Treinta años han pasado desde que arrancó la saga de «Los Mundos de Aldebarán», de Leo, y la serie sigue vivita y coleando (su entrega más reciente, el segundo volumen del ciclo de Bellatrix, ha visto la luz en septiembre de este 2024) a pesar de no ser —al contrario que otras franquicias superlongevas— exactamente un fenómeno de masas. Como no podía ser de otra manera en una construcción de semejante envergadura, toda ella se sostiene sobre unos cimientos bien robustos: los cinco volúmenes del ciclo de Aldebarán, que se publicaron entre 1994 y 1998, y los otros tantos —quizás algo más maduros que los anteriores, más redondos, más cuajaditos— del ciclo de Betelgeuse (2000-2005). Regresar a cualquiera de ellos hoy, varias décadas más tarde, sigue siendo una experiencia absorbente plagada de aventuras, sentido de la maravilla, crítica social y personajes inolvidables. Y no se trata solo de que las historias hayan envejecido bien. Es que son tan actuales que, si hubieran sido publicadas la semana pasada, no faltaría quien las acusase de oportunistas, de wokismo o de haberse subido a la ola de «corrección política» para engatusar al público de hoy en día. Pero no, amigos míos. «Los mundos de Aldebarán» nació así, lleno de mujeres fuertes que cortan el bacalao —empezando por la protagonista Kim Keller, por supuesto, pero no solo ella— ya desde su origen, a mediados de los noventa.
Su autor, Leo (seudónimo de Luiz Eduardo de Oliveira), nació en Brasil, aunque ha desarrollado toda su carrera creativa en Francia y su obra se inscribe plenamente en la tradición del cómic europeo. No obstante, su trayectoria vital previa es fácilmente rastreable en su trabajo: se intuye una inspiración brasileña en los paisajes alienígenas de Aldebarán (las selvas y los pueblecitos de pescadores); su pasado como activista de la izquierda clandestina es palpable en cada viñeta (me hace gracia que la editorial francesa Dargaud afirme, en la biografía que tienen colgada en su página web, que «en 1974 renunció a todo compromiso político y decidió dedicarse al dibujo», como si sus historias no estuviesen cargadas, cargadísimas, de mensaje); y es fácil reconocer, en esos personajes que allá donde van se ven hostigados por el autoritarismo y la codicia de sus gobernantes, el periplo del propio autor: Leo se mudó de Brasil a Chile, huyendo de la dictadura militar de su país natal, pocos años antes del golpe de estado de Pinochet, por lo que se vio obligado a escapar de nuevo, esta vez a la convulsa Argentina de la época, antes de regresar a Brasil furtivamente.
Aldebarán está ambientado a finales del siglo XXII en el planeta Aldebarán-4, un mundo oceánico salpicado de islas, el primero fuera del Sistema Solar en haber sido colonizado con éxito. Debido a un problema en un satélite, Aldebarán se encuentra incomunicado con La Tierra y, tras más de un siglo de aislamiento, atraviesa un estado de regresión, tanto tecnológico como social, en el que las autoridades religiosas han tomado el control del ejército. Una serie de extraños sucesos pondrá en contacto a la jovencísima Kim Keller y su interés amoroso, Mark Sorensen, con unos científicos al margen de la ley que se han consagrado al estudio de «la Mantris», una misteriosa criatura marina cuyo ciclo vital de diez años causa un gran impacto en los océanos… y aquí lo dejo para no desvelar nada de la trama a los afortunados que no lo hayan leído aún.
Betelgeuse, por su parte, tiene lugar once años más tarde, cuando Kim es enviada a investigar qué fue de los colonos destinados a Betel-6, de los que no se tiene noticia desde hace seis años. Al contrario que Aldebarán, el mundo del sistema Betelgeuse es un planeta dominado por desiertos, con la vida arracimada en torno a los escarpados cañones fluviales que lo recorren. En aras —supuestamente— de la supervivencia de la colonia, sus líderes han establecido un sistema de división de roles por géneros en el que las mujeres tienen reservados el trabajo doméstico y el cuidado de los hijos, que deben concebir periódicamente y —para minimizar el riesgo de consanguinidad a largo plazo— de padres diferentes.
De la primera vez que leí los cómics recordaba lo fácil que era sumergirse en la historia, lo emocionante que resultaba zambullirse en esos mundos alienígenas, y su relectura ahora, bastantes años más tarde, ha vuelto a suscitarme esa misma sensación de curiosidad, esas mismas ansias de exploración. Es fácil transportarse a exóticos exoplanetas de la mano de las ilustraciones de trazo limpio de Leo, que se complace en recrear al detalle las alucinantes criaturas que pueblan sus ecosistemas. Paisajes, animales, plantas e ingenios de todo tipo son los puntos fuertes del artista (los rostros de los personajes, por contra, pueden resultar un tanto estáticos, un tanto homogéneos, aunque este es un problema menor que se irá suavizando a medida que avanzan los volúmenes), y es imposible sustraerse a su poder de fascinación. El océano solidificándose en forma de gigantescas estructuras imposibles, zepelines sobrevolando pantanos infestados de monstruos, criaturas del tamaño de edificios e inteligencia inescrutable… el bombardeo de «momentos atiza» (por usar la terminología de Julián Díez) es inagotable y constante.
Desde el punto de vista del guion, las narraciones de «Los mundos de Aldebarán» se apoyan fundamentalmente en tres patas: aventuras (la humanidad contra los elementos, pioneros adentrándose en terrenos inexplorados y enfrentándose a una naturaleza hostil y desconocida), política (la lucha por defender la libertad y la justicia frente al déspota —gubernamental, religioso, militar o económico— de turno) y relaciones personales. Es en este último apartado, a la hora de desgranar enamoramientos y escarceos, donde Leo flojea un poco, no porque lo que cuenta carezca de interés, sino porque lo narra de manera algo tosca, un tanto expositiva, sin la sutileza de la que hace gala en otros aspectos. Es regocijante, en cualquier caso, ver cómo el «solo sí es sí», ahora tan de moda, se muestra aquí en todo su esplendor, de manera natural y sin ninguna clase de aspavientos, con hombres y mujeres que expresan sus deseos de manera respetuosa y establecen sus límites con asertividad. Leo, en fin, abordaba hace treinta años cuestiones que siguen plenamente vigentes hoy en día.
Esa manera idealizada en la que los protagonistas afrontan las relaciones, denuncian las injusticias, protegen al débil y se niegan a doblegarse ante el poderoso podría haber sido un problema en unas manos menos hábiles que las de Leo, porque qué duda cabe de que un exceso de virtudes puede lastrar la credibilidad de un personaje. Y, si estamos hablando de virtudes, Kim Keller —inteligente, carismática, íntegra, valiente y atractiva— las tiene todas. Pero Kim Keller funciona, probablemente porque está bien construida. No se trata de una Doña Perfecta, sino de un ideal: un personaje aspiracional, casi casi un modelo de conducta. El hecho de que sea mujer y que (al contrario que otras heroínas icónicas del género como Ripley, Sarah Connor o Trinity) no esté sola, sino que cuente en su grupo con otras mujeres tan duras de pelar como ella y con las que trabaja en equipo (Alexa, Gwen e Inge, por citar solo a unas cuantas) es un ejemplo más de la excepcionalidad de «Los Mundos de Aldebarán».
Hay muchas mujeres en esta saga, sí, y además se desnudan con desenvoltura —topless sería aquí un término más adecuado que «desnudo»—, y la manera en la que se muestran sus cuerpos merece una mención aparte. El sexo siempre vende, claro. Pero, a riesgo de pecar de ingenua, a mí me parece ver en la naturalidad con la que ellas se quitan la camiseta (y en la frecuencia con la que, al hacerlo, son reprendidas por parte de supuestos paladines de la moral) un intento de desexualización del cuerpo femenino, o al menos de normalización; una militancia no muy diferente a la de movimientos actuales como el de Free the nipple. Y, en este sentido, qué desafortunado —y qué irónico, en un cómic con una carga ideológica tan evidente— que en la edición en inglés (que es la que tengo yo) alguien viera oportuno tunear cada teta dibujándole un sujetador encima. Además de contravenir el propio espíritu del cómic, da lugar a situaciones ridículas (se me ocurre a bote pronto una escena en la que un Mark adolescente se turba al contemplar el pecho de Alexa, pese a que el top que ella acaba de quitarse tenía pocos centímetros más de tela que el sujetador pintado por los censores) e incluso, en ocasiones, contraproducentes, como ocurre con las vaporosas telas con las que los adalides del decoro cubren el pecho de Mai Lan (una joven asalvajada, a lo Mowgli, que recorre los parajes de Betelgeuse medio desnuda), cuyo efecto es probablemente más sugestivo que el que hubiera causado mostrar simplemente el torso desnudo de la muchacha.
Las obsesiones de Leo —libertad, laicismo, justicia e igualdad entre hombres y mujeres independientemente de su raza y orientación sexual (el primer personaje abiertamente homosexual no aparecerá hasta el tercer ciclo, Antares, pero ya en Betelgeuse hay una breve conversación sobre el tema)— se equilibran a la perfección con sus criaturas fascinantes y sus paisajes evocadores, con la capacidad de evasión que ofrecen sus historias y el sentido de aventura que rezuman sus páginas. Volver a visitar esas tierras lejanas es siempre un placer, un viaje que se mantiene tan emocionante y pertinente como el primer día.
Aldebarán
Traducción: Sara Bruno Carrera
ECC Ediciones. 2017
Tapa dura. 256 pp. Color. 26€
Ficha en Tebeosfera
Betelgeuse
Traducción: Sara Bruno Carrera
ECC Ediciones. 2017
Tapa dura. 256 pp. Color. 26€
Ficha en Tebeosfera