Lo que me atrajo fue la portada. Está ese dicho en inglés que sugiere, con bastante sentido común, no juzgar un libro por su portada. Pero la verdad es que no hice mucho caso y el libro ya me atrajo, sin saber de qué iba, sólo por lo evocadora que me parecía la posición de los personajes en primer plano, con ese brillo azul en la mirada de la chica, y, en segundo plano, más allá de la curva de la carretera, por ese otro personaje, vulnerable y desamparado, que claramente era el foco de atención de la imagen. Poco hablamos de las portadas. De lo importantes que son. Esta, del espléndido Jim Burns, aunque pueda tener algo de cutrecilla, me encantó hasta el punto de comprarme la novela, esta A Hidden Place de la que conocía el autor –Robert Charles Wilson– pero no el título y me llevé el ejemplar sin ningún tipo de miramiento. ¡Menudo acierto!
Porque detrás de esta portada hay vagabundos en un tren de mercancías yendo de un sitio a otro en la geografía norteamericana; hay, también, un despliegue de paisajes y la aventura de la itinerancia; y, en medio de esta inmersión en la ciencia ficción rural, están la pobreza, la quiebra de la sociedad y un poco del amor que queda en el mundo. Sobre el vagabundo del tren de mercancías reconozco que decirlo así, pierde (como todo pierde en traducción), pero esa es la idea, o el resumen de la idea, del hobo americano. Es un imaginario que conocemos por el cine (y por Los Simpson) y por algunas lecturas, y por lo visto en la ciencia ficción teníamos esta encantadora, esta excelente ópera prima de Robert Charles Wilson como representante de ese imaginario, como sobresaliente historia de ciencia ficción rural.
La novela se abre con un preludio en el que vemos ese cuadro conocido y a la vez desconocido, y recuerda en su emulsión de aventura, despreocupación, peligro y violencia a las descripciones de estos mismos mundos, de estas almas libres y pobres, que podemos leer en ensayos como Lonesome Traveller de Jack Kerouac, y, sobre todo y más a fondo, en Riding Toward Everywhere de Willam T. Vollmann.
Una delicia de apertura.
Y eso ya orienta nuestras expectativas a lo que efectivamente vendrá: la lenta incursión en la ciencia ficción rural. Lenta casi como esos mismos, pesados trenes que llegan tarde, que parten sin aviso. Wilson escribe con una prosa que no quiere alardear pero con ocasionales destellos, fulgores inesperados como si fueran a su escritura lo que los fulgores del novum al contexto general de la historia. El protagonista de este preludio es alguien llamado Bone (en el citado libro de Vollmann aprendemos que el uso de apodos más o menos creativos, más o menos inspirados en algún atributo de la persona, es común entre los vagabundos), y este Bone, pues, se codea con otros, más curtidos, encallecidos, vagabundos, hasta que llega la policía y tienen que actuar. Lo que importa aquí veremos pronto que son dos cosas: la vocación siempre castigadora e hiperviolenta de la autoridad, y ese llamado extraño e inexplicado que siente Bone. Y que calla.
Corta ahí el narrador, y empieza la historia con la llegada de Travis al pueblo de Haute Montagne, columna vertebral de la novela. Adolescente, se ha quedado huérfano y, para no quedarse en la calle, se va a vivir con una tía, a su casa de clima enrarecido, de violencia soterrada, y vemos que no es la acogida comprensiva, cálida, de una familia que se conduele por la situación del chico. En esta casa está la tía de Travis pero también la esquiva, misteriosa Anna Blaise, que, junto con Nancy –la chica del diner que nunca se fue del pueblo–, forman el núcleo principal de la historia.
El pueblo es pequeño y no se recuperó nunca de la atrofia del Crack del ’29 (se ambienta pocos años después). Porque no sólo está ese imaginario de vida itinerante y arriesgada, está también el trasfondo histórico, social y económico, de los años posteriores al crack del 29 y que por nuestra propia crisis del 2008 no nos es ajeno. El paisaje de fondo es la pobreza cruel de quien ha perdido la esperanza y de un pueblo entero que se sabe empequeñecido hasta la nada. La crueldad de un pueblo pequeño en la Estados Unidos rural es, entre otras cosas, consecuencia de este paisaje social, y todo lo que vemos nos suena: trabajos precarios y mal pagados, depresión por falta de oportunidades, pobreza extendida, cierre de negocios que eran, o habían sido hasta la fractura social, estables. Y la mentalidad, aún más depauperada, de los fanáticos religiosos que te atan corto, el cuchicheo asesino y la perspectiva de no tener futuro es el conocido complemento del paisaje social al que llegan nuestros personajes. Pronto se desbordan esas crueldades, y salen a flote para que las veamos claras y nos demos cuenta, con esta novela de 1986, que la radiografía social no da resultados muy diferentes de lo que podría dar si se hiciera ahora, en este 2024 que ya termina.
Es ahí que el par de personajes misteriosos entran en escena. Como sabemos, Bone, que en el interludio le vemos cayendo en violencias injustificables aunque consustanciales a la crisis económica que le hunde en la itinerancia, sigue sintiendo ese llamado. Algo extraño que le llama. Como algo extraño llama a Anna Blaise, el personaje que habita en las golfas de la casa que acoge a Travis, y que vemos, de hecho, vaporizarse en luz y sabemos que viene de más allá de las estrellas y que es más antigua que la Tierra.
Lo que se ve también es cómo ese cruce de circunstancias –la pobreza y la presencia de lo extraño– fomenta la mentalidad grupal, tribal, y exacerba la cerrazón mental que lleva al linchamiento y al odio. Mentalidades pequeñas que se entregan a la violencia por no saber qué hacer. Como digo, Wilson dio en las teclas correctas de la injusticia social, de la crueldad y del miedo, de la depresión colectiva, y su mirada no ha perdido precisión en esta novela de alienígenas extraviados en un pequeño pueblo de campo.
La ciencia ficción rural es tan encantadora precisamente por el contraste de imaginarios. Y se me ocurre que el surrealismo tenía un modus operandi parecido. En medio de lo cotidiano, irrumpía lo extraño: así se violenta para resignificarlo o para otorgarle otro, quizás más preciso, significado, como en medio de lo rural irrumpe en esta, y en tantas otras historias, el novum de la ciencia ficción para hurgar en ese mundo, para embellecerlo o cuestionarlo. Lo del surrealismo y la ciencia ficción se me ocurre no por imaginario, necesariamente, sino por gesto. ¿Manifestaciones parecidas de un mismo sustrato emocional y creativo? O dicho de otra manera más sencilla: el novum es el condimento, la especia en la comida, igual que el gesto surrealista lo era para el objeto encontrado.
Como sea, en esta A Hidden Place de Robert Charles Wilson, lo enérgicos que nos llegan los personajes, lo bien escrita que está y esa amalgama de visión social, la soledad que se percibe y la fragilidad de esos primeros amores hacen de esta novela una maravilla total.
A Hidden Place, de Robert C. Wilson
Bantam Spectra, 1986
212 pp. Tapa blanda