La carretera, de Cormac McCarthy

La carreteraFue ver The Last of Us y querer volver una vez más al mundo de La carretera. Me entraron unas ganas incontenibles, viscerales y entusiásticas, de volver a leer, por tercera vez, La carretera. Lo que tampoco es tan raro: tanto es el parecido, tantas las concomitancias, que viendo la serie recordaba sin esfuerzo la novela. La he releído por eso y porque en principio se estrena, a finales de año, una adaptación al cine de Meridiano de sangre dirigida por John Hillcoat, autor de ese neowestern australiano, violento y árido, que es The Proposition, y quería tener fresco en la cabeza el pensamiento de McCarthy, el imaginario de su escritura. Roger Ebert, en la crítica que escribió en su momento de The Proposition, dijo que esta película, escrita nada menos que por Nick Cave, ya era, de hecho, un pariente cercano de Meridiano de sangre (aunque yo diría que más por su estética y composición que por su representación de la violencia), así que veremos en qué se convierte ese proyecto.

Hace unos meses mencioné en esta página un texto poco interesante que no escribí sobre La carretera, y este sigue, por suerte, sin ser ese texto. De lo que me he dado cuenta, en esta tercera lectura del libro, es de lo mucho que te machaca el autor: no ves las ruinas ni todo ese destrozo, sino que avanzas por él, rodeado, y cada párrafo añade un detalle más de ese horror que se acumula. Te quiere hundir en ese contexto de espanto y degradación y cuando pensabas que el cuadro ya por fin estaba terminado le añade un buen par de pinceladas más para que no te confundas y sepas que estás en un entorno de violencia sin fin. He visto que no te da tregua, y eso que la segunda vez leí La carretera como relato optimista.

La primera vez leí la novela como relato de aventuras, como sinigual historia de supervivencia entre gente demenciada y rota; la segunda, como historia de esperanza, como tenue, pálida y lejana pero aún viva luz de esperanza en un mundo arrasado; y esta vez, esta tercera lectura de La carretera, ha sido para mí la lectura moral. Sé que no descubro nada nuevo con esto pero he visto que el niño es el garante del sentido de la moral en ese mundo. Sin pretenderlo, sin ser plenamente consciente de ello, pero lo es. A pesar de los instintos de supervivencia del padre.

El miedo del niño a caer en la maldad es, de hecho, lo que le hace fuerte en un sentido moral, y así se convierte en un recordatorio constante de todo lo perdido, del sentido de la moral que hay que avivar como ese fuego que cada cierto tiempo van mencionando. Pero no sé si la historia es la de ese triunfo o la de su inevitable caída. Cómo ve el niño el mundo y cómo cree que tienen que actuar y cómo pese a todo se deteriora su inocencia en las pocas páginas de esta historia: eso es lo que vemos. Hacia el final su mirada ya no es expectante y tierna sino que cae, estragada, ante la evidencia de los instintos humanos (esas imágenes de las que ya no se puede desprender).

El caso es que las vigas maestras del sentido de la moral son, en el niño, inflexibles (tal vez por falta de perspectiva); en el padre, maleables. Y esa confluencia no es fácil de entender ni de explicar. Se hace más compleja la situación cuando el padre le explica al niño que no pueden ayudar a todos (como al hombre que ven semicarbonizado por un rayo), que no siempre se puede actuar con arreglo a convencimientos morales propios, fuertes, por mucho que uno realmente así lo quiera. Y que eso no te hace, necesariamente, mala persona. Ya se le ve que el niño no lo acaba de entender del todo pero creo que esa no es edad para entender las vastas contradicciones de la naturaleza humana. Esa es la carga que lleva el padre en sus hombros.

Y el padre tiene su propio sentido de la moral, claro. No es que no lo tenga. Dolido por el abandono, razonable y comprensible, de la mujer, de la madre del niño, angustiado por la urgencia diaria de proteger a su hijo, sigue sólo para imbuirle algo de moralidad y para que sepa protegerse cuando se quede solo. Para que sepa que hay que hacer el bien aun cuando pueda conllevar riesgos fatales. Esa es la intención. Pero el padre es consciente de que, en palabras de la poeta Ana Blandiana, “la bondad y la compasión me matan”, y por eso su tarea de hacer que sobreviva su hijo, de no corromperle y a la vez de tomar decisiones que a veces puedan ir en contra de esa rectitud moral, es tan compleja.

Por cierto que esa rectitud se puede ver ejemplificada, si queremos, en la proverbial carretera del título, pero no creo que sea el caso ni creo, tampoco, que esa interpretación mejore mucho la lectura del libro. La veo un poco fácil. Creo que la carretera en la novela sólo es una carretera. Un punto de referencia en el paisaje. Viajan al sur. O van, mejor dicho. Que esto de viaje tiene poco.

Lo que decía antes, de todos modos –lo de la machaconería del autor– es el acento mayor de la novela. O no sé si ‘mayor’ pero sin duda uno de los más importantes. El martillazo emocional de ese mundo ceniciento y frío, McCarthy te lo impone. Y contra ese muro de hormigón contrasta el sentido espontáneo, casi diría que improvisado, de la moral, que brota del crío con inocencia y naturalidad. Y así lo que se ve en el fondo de este libro no es la conquista de la felicidad, como decía Bertrand Russell, sino la conquista de la moral.

El padre quiere asegurarse de que no caerán en la violencia que ha dominado a los que de vez en cuando ven en la carretera, o que, si tiene que matar, que sepa que no todas las violencias son lo mismo. Y de nuevo esa carga del padre de explicar que no siempre se puede hacer el bien pero que eso, en ese contexto, no significa, o no equivale, a la indiferencia de los que se han entregado a la vía fácil de la tortura y la antropofagia. (O, quién sabe, quizá tenga razón el niño y nosotros nos construimos esas fantásticas argumentaciones para no hacer lo que hay que hacer. No es todo tan sencillo).

Se suele decir que esta novela es un retrato precioso de la relación padre-hijo. Y estoy de acuerdo, cómo no voy a estarlo. Pero creo que el mayor protagonista es, en realidad, el niño. Así como Kafka imaginó que el protagonista del conocido libro de Cervantes era Sancho y no Quijano y que Don Quijote era producto de la mente fantasiosa de Sancho, de igual manera podemos pensar que el niño es el protagonista en ese mundo devastado y que su sentido de la moral fabrica una figura paterna que haga todo lo que su inocencia y su por mí tan citado sentido de la moral le impiden, y así usa al padre como guía, como salvoconducto para llegar a un lugar seguro, aunque sea tentativo, entre tanto y tanto desastre, tranquilo porque será la figura paterna la que se manchará las manos en un mundo atroz. Es la moral tratando de sobrevivir. Y así el niño se sirve del conocimiento más completo que su padre tiene del mundo para que se atreva a hacer para sobrevivir lo que la moral le impide.

Me parece a mí que la actitud del padre, de todos modos, es heroica y razonable. Incluso cuando es violento e incluso cuando, rodeado por violencias que le cercan, se niega a ayudar a quien realmente, a quien lamentablemente, no puede ni podrá ayudar. Entendemos al niño y ojalá fuese siempre tan fácil hacer lo que comúnmente se conoce como ‘el bien’, y, como digo, quien sabe si tiene razón y sí que es así de fácil y lo único que ocurre aquí es que nos justificamos ante nosotros mismos sólo porque hacer ese ‘bien’ cuesta más que lo contrario. Pero creo que la actitud del padre, compleja y fluctuante, es igualmente comprensible, es la que realmente nos define, y que hay que aprender a sobrellevar el peso de ese tipo de decisiones en los mundos devastados que todos llevamos a cuestas.

La carretera, de Cormac McCarthy (Literatura Mondadori, 2007)
The Road (2006)
Traducción: Luis Murillo Fort
Rústica. 210pp.
Ficha en La tercera fundación

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.