muy buenos ratos.
En su bibliografía, como en la de todo escritor, caben también obras mediocres, y es a ellas a las que se refieren muchos lectores cuando surge en la conversación el nombre del maestro británico.
– Arthur C. Clarke es uno de los grandes, tiene varias obras extraordinarias.
– Uf, ya, pero en los últimos años…jajaja…madre mía qué basura.
Ahí lo tienen, el agudo comentario que deja en buen lugar al ingenioso tertuliano y en muy malo al escritor. Novelas extraordinarias, auténticos hitos del género como El fin de la infancia, Cita con Rama, La ciudad y las estrellas y 2001, una odisea del espacio son enterradas por sus últimos tropiezos, que para algunos opinadores son más reseñables. Es esta una actitud ignorante, vituperable, que el sentido común desprecia por sí mismo, pero que además no sobrevive a otras consideraciones. Sin duda son obras flojas, alguna incluso pésima, como la que cierra su serie más conocida, pero cuentan siempre con algunos detalles clarkianos, ideas y situaciones que animan el viejo corazón de un lector bregado. Como las olimpiadas lunares en El martillo de Dios o la situación de ese astronauta que espera la muerte dentro de su traje espacial, sentado al borde de un mar helado repleto de vida en el satélite Europa, en la novela 2061, odisea tres. Por otra parte, y al igual que todos los autores, Clarke ya escribió novelas y relatos menos afortunados incluso al principio y en su mejor época, lo cual resta sentido al chascarrillo del declive.
En sus primeras décadas, incluso en plena Edad de Plata, pueden encontrarse obras directamente flojas como Claro de Tierra, o entretenimientos modestos pero apreciables, que sólo emocionarán a los incondicionales, como el libro que nos ocupa. En las profundidades, cuyo título original es The Deep Range, vio la luz en 1957, un año situado en el centro de su período de grandes obras. Clarke lo creó a partir de un cuento homónimo publicado en el número 3 de la revista Star Science Fiction Stories, en enero de 1955, y que incluyó posteriormente en la antología Cuentos del planeta Tierra (1989). De hecho, la novela principia variando muy levemente el relato. En conjunto, no es una adaptación de éste, sino una prolongación. Se trata de una historia de crecimiento personal que cuenta con el elemento oceánico como escenario y que fundamenta su trama en las relaciones humanas, los misterios de las profundidades y las peculiaridades de los animales que las habitan. El protagonista es Walter Franklin, un ingeniero de astronaves que, debido a un accidente en órbita, padece un trauma, una mezcla de agorafobia y vértigo que, a sugerencia de los psicólogos, trata de superar cambiando el vacío absoluto por las claustrofóbicas profundidades. Su esposa y sus hijos han quedado en Marte, adonde él ya nunca podrá volver y de donde ellos no podrán marcharse debido a su biología y a los imperativos de la ley de la gravedad.
El libro está dividido en tres partes que parecen independientes, ya que muestran etapas distintas del mismo personaje, pero que adquieren carácter unitario al final, cuando se hace evidente que el objetivo central de la novela es el relato de una vida, la historia de la evolución personal de su protagonista, el seguimiento de las distintas etapas de su integración en el departamento del cuerpo marítimo hasta su cura y realización personal. El primer capítulo, titulado “El aprendiz”, no va más allá de una presentación de los personajes y de su entorno. Es el relato de la integración del protagonista en el cuerpo, del intento de superación del trauma producido en el espacio y de cómo encuentra amigos y una nueva pareja. En el segundo, “El guardián”, han pasado los años y ya es oficial, tiene una nueva familia y se embarca junto con su gran amigo en una peligrosa misión: la caza de un enorme ser de las profundidades. El tercero, “El burócrata”, recoge su última etapa, ya como director de la organización, inmerso en asuntos de política internacional y de gran importancia para el futuro de la humanidad.
A pesar de no tratar los grandes misterios del cosmos o el contacto con otras especies, la novela es inequívocamente clarkiana, está trufada de detalles reconocibles en toda su obra. En ella aparece ya Sri Lanka (aún con el nombre de Ceilán), país en el que el escritor se había instalado hacía poco, así como algunos de los problemas religiosos y culturales que aparecerían posteriormente en Las fuentes del paraíso. Aunque el escenario principal es el océano terrestre, hay breves referencias al espacio que funcionan siempre como contrapunto y percutor del sentido de la maravilla. La novela muestra modestos avances tecnológicos, pero las alusiones a las colonias en Marte y Venús sirven para situarla en el futuro. Clarke siempre ha sido un maestro en esto, en dotar a sus obras de una sensación cósmica y de futuro mediante breves pinceladas ajenas a la trama principal. Es, quizás, el autor que con mayor facilidad supo provocar el sentido de la maravilla en apenas unas frases. En esta novela vuelve a demostrarlo, explotando el contraste entre la profundidad del océano y la del espacio en la brevedad de un párrafo:
Sin embargo, algunas veces, había un recuerdo que el sonido del mar evocaba. Ya no tenía poder para herirle, aunque aún podía llenar su corazón de una nostálgica tristeza. Recordaba el tiempo pasado en los departamentos de señales de las naves o las estaciones espaciales, escuchando las ondas de radio mientras los monitores peinaban el espectro en su búsqueda automática. A veces surgían, como si se tratase de voces fantasmales llamando en la noche, los sonidos de naves o de balizas distantes, o los torrentes de código de alta velocidad cuando las colonias hablaban con la Madre Tierra. Y uno siempre podía oír un perpetuo murmullo de fondo en los débiles transmisores del hombre, el susurro interminable de las propias estrellas y galaxias mientras empapaban de radiación todo el universo.
Otra de las constantes en la obra de Clarke es la presencia de pequeñas ideas predictivas, abordadas siempre desde un punto de vista humanista y positivo. Hay un ecologismo precursor en esta novela, en la que se dan detalles sobre el vegetarianismo o la vida oceánica y una apuesta por el medio marino como principal fuente de alimento mundial, que incluye llamativas peculiaridades como el pastoreo de cetáceos o la reconversión del plancton como solución para acabar con las innecesarias muertes de la fauna oceánica. Siendo una obra con setenta años a sus espaldas, también contiene propuestas que el tiempo ha invalidado, como la de un Venus con océanos explotables o, como ocurre con casi todas las obras de ciencia ficción anteriores a la revolución digital, una tecnología no ya obsoleta, sino podríamos decir que errónea. La parte final abre un abismo tecnológico entre esa ficción y la actualidad.
No es esta una de esas novelas clarkianas ambiciosas y con grandes ideas de calado cósmico, sino uno de sus trabajos más modestos, centrado en el drama humano. Como ocurre en Las arenas de Marte, Regreso a Titán (siempre me he preguntado quién fue el responsable de traducir así Imperial Earth) o, principalmente, Cánticos de la lejana Tierra, son las relaciones entre los personajes y el elemento social lo que centra la trama, en especial la resolución del problema que aqueja al protagonista y su adaptación a un puesto de trabajo y un lugar que no tienen nada que ver con su vida anterior. En breves pinceladas, sin artificio dramático, Clarke narra la salida de un problema personal de forma creíble, apoyado en la amistad, el amor y el trabajo, con una amenidad que por comparación me ha hecho recordar la pomposidad y dificultades con las que otros autores posteriores como Robert J. Sawyer o Gregory Benford inyectan drama humano en sus obras. En esta novela no hay momentos pesados, realmente sientes el paso de la vida del protagonista, su salida del hoyo, su progresión en el trabajo, la formación de una familia y, finalmente, el relevo generacional. “Había perdido la libertad del espacio, pero ganaba la libertad de los mares”, resume el narrador en cierto momento. Y esa es la sensación que deja al lector el libro, la de haber leído una fábula bondadosa sobre la paradoja de la vida y las nuevas oportunidades.
Para acabar, y volviendo un poco al juego de las comparaciones, la reflexión posterior a la lectura de En las profundidades ha hecho que me acuerde también de Robert Silverberg, un autor que cuenta con una etapa de novelas colosales, atacado como Clarke y tantos otros por ese cliché que los desvirtúa por sus últimas obras (por su edad, realmente, y eso es un prejuicio) a pesar de tener novelas menores ya entre las primeras. El protagonista de esta novela está marcado por un trauma, como tantos personajes de Silverberg, y si bien Clarke no logra alcanzar la misma profundidad e implicaciones que el autor de obras como Muero por dentro y El hombre en el laberinto, se debe, entre otras cosas de índole más literario, a su optimismo. Donde Silverberg coloca emociones y sentimientos negativos como la amargura, la depresión, la soberbia y la arrogancia, Clarke, un humanista a la manera de Carl Sagan, pone ciencia y esperanza en la humanidad por encima de todo. No hay más que leer las páginas finales de esta novela, en la que se une el mar y el espacio y se abre un bello relevo generacional que rescata lo mejor del ser humano.
Hay un momento de este libro que resume a la perfección el pensamiento que esencia la obra de Arthur C. Clarke. Un personaje le explica a otro el motivo por el cual deberíamos portarnos bien con las ballenas: “cuando encontremos otras especies inteligentes, más avanzadas que la nuestra, podrían juzgarnos por cómo hayamos tratado nosotros a las demás”. En las profundidades no llega a las 200 páginas, pero es puro Clarke, cuenta con su estilo y con algunos de esos detalles familiares que hicieron a este autor grande. Es una novela pequeña, como de descanso entre hito e hito, pero para quienes seguimos considerando al británico el mejor autor de la ciencia ficción añeja supone algo más que un agradable disfrute. A veces no es necesaria la distinción de clásico para merecer la etiqueta de rescatable.
En las profundidades, de Arthur C. Clarke (Ultramar, Grandes Éxitos Bolsillo nº91, 1989)
The Deep Range (1957)
Trad.José Manuél Álvarez Flórez
196 pp. Bolsillo.
Ficha en La tercera fundación